el escéptico (Junio 1998)
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Carballal, Manuel: Descubren en
Canarias los muros sumergidos
de la Atlántida. Karma.7 (Barce-
lona), Nº 286 (Diciembre 1997),
16-20.
En fin, que quizás habrá que
esperar a la serie para que la re-
ticente cámara de Carballal fun-
cione. Hasta entonces, sus va-
gas explicaciones y su exhibición
de conocimientos atlantes están
muy lejos de ese protagonismo
que, según él, la Atlántida me-
rece en nuestras facultades de
Historia.
Comentario aparte merece un
recuadro que complementa el
artículo, titulado ¿Dónde está la
Atlántida? y cuya autoría no
consta. A la vista del contenido,
más bien deberíamos decir que
no ha sido reivindicado; al fin y
al cabo, es un auténtico atenta-
do contra la gramática y la orto-
grafía. Y esta falta de reivindica-
ción es una lástima, porque el
autor merecería un puesto de
honor en los anales de la confu-
sión no sólo lingüística, sino
mitológica.
Tras mencionar a Platón, de-
mostrándonos que no lo ha leí-
do, el perpetrador del recuadro
repasa diversas teorías sobre la
ubicación de la Atlántida. Impu-
ta por ejemplo
−
tal vez in-
justamente
−
a Spiridon Marina-
tos y Agnelos Galonopoulos la
teoría de que la Atlántida fue
sepultada por una erupción del
Krakatoa. Si hasta ahora había-
mos visto cómo muchas teorías
magufas jugaban tranquilamen-
te con las fechas, haciendo re-
troceder a su capricho las épo-
cas de construcción de las pi-
rámides egipcias o los templos
mayas con el fin de que con-
cordasen con sus disparates,
debemos reconocer que es la pri-
mera vez que el salto se produce
al revés. Si el autor del recuadro
está en lo cierto, la Atlántida
habría recorrido un bonito peri-
plo en el espacio hasta situarse
en las antípodas de su supuesta
ubicación
−
Krakatoa se encuen-
tra en el Pacífico
−
y en el tiempo,
ya que la explosión de Krakatoa
se produjo en 1883.
La solución sea tal vez, como
apunta el autor, la que propone
el grupo español Hipergea, que
afinó en su localización hasta la
actual Thera. No sabemos cómo
logró afinar tanto, puesto que por
más que buscamos no logramos
encontrar ninguna actual Thera.
Santorin dejó de llamarse así
hace varios siglos. Claro que no
se puede estar en todo; bastante
tienen estos investigadores con
sus fantasías como para tener
que conocer, además, la dura
realidad.
En fin; el autor termina citán-
donos leyendas
−
no lo dice, pero
obviamente son leyendas de
moderna invención
−
que sitúan
la Atlántida en otros muchos lu-
gares, entre ellos la desapareci-
da Tartessos. Esto último sería
ya una especie de doble salto
mortal con tirabuzón: un su-
puesto continente perdido, men-
cionado tan sólo a título de pa-
rábola por un filósofo griego, y
que al parecer acabó sumergién-
dose en las aguas, pasa a ser en
realidad un floreciente imperio
de la Edad del Bronce cuyos res-
tos siguen apareciendo periódi-
camente y que ni siquiera se dio
un bañito. Así, despojada de sus
elementos, la leyenda de la
Atlántida podría identificarse con
cualquier cosa.
En fin; quizás el anónimo au-
tor del recuadro debiera recurrir
a Paco Lobatón para que le ayu-
de a localizar la mítica Atlántida.
Porque si tiene que confiar en los
resultados de su propia investi-
gación...
FERNANDO
L
.
