Edición 2009 - Número 8 (234) - 7 de noviembrede 2009
Carlos Chordá
No sé si se había dado cuenta, pero muchas palabras tienen alma. La mayoría, no. “Corcho”, por ejemplo, es una palabra inanimada. Sólo es eso, corcho; no trasciende más allá de lo que quiere decir. Lo mismo pasa con “pescado”, independientemente de si se lo come con más o menos aprecio. Sin embargo “radiación” tiene alma, un alma en grave pecado: uno lo oye y se imagina adquiriendo terroríficas mutaciones (sobre todo si no sabe que toda la vida en la Tierra, incluido usted que me lee, vive de la radiación). Claro que a diferencia de nosotros, las palabras no pecan. Somos nosotros quienes cargamos su aura con un hedor fétido, como a la pérfida “radiación”, o con alegres cascabeles, como al término “natural”.
Porque uno oye el adjetivo “natural” y respira mejor. Si es natural, es bueno. Lo compruebo en Google: Revista Natural, Asturias Natural, hipermercado natural, la cosmética más natural, restaurante vegetariano natural, medicina natural… ¡Gas Natural! Lo natural no puede ser malo (creo que pone esto mismo, o algo parecido, en un estante de productos “naturales” en la farmacia). Y por contraposición, lo artificial es, como mínimo, sospechoso.
Ahora bien, ¿qué es natural? ¿Una revista? ¿Una comunidad autónoma? ¿Un híper? ¿Cosmética? ¿Evitar una fuente de proteínas como la carne y el pescado? ¿La medicina, que no es sino tecnología? (Me voy por la tangente: ¿la “medicina natural” es medicina?) Leche natural: ¿es natural que un mamífero adulto beba la leche de otra especie? ¿Es natural hervirla? Agricultura natural: ¿es natural una tecnología que nos permite cosechar plantas modificadas genéticamente durante milenios? Sí: genéticamente, aunque haya sido de forma inconsciente. Maíz, pongamos por caso. ¿Es natural una planta tan modificada que sin la intervención humana se extinguiría, ya que las semillas no se sueltan de la mazorca? ¿Es natural una planta que sólo ha podido ser relacionada con su versión salvaje, el teosinte, mediante análisis genéticos? ¿Es natural cultivarla en la Zona Media de Navarra si su origen está en otro continente? En fin, ¿es natural leer, escribir, tocar música, bailar, encomendarse a una divinidad, pintar, estudiar, beber agua de un manantial situado a mil kilómetros, ver una película? ¿Qué hay de natural en el aceite de oliva, las infusiones, los plátanos, el pan integral, el vino ecológico, los pimientos del piquillo, los pollos de caserío o las energías renovables? ¿Por qué barnizar de natural artificios inútiles como la ecobola de hacer la colada, la acupuntura o las pulseras magnéticas? Porque natural, para la mayoría, es sinónimo de bueno.
Pues bien, hay cosas que sí son naturales. Como los parásitos. Nada bueno, créame. Durante la carrera cursé una asignatura, parasitología, centrada en el estudio de los parásitos humanos. Las sesiones de diapositivas eran aterradoras. Las toxinas también son naturales. Como lo natural es luchar por comer y no ser comido, muchísimos seres vivos fabrican estas sustancias con uno u otro propósito. Por eso es natural que cuando alguien se come la seta equivocada las pase canutas, o que si se acerca demasiado a una víbora, termine con una pierna doble que la otra. Las enfermedades terminan de una forma muy natural con millones de personas al año; laborioso sería hacer un listado con las decenas de miles que nos afectan.
Si le apasiona lo natural le comento: natural de verdad es como se vivía en el Paleolítico Inferior, mucho antes de la aparición de cosas tan artificiales como la agricultura, la ganadería o la escritura. Le propongo vivir de forma natural, y le advierto que me voy a pasar. Coma cuando pueda y sin remilgos, todo crudo: insectos, carroña, frutos, caracoles, quizá carne humana. No se aleje demasiado de su grupo; si se pierde, es muy difícil que sobreviva. De cualquier manera, no baje nunca la guardia ante la presencia de posibles depredadores. Mucho cuidado con quebrarse un hueso. Si es mujer, quédese embarazada apenas tras su primera regla, y trate de sobrevivir a un parto que termina en muchos casos con la muerte del bebé. Con suerte vivirá unos treinta y cinco o cuarenta años, casi siempre con parásitos intestinales y cutáneos, y los últimos de ellos con la dentadura en malas condiciones. Cuando llegue su hora puede que le entierren y evite ser almuerzo de buitres, aunque tendremos que hacer la vista gorda ante algo tan artificial como la inhumación. O mejor asumimos que lo natural es que el ser humano modifique e innove, algo a lo que paradójicamente llamamos “artificial”.