Hace un par de semanas leí un artículo que me lleno de terror. Su título, «Lo que se está ocultando a los usuarios de los móviles: su salud puede peligrar», alojado en el diario Público. Uno de mis referentes de cabecera sobre el tema de las tonterías antiantenas, el profesor Alberto Nájera, a quien admiro, no tardó en dar una magnífica explicación en su blog Radiandando. Una excelente refutación que supuso las delicias de cualquiera que estuviera metido en el tema, sin embargo, consideré a título completamente personal que era necesario algo más contundente.
Así que decidí sin dilación escribir una nota al respecto. Algo menos de 2 000 palabras explicando desde la base, con mis humildes conocimientos y herramientas de que dispongo, lo que son las radiaciones electromagnéticas, cuáles son ionizantes y cuáles no, y por qué motivo las radiaciones de la telefonía móvil no tienen mayor riesgo para nosotros que el más peligroso de los diodos led verdes. Me puse en contacto con el diario por varios medios distintos, con el fin de alertarles de lo que en su plataforma habían escrito, e invitándoles a redactar una nota al respecto, ofreciéndome yo a pasarles el documento que redacté, en caso de que ellos no tuvieran tiempo, ganas o capacidad para hacerlo. Tras varios días de prudente espera, y ante la ausencia de una respuesta por parte de los mismos, supuse que no estarían interesados y publiqué el texto en la plataforma Naukas, lo que causó cierto revuelo, y tan solo unas horas más tarde, tenía ya en mi buzón un correo del Redactor Jefe de Público explicándome el malentendido. Hechas las aclaraciones pertinentes, me ofreció la posibilidad de publicar el artículo original, y así fue, aunque se cambió el título, añadiéndose «Respuesta a Vicenç Navarro sobre el peligro de los móviles». Bien, me pareció adecuado.
Cuál fue mi sorpresa al ver tan solo 4 días después de la publicación de mi nota en Público, el señor Navarro publicaba un texto en el mismo diario con el poco atractivo título «Respuesta al dogma conservador que afirma que los móviles nunca pueden ser un riesgo a la salud».
Se podría decir que el texto es una simple colección de falacias. Al margen de la calidad narrativa, comparable a la primera de las columnas del señor Navarro, se ve que los sofismas surgen desde el propio título.
Decir «que los móviles nunca pueden ser un riesgo a la salud» es una barbaridad, y el señor Navarro lo sabe. Solo que no por los motivos por los que él cree. La luz de los teléfonos móviles —como la de cualesquiera otros dispositivos con pantalla— puede alterar los ritmos circadianos. Si se te cae un teléfono en el dedo meñique del pie, te puede producir un gran dolor —sobre todo si es uno de esos arcaicos Nokia-Ladrillo—, si vas distraído con el Whatsapp te pueden atropellar, hay algunos aparatos que han generado problemas por exceso de calor, si usted rompe el cristal templado de la pantalla puede cortarse con él, y por supuesto, si usted perfora la batería de su dispositivo y consume su contenido por via oral, no le va a pasar nada bueno —por favor, no lo haga—. Lo que sí que sabemos es que, de las muchísimas formas que se nos pueden ocurrir para hacer que un móvil sea un riesgo para la salud, las ondas de radio que emite no son una de ellas. Y no voy a volver a explicar lo que ya he explicado.
En este titular, lo que encontramos es la denominada falacia del hombre de paja. El señor Navarro me atribuye un argumento distinto al que yo he empleado, mucho más débil —y además lo cataloga de «dogma», lo que debe de dar doble puntuación en el rankin falaz—, para proceder a atacarlo. Pero ni siquiera llega a hacerlo. Ni siquiera llega a atacar ese argumento-de-mentira que ha fabricado atribuyéndomelo a mi.
Ya en el primer párrafo dice que promuevo un dogma —¿disculpe, se ha leído usted las referencias citadas?—, y que además niego su autoridad. Vaya, ¡por supuesto que la niego!
Es vergonzoso que alguien que escribe bajo el título de «pensamiento crítico», como hace el señor Navarro, dependa de la autoridad en vez de depender de las pruebas. Es toda una declaración de intenciones, la que hace. El caso es que el señor, en vez de leer las primeras 1 800 palabras de argumentos sólidos y constructivos de mi artículo, decidió quedarse con el último párrafo, de tan solo 146 escuetas palabras. Y más exactamente, con cuatro. Por lo visto, que me dirigiera a él como «el politólogo de turno» le sentó bastante mal, a pesar de que en realidad, y tal y como se ve sin dificultad, estaba entonando un caso general, usándole a él y su falta de compromiso con la verdad como mero ejemplo.
«Soy consciente de que el artículo publicado por Vicenç Navarro es un artículo de opinión, pero es un artículo engañoso que desinforma, y cuyo mensaje puede ser peligroso para esas personas. Y si bien un periódico no tiene control sobre la opinión vertida por el politólogo de turno, según el código deontológico que propone la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, “el primer compromiso ético del periodista es el respeto a la verdad”, y “advertida la difusión de material falso, engañoso o deformado”, considero labor esencial del periodista (y así lo considera el mismo código deontológico) «corregir el error sufrido con toda rapidez», es menester desmentir esas afirmaciones, de corte pseudocientífico, «con el mismo despliegue tipográfico y/o audiovisual empleado para su difusión». Porque suficientes bulos llegan a la gente por Facebook o por Whatsapp como para que los periódicos se suban a ese carro».