FRÍAS
Ovnis fantasmas
en Canarias
Una de las más increíbles histo-
rietas que circulan en el mun-
dillo ovni nacional en los últimos
años tiene como protagonista a
un grupo de soldados de reem-
plazo y como escenario Gran Ca-
naria. Según cuentan diversos
periodistas especializados en te-
mas de misterio de publicacio-
nes sensacionalistas, una noche
de abril de 1991, un grupo de
soldados de la Base Aérea de
Gando fue despertado de su sue-
ño por unos oficiales para cum-
plir una misión. Los radares del
Escuadrón de Vigilancia Aérea
número 21 habían detectado
ecos no identificados al suroeste
de la isla. Se trataba de una ac-
ción rápida. Embarcaron en un
helicóptero Super-Puma del Ser-
vicio Aéreo de Rescate, y allá que
se fueron nuestros soldados a la
playa de Taurito o Diablito, cues-
tión que no queda clara en las
informaciones
−
escasas y frag-
mentarias
−
que los autores an-
tes citados han suministrado a
lo largo de estos años.
Habiendo llegado a la zona en
cuestión, los ocho soldados co-
menzaron a ver una serie de si-
luetas y sombras, mientras el he-
licóptero, que esperaba estático
en lo alto, era sobrevolado por
extrañas luces. Y, cuando los sol-
dados se encontraban muy cer-
ca de las sombras, se inició un
tiroteo contra las mismas, pero
las balas no parecían hacerles
efecto: era como si las traspasa-
ran. Las sombras desaparecían
y volvían a aparecer, siendo nue-
vamente cosidas a tiros. Cuan-
do se lanzaban bengalas lumi-
nosas, las sombras desapare-
cían. Llegaron a rodear una de
las sombras, pero no dispararon
por miedo a herirse entre ellos.
Un perro adiestrado se acobar-
do... Uno de los soldados asegu-
ra que todo aquello duró unos
45 minutos y, durante media
hora, estuvimos pegando tiros.
La historia finaliza trucando los
subfusiles Cetme para que no se
descubriera que habían sido dis-
parados y con la amenaza de los
oficiales a los reclutas de que
guardaran silencio en relación
con lo vivido (amenaza que no
sirvió de mucho): la peripecia se
repetiría dos semanas después.
En el curso de varias visitas
a la isla de Gran Canaria, mos-
tré las informaciones publicadas
a diversas autoridades militares
del Ejército del Aire. Como me
imaginaba, negaron los hechos,
pero no sólo eso. Dando por su-
puesta la realidad de los mismos,
la operación llevada a cabo no
tenía ni pies ni cabeza. Era irra-
cional y disparatada. Así no ha-
bría actuado el Ejército del Aire
en una operación similar. Entre
los militares consultados por el
autor de estas líneas, se encuen-
tra el coronel Pedro Arcas, jefe
de la Oficina de Relaciones Pú-
blicas del Mando Aéreo de Ca-
narias, quien, después de son-
reírse mientras leía las referen-
cias, espetaba: Esto es absur-
do. Reacción muy similar a la
del coronel Enrique Pina, jefe de
la Base Aérea de Gando, en
entrevista mantenida en marzo
de 1996. Posteriormente, se rea-
lizaron otras consultas, entre
ellas, al Escuadrón de Vigilan-
cia Aérea número 21, donde no
consta nada en este sentido.
También, al 802 Escuadrón del
Servicio Aéreo de Rescate, cuyo
comandante jefe, Angel Valcár-
cel, me comentó: Respecto al
testimonio relatado en su día por
el joven que cumplía el servicio
militar en la Base Aérea de
Gando, no procede ningún tipo
de comentario por la irracionali-
dad e inverosimilitud no del pro-
pio fenómeno en sí, que no se
entra a valorar, sino de la forma
y medios con que actuaron las
unidades indicadas.
