El Escéptico Digital - Edición 2014 - Número 265
Ángel Luis López Villaverde
(Artículo publicado originalmente en El Diario.es).
Superados los sistemas de relación Iglesia-Estado del pasado, tanto el dualismo de potestades (de Dios proceden las autoridades del emperador y del pontífice, pero son independientes entre sí), como el hierocratismo (teocracia papal, superioridad del poder espiritual sobre el temporal) y el cesaropapismo (unión del poder civil y religioso bajo el sometimiento eclesiástico al emperador), el Antiguo Régimen concluía con otra fórmula, el regalismo (control eclesial por parte de las autoridades estatales).
Cuando aún no se había repuesto del regalismo dieciochesco, la Iglesia romana saludó al emergente liberalismo político con hostilidad, pues las revoluciones burguesas supusieron el desmoronamiento de las estructuras económicas eclesiásticas. La respuesta a la pérdida de su poder económico fue la politización de la Iglesia. Con un clero y una jerarquía divididas, aunque mayoritariamente enfrentadas a la nueva cultura política liberal, el intento de compatibilizar catolicismo y liberalismo, ensayado en el proceso de independencia belga —con el referente de Felicité Robert de Lamennais, un sacerdote y escritor francés que evolucionó desde posiciones ultramontanas a las liberales—, resultó un fracaso durante el segundo tercio del siglo XIX.
La publicación en 1832 de la encíclica Mirari Vos, de Gregorio XVI (1831-1846), contra las libertades modernas, supuso el fin de esta colaboración entre católicos y liberales en Bélgica. Pero fue otra encíclica, Syllabus (1864), de Pío IX (1846-1878), la que marcó en adelante la doctrina vaticana, con su rechazo del liberalismo y de los "errores modernos", como la libertad religiosa. Un popular opúsculo del sacerdote catalán Félix Sardá y Salvany, publicado en 1884, resumía de manera contundente esta tesis: El liberalismo es pecado.
Los principios ultramontanos que marcaban la encíclica se impusieron cinco años después en el Concilio Vaticano I (diciembre de 1869-octubre 1870). La principal novedad fue la doctrina de la infalibilidad papal que tanto defraudó a los católicos partidarios de la libertad de conciencia, como el historiador alemán Döllinger o el británico lord Acton. Este último, cuyas posiciones favorables a la libertad de conciencia y la compatibilidad entre fe y razón fueron derrotadas en los debates conciliares, no quiso apartarse de la Iglesia, como habían hecho Döllinger o Lamennais, pero se mantuvo, por su crítica a la infalibilidad papal y su defensa de principios heterodoxos, muy alejado de los postulados doctrinales católicos.
Sin duda, la amenaza de la pérdida de la soberanía temporal, a causa de la unificación italiana, fue determinante en este triunfo del ultramontanismo y posibilitó que la Santa Sede se convirtiera en símbolo de la autoridad tradicional y refugio de quienes buscaban orden o tranquilidad frente a los imprevistos del liberalismo revolucionario. No obstante, las propias condiciones doctrinales habían hecho del catolicismo un mal aliado del liberalismo (Álvarez Tardío, 1999). También del proceso modernizador burgués, pues limitaban el poder económico y político eclesiástico.
A finales del XIX, León XIII (1878-1903) fijó un nuevo enemigo, el socialismo, en otra encíclica, Rerum Novarum (1891). La respuesta católica al retroceso de la sociedad de cristiandad en la Europa de entresiglos fue la movilización social, situando a los laicos como soldados de la recristianización. En lugar de evitar y negar las nuevas realidades del mundo moderno, trataba de encararlas con nuevas armas, para evitar su creciente marginación, a través de la doctrina social de la Iglesia. De la mano del catolicismo social empezaron a florecer sindicatos y partidos, con el propósito de que las fuerzas católicas participaran de la vida social y política para reafirmar la vigencia de los valores de la civilización cristiana y conseguir la presencia de la Iglesia en el ámbito público (Carmona Fernández, 2010: 19-26).