En ningún momento digo que un politólogo no tenga «la capacidad de entender el tema tratado», ni muchísimo menos acuso a nadie «de ser partícipe de una conspiración dirigida a asustar y confundir a la población». Asegura Vicenç que yo he usado esos términos para calificar lo que él hizo en su primer artículo ‘cuñadístico’. Reto a cualquiera que utilice el sistema de búsqueda y me muestre en qué parte del texto empleo yo los términos «conspiración dirigida». Al contrario, el término que empleé fue el de «conspiranoico», que no es sino un neologismo que se utiliza para designar a las personas que llevan su creencia a que existen conspiraciones alrededor de todo cuanto les rodea al nivel de paranoia. Sin querer marcar un ‘ad hominem’, recomendaría al autor del espacio titulado «pensamiento crítico» del diario Público a que aprendiera a leer antes de decir que los demás han dicho cosas que nadie ha dicho.
A continuación, el politólogo de turno nos hace un recorrido por su amplio y magistral currículo, donde incluye su licenciatura en medicina, su fase de procesor en la Johns Hopkins y su estátus de ex-representante en la American Public Health Association. Una vieja amiga mia, Eliana, siempre me viene a la mente cuando encuentro este tipo de alegaciones, y es que fue ella quien me enseñó el proverbio excusatio non paetitia, acusatio manifesta. Si alguien necesita acreditar sus palabras con el peso de su autoridad, es porque sus argumentos son tan livianos que se los ha llevado el viento. Y así se puede ver en el escrito del señor Navarro, donde las pruebas científicas brillan por su ausencia, como las moléculas del principio activo en un potingue homeopático.
Y esta es, por cierto, la nueva y siguiente falacia que encontramos. Él tiene razón porque es politólogo-médico-profesor-ex-representante (desde ahora Pomper). A esta falacia se la denomina de autoridad, o ‘argumento ad verecundiam’. Y al igual que la homeopatía debe ser golpeada adecuadamente contra una Biblia, el argumento homeopático que aporta la Autoridad del Pomper ha de ser adecuadamente golpeado contra el siempre eficaz aunque poco elegante ‘argumento ad hominem’.
Mucha gente cree que esta falacia se basa en insultar al contrincante sin más, pero nada más lejos de la realidad. Puedes insultar al contrincante aportando argumentos, y también puedes argumentar ‘ad hominem’ sin insulto alguno. En realidad esta falacia se basa en la simple descalificación de la persona y no del argumento. Es decir, si el Pomper hiciera alguna construccion para desmontar mis argumentos alegando que yo no puedo argumentar, en lugar de contraargumentar de verdad, estaría cometiendo esta falacia. Por ejemplo, si dijera algo así como «He buscado, sin embargo, en la bibliografía científica y no he encontrado ningún artículo en una revista científica sobre salud pública (o cualquier otra relacionada con salud) que haya publicado ABM».
ABM soy yo, por cierto.
No hay mucho más hilo del que tirar. Califica a quienes tenemos el deseo de que se cumpla con la deontología de la profesión periodística como «intolerantes con las voces críticas», ignorando el hecho de que ha sido ABM y no Pomper, quien ha enarbolado la voz crítica en este caso. Y por si esa calificación fuese corta, se añade la apreciación de que, por lo visto, yo tengo una mentalidad propia del franquismo. Podrá el lector entender la fascinación, divertimento y extrañeza que me produce esta calificación, que roza el enunciado de Godwin, a alguien de izquierdas como yo. Pero eh, Pomper está muy enfadado porque, según yo, le he insultado —aunque en ningún sitio dice dónde y cómo lo he hecho—.
Quiero remarcar una cita literal que desvela la compleja ironía que encierran los dos escritos de Pomper: «En Ciencia no hay dogmas o verdades. Solo hay evidencias», dice. En realidad lo que hay en ciencia son pruebas, no evidencias. Y cuando todas las pruebas científicas apuntan a que las ondas de radio son inocuas, mantener la posición contraria es dogmático.
Realmente me fascina la profunda ironía que alguien que se cree —dogmáticamente— la ‘conspiranoia’ del movimiento anti-antenas, alguien que niega —dogmáticamente— la realidad científica demostrada para alimentar su dogma, que ese mismo alguien enarbole un supuesto discurso de «pensamiento crítico» y hable de ser escéptico.
«La necesidad de ser escéptico sobre las posturas defendidas y promovidas por la industria del móvil». Ser escéptico es dudar de todo lo que no esté demostrado, y aceptar solo aquello que las pruebas demuestran como válido. Siendo así, ser escéptico sobre el tema lleva unívocamente a una conclusión: las ondas de radio, en la medida en que se están empleando, no entrañan, y están muy lejos de entrañar riesgo alguno para la salud.
Y eso nos lleva a la conclusión inmediata. Y es que alguien que se atreve a decir «estoy en contra de que se oculten y/o ignoren sus posibles efectos nocivos [de los móviles] para la salud y que no se tomen medidas que reduzcan y/o eliminen tales riesgos por parte de las autoridades públicas ni otras para informar a la población», o que afirme de forma tan, aquí sí, dogmática, algo como que «la evidencia científica está mostrando de una manera creciente que hay riesgos en su utilización que deben reducirse o eliminarse», lo que está haciendo es, como decía mi admirado profesor Alberto Nájera, ‘cuñadeando’.
Álvaro Bayón (Vary Ingweion)