Edición 2010 - Número 3 (237) - 3 de abril de 2010
Jaime Rubio Hancock
(Artículo publicado originalmente en la bitácora La Decadencia del Ingenio)
Como no podía ser de otra forma y dado mi carácter débil e influenciable, yo también me he comprado una de estas pulseras holográficas con tecnología imantada y radiaciones ultravioleta gamma de baja densidad singular. Se trata de un trozo de goma al que han mirado fijamente diecisiete atletas de élite (alguno incluso de elite) enviando unas frecuencias electromagnéticas que le dan propiedades milagrosas: salto diecinueve centímetros más (tanto a lo alto como a lo largo), aguanto el equilibrio casi dos segundos antes de caer rodando escaleras abajo, puedo beber dos cervezas más, antes de que se me trabe la lengua, soy capaz de correr más rápido, con lo que me da mucha más rabia que se me escape el autobús (lo rozo con la yema de los dedos), y además soy mucho más flexible: me toco la punta de los pies con los dedos. Con los dedos del otro pie. Antes no podía.
Pero no todo son ventajas. Estas malditas pulseras facilitan proezas físicas como las ya mencionadas, pero tienen un defecto: traen mala suerte. Se trata del clásico efecto compensador, también llamado "¿tú qué te crees, que lo puedes tener todo? ¿Quién te piensas que eres? ¿Flavio Briatore?" En definitiva: hay pulseras que traen buena suerte, pero no proporcionan ninguna mejora física, mientras que éstas te convierten prácticamente en un atleta profesional, pero también en un gafe de mucho cuidado.
Nada más comprarla, por ejemplo, se me cayó la caja registradora de la tienda sobre el pie izquierdo. Si la hubiera llevado puesta (la pulsera, no la registradora), hubiera sido capaz de esquivarla, pero ah, el destino es así de cruel.
A partir de ese momento, las desgracias se han amontonado sobre mis hombros como cajas registradoras sobre mi pie izquierdo: chaquetas enganchadas y rasgadas en pomos de puertas, pinchazos en el coche, un desfalco accidental en el trabajo que me llevó dos meses a la cárcel hasta que pude aclararlo todo, perdí la cartera en tres ocasiones, una de ellas en casa (cosa que no impidió que alguien usara mi tarjeta de crédito), y suspendí dos veces un examen de Física de segundo de BUP al que tuve que presentarme porque alguien perdió mi expediente.
Pocos pueden relatar un conjunto de desgracias semejantes. Una de esas chaquetas era mi favorita. Bueno, lo había sido. Ya estaba vieja. Pero me seguía gustando mucho y me la ponía bastante a menudo. Total, que poca gente hay en el mundo tan desgraciada como yo.
Por suerte y gracias a Internet, he encontrado un foro de afectados por las pulseras holográficas, también llamadas hologáficas (jajajaja, enteritis…) en el que nos debatimos entre si es mejor vivir con las ventajas de poder rascarnos las orejas sin usar un palo o por el contrario vivir sin el riesgo permanente de que a uno se le caiga en el pie una caja registradora.
Lo de la caja registradora es curioso. Al parecer, le ha pasado a todo el mundo en esa tienda. Incluso a personas que no habían comprado la pulsera. Se sospechó la posibilidad de que fuera el propio cajero quien arrojara la caja registradora sobre sus clientes, pero su respuesta (¿yo? No, no… No sé de qué estáis hablando) nos resultó muy convincente al comité de investigación, por lo que dedujimos que la gente miraba las pulseras expuestas mientras pagaba y eso bastaba para que la caja registradora cayera sobre el pie izquierdo del desafortunado y ya gafado cliente. Además, hemos realizado varias observaciones desde el escaparate con unos prismáticos, y hemos podido comprobar que el cajero silba mientras la caja cae. Todo el mundo sabe que es imposible hacer dos cosas al mismo tiempo, así que si silba, no puede empujar.