Edición 2010 - Número 7 (241) - 12 de agosto de 2010
Arturo Bosque
(Artículo publicado originalmente en "Andalán" y cedido por cortesía del autor)
-¡Nada por aquí, nada por allá! Tomo una parte de la tintura madre que contiene, por ejemplo, Cantharidinum, la disuelvo entre cien partes de agua. La agito. Vuelvo a tomar una parte de esta disolución. La vuelvo a disolver entre otras cien partes de agua. Repito la operación veinte veces. ¡Ya tengo una disolución homeopática CH20! O mejor, la repito mil veces. A más disolución, mayor potenciación ¡Observen ustedes! ¡No hay ni una sola partícula del elemento activo inicial! ¡Agua pura, oiga, agua pura! Tome tres gotas antes de cada comida y estará como un cajico!
Esto me trae a la memoria que, cuando era niño, en la hermosa Plaza de España de Alcañiz aparecían de vez en cuando charlatanes que vendían “crece pelo” u otros productos milagro. Me quedaba extasiado por su verborrea y por cómo se llevaban al huerto al personal. Siguieron los calvos luciendo su ancha raya en medio y los milagros no aparecieron.
¿El Cantharidinum? Es (apriétense los machos) extracto de “mosca española”, Cantharis Vesicatoria. “Como la obtención de la sustancia irritante es muy complicada, se utiliza todo el insecto. Se deja secar y luego se le machaca hasta conseguir un polvo fino. Este polvo es la base para el remedio homeopático”, según se explica en la página homeopática Materia Médica Pura.
Para confeccionar la tintura origen, además de varias plantas, disimulados tras palabras latinas, se utilizan órganos de otros animales (abejas, cochinillas, sapos y serpientes) o sus secreciones o sus venenos. Tampoco faltan tóxicos tan poderosos como amoniaco, aluminio, plomo, arsénico, cromo, selenio, cinabrio, cobalto, acetona, sosa cáustica, nitratos… hasta uranio, que todo el mundo sabe, es radioactivo. Si en su frasco homeopático lee oophorinum tiene que saber que su tintura madre se creo a base de… ¡extracto de ovario! Sí, sí, esa gónada femenina ¿De dónde la sacarán? Me imagino varios métodos a cual más repugnante.
A alguien se le ocurrió aquello Similia similibus curantur, más o menos “lo que te enferma, te cura”, sin ningún contraste experimental. Se lanzó a aplicarlo. Pero, claro, si cualquiera de estos venenos se suministra con suficiente dosis podría matar un caballo. Al final el homeópata acabaría en la cárcel por criminal en serie. Hanneman, el inventor de la homeopatía, tuvo una brillante idea: hacer desaparecer cualquier rastro de veneno o producto tóxico. Diluyó, diluyó, diluyó y diluyo las veces necesarias hasta que desaparecieran los efectos tóxicos. Él no lo sabía pero hoy se sabe, por aquello del número de Avogadro, que a partir de cierta disolución la probabilidad de encontrar una sola partícula del elemento activo es cero patatero. Hablando en román paladino: lo que me tomo es agua pura o gránulos de simple lactosa. No hay ni resto de mosca, sapo, ovario, uranio o sosa cáustica. Nada de nada. ¡Menos mal!
¡Ah! El título del artículo no es mío. Es el de un libro que no hace mucho acaba de publicar una valiente editorial navarra, Laetoli, que, número tras número va sacando “Vaya timos” apuntando con el dedo a quien quiere aprovecharse de la buena voluntad de la gente.
Cuando Hanneman, allá por finales del siglo XVIII, inventó la magia de la Homeopatía, los médicos recetaban cataplasmas, lavativas, ayunos, ponían sanguijuelas para realizar sangrías… Total: o te acababas de morir o eras más fuerte que un roble y salías adelante a pesar de todo. No es de extrañar que no hacer nada (homeopatía) era mejor que aquellas terapias tan absurdas. Pero, hoy en día, tras el espectacular aumento del conocimiento humano sobre su cuerpo, sus enfermedades, el mecanismo que las produce y las herramientas para contrarrestarlas, acudir a la magia potagia para curarse es una superstición como otra cualquiera.
Para terminar con una sonrisa les invito a ver este vídeo y a tomar, al final, una cerveza homeopática. Podrán conducir. Se lo aseguro.