Con León XIII, la movilización organizada de los católicos ante el mundo moderno se conoció, indistintamente, como Movimiento Católico y como Acción Católica (Montero García, 1993). Pero durante el pontificado de Pío XI (1922-1939), dejaron de ser conceptos equivalentes para adquirir la Acción Católica (AC) un papel más preciso, dedicándose a tareas apostólicas y formativas, quedando al margen de la misma las organizaciones profesionales, sindicales y políticas, que tenían que aparentar una aconfesionalidad que convenía a sus intereses en el contexto de entreguerras.
Con la marginación de las empresas no apostólicas, se pasaba de la defensa de un orden social cristiano a la conquista del mundo para construir una nueva cristiandad, un catolicismo integral —basado en la autonomía del mundo religioso respecto a las instancias políticas, económicas y culturales, con católicos militantes actuando como cristianos— pero ni integrista ni intransigente (Carmona Fernández, 2010: 26-28, 31).
Entre ambos pontificados, la doctrina de Pío X (1903-1914) rebatirá el "modernismo" religioso y sus vínculos con el liberalismo ideológico en su encíclica Pascendi dominici gregis (1907), acusándolo de incompatible con la ortodoxia eclesial. El círculo se cerró con las encíclicas de Pío XI contra los totalitarismos nazis ( Mit Brennender Sorge) y comunista ( Divini Redemptoris), en 1937.
Desde principios del siglo XX, la jerarquía eclesiástica, buena parte del bajo clero y las órdenes religiosas habían optado por buscar un modus vivendi con el liberalismo, que les permitiera funcionar como un grupo de interés dentro del marco constitucional, aunque siguieran anhelando antiguos privilegios y detestando la democracia o el pluralismo político. Había, no obstante, en el seno del catolicismo, un sector minoritario que pretendía la adaptación de la institución a los nuevos tiempos, mediante un discurso jurídico-político de separación Iglesia-Estado y uno teológico sobre el carácter privado de la fe. A ello aspiraba el "modernismo", una tendencia religiosa y cultural dentro del catolicismo que abogaba por una renovación doctrinal y una apuesta política en clave democrático-burguesa (Botti, 2012).
Si en España tuvo poca repercusión el modernismo, sucedió lo propio con otros movimientos novedosos de la vecina Francia como el "sillonismo" o el personalismo comunitario, de Emmanuel Mounier. Mientras el primer caso fue un intento de reconciliar la República y la clase obrera con la Iglesia, el segundo pretendió desvincular la fe religiosa de la ideología de derechas. Más lejos aún quedó en España la evangelización de los jóvenes obreros, iniciada en Bélgica por el sacerdote Joseph Cardijn, con una metodología transgresora que descolocó tanto a la izquierda —lo tildó de amarillo— como al catolicismo tradicional —lo acusó de revolucionario— (Martínez Hoyos, 2000).
Al adoptar técnicas de comunicación y organización modernas para movilizar a sus fieles, la Iglesia utilizaba sus numerosos recursos socioculturales para criticar el orden liberal, influir en la vida política y consolidar su identidad católica. Se trata este último de un aspecto fundamental para entender la cultura política católica en torno a nociones con implicaciones políticas como la ciudadanía, el género, la nación y el orden social (Boyd, 2007: 4). Si en algunos casos (sobre todo en los países protestantes) se produjo un trasvase o simbiosis entre nación y religión, con el fin de nacionalizar las religiones o de sacralizar las naciones, en otros (Francia, Portugal o España) las disputas entre la identidades enfrentadas fueron mayores. No obstante, y pese a las complejas relaciones entre confesión y nación, el invento de esta no supuso un simple proceso de afirmación civil frente a lo religioso, pues se utilizó la herencia religiosa como sustrato identitario del Estado-nación (Haupt y Langewiesche, 2010: 12-16).
Un buen instrumento católico de construcción de identidad nacional y movilización resultó el culto mariano en la época contemporánea. Las devociones a la Virgen y al Sagrado Corazón constituyeron un punto de encuentro de las masas católicas frente al proceso de secularización y permitieron la reafirmación de su doble identidad, nacional y religiosa. Son los casos, entre otros, de la Virgen de Guadalupe, en México, de Fátima, en Portugal, de Lourdes, en Francia, o del Pilar, en España (Ramón Solans, 2012). Estas vírgenes conectaban con formas simbólicas de la maternidad que podían ser reconocidas fácilmente por la comunidad y, por tanto, no son ajenas al proceso de "feminización de la religión" (Blasco Herranz, 2005), al que contribuyeron no solo las "mariologías" (discursos organizados sobre María) y las "mariofanías" (apariciones milagrosas y manifestaciones sobrenaturales), sino también los dogmas que se establecen entre mediados del XIX y del XX. No es extraño que el mismo papa del Syllabus instaurara el de la Inmaculada Concepción (1854) y que fuera Pío XII (1939-1958) quien completara el círculo con el de la Asunción, un siglo después (1950).
Con todos estos mimbres, el catolicismo encontraba las diferentes bases de una subcultura política plural y de gran potencial movilizador, que tuvo especial protagonismo en la articulación política europea de la segunda postguerra. Con la democracia cristiana, el catolicismo acababa aceptando lo que en el pasado fue un anatema, la democracia y la libertad religiosa.
El corolario lo proporcionó el Concilio Vaticano II (1962-1965), convocado por Juan XXIII (1958-1963), cuyos principios, anunciados por las encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), provocaron una conmoción en el catolicismo mundial, pues proporcionaban el paso de la concepción tradicional de "sociedad perfecta" a la autoconciencia de "pueblo de Dios" y a la inserción de la Iglesia en la sociedad moderna, aceptando la autonomía y libertad del sujeto (Carmona Fernández, 2010: 35-38). La libertad religiosa había dejado de ser condenada para ser promovida desde el magisterio conciliar. Se trataba, por un lado, de modernizar la Iglesia para hacerla compatible con los estados de derecho y, por otro, de favorecer la unidad de todas las confesiones cristianas con el fin de universalizar el catolicismo y convertirlo en una herramienta de presión en un nuevo contexto internacional (De Carli, 2011: 78-79).
No obstante, lo que parecía su definitiva adaptación al mundo actual, ha devenido en algo muy diferente, en la "catolización de la modernidad" (Graziano, 2012: 10 y 141). El pontífice que presidió sus últimas sesiones, Pablo VI (1963-1978), desactivó las innovaciones conciliares más radicales y esta operación se completó con sus sucesores, Juan Pablo II (1978-2005) y Benedicto XVI. Con el papa Wojtyla fue condenada la llamada "Teología de la Liberación", heredera de un maridaje entre marxismo y cristianismo que había aportado aires renovados a la cultura política católica, pero que el pontífice que tanto contribuyó al fin de la guerra fría no podía seguir tolerando en interés de la estrategia geopolítica eclesial.
Tras superar su oposición al liberalismo, la democracia y el socialismo y encontrar fórmulas políticas integradoras del catolicismo con estas ideologías políticas a lo largo del siglo XX, la misma Santa Sede que había posibilitado ese diálogo ha impuesto un discurso neointegrista.
El aggiornamento, primero, y el fundamentalismo religioso, después, no son un fenómeno exclusivamente católico. Las tres religiones monoteístas (cristianismo, islam y judaísmo) propusieron fórmulas modernizadoras de la religión tras la segunda postguerra, en unas sociedades que la habían recluido al ámbito institucional y privado. Y simultáneamente, desde los años setenta, han emprendido un proceso de vinculación público-política de la religión ante las fallas de la sociedad moderna. Esta suerte de "revancha de Dios" (Kepel, 2005) ha supuesto su emergencia sociocultural y política a través de nuevos movimientos sociales canalizadores de la sociedad civil que no siempre se han conformado con enriquecer la esfera pública con sus propuestas.
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