Usemos la lógica. ¿Es acorde
al sentido común que unos sol-
dados de reemplazo se líen a ti-
ros en una playa de madrugada
contra unas sombras que que
aparecen y desaparecen, y ade-
más durante media hora? ¿Na-
die oyó los disparos? En una pla-
ya pública, fuera la de Tauro o
las pequeñas calas de Taurito y
Diablito, donde ya en 1991 ha-
bía campings durante todo el año
y donde abundan las embarca-
ciones deportivas; en fin, una
zona densamente poblada por
multitud de turistas
−
todo el sur
y suroeste grancanario
−
y don-
de, a la voz de ¡Abran fuego!,
nuestros aguerridos soldados de
reemplazo
−
recalco
−
vaciaron
sus cargadores en todas direc-
ciones, exponiéndose a que hu-
biera algún periodista
−
en este
caso, no ufológico
−
por las inme-
diaciones y a causar un enorme
problema al Ejército. ¿Es tan es-
túpido nuestro Ejército del Aire?
¿Tiene todo esto algún sentido?
¿Qué nos queda? Sombras, som-
bras, y más sombras...
RICARDO
CAMPO
PÉREZ
¿Cerebros
implantados?
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(Junio 1998) el escéptico
Si la realidad del fenómeno ovni
hubiese sido llevada ante un tri-
bunal de justicia, hace tiempo
que habría sido probada como
algo absolutamente cierto. Con
esta sensacional frase, que abre
su artículo titulado Implantes:
¿Una sutil arma alienígena?,
Salvador Freixedo nos deja bien
claras dos cosas: su condición
de fervoroso creyente en la ufo-
logía, y su absoluta ignorancia
de la práctica procesal.
1
Y si es-
tas dos impresiones, al basarse
en la lectura de una sola frase,
pueden parecer algo apresura-
das, a lo largo del artículo Freixe-
do se reafirma en lo primero
−
su
inquebrantable credulidad
−
y
amplía lo segundo
−
demostran-
do que su enciclopédica ignoran-
cia abarca la gran mayoría de las
parcelas del conocimiento hu-
mano
−
.
Freixedo parte de la base de
que los extraterrestres no se
conforman con hacer guarrerías
con las víctimas de sus abduc-
ciones, sino que, por si eso fue-
ra poco, se dedican a implantar-
les lo que el autor llama biochips,
que son partículas que en la
práctica van desde simples pie-
drecitas o trozos de metal hasta
acumulaciones de grasa o pelos
malformados. El origen real es
indiferente: de lo que se trata es
de hacerlos pasar por auténti-
cos implantes extraterrestres.
Claro; uno podría objetar, por
ejemplo, que no todas las su-
puestas víctimas de no menos
supuestas abducciones presen-
tan esos implantes. No hay pro-
blema.
El intrépido Freixedo acude a
Andrija Pujarich, que, desde su
autoridad de doble candidato al
premio Nobel por su condición
de genial inventor en el campo
de la electrónica, nos informa
de que existen implantes fuera
del espectro visual físico y sólo
pueden ser vistos por algunos
humanos especialmente sensiti-
vos. Esperemos, dicho sea de
paso, que sean más sensitivos
que el propio Pujarich, que se ha
dejado engañar sistemá-
ticamente por Uri Geller, el ciru-
jano psíquico Arigo y, en gene-
ral, cualquier charlatán media-
namente hábil que se le ha cru-
zado en el camino. El caso es
que, con esta afirmación, las evi-
dencias judiciales que postula-
ba el propio Freixedo pasan a
engrosar las filas de los fenóme-
nos celosos,
2
como las hadas y
los gnomos, los íncubos y súcu-
bos, o los pitufos y los hombreci-
llos verdes de la nevera.
3
Fenó-
menos del tipo existen, pero só-
lo los puedo ver yo.
Eso sí, la mención a Pujarich,
además de añadir un nuevo ele-
mento humorístico al artículo,
sirve para colocar la fotografía de
Salvador Freixedo, en una pose
digna de un profeta anunciando
el Apocalipsis. A su lado,
Pujarich partiéndose de risa.
Afortunadamente, no todos
los implantes son tan etéreos y
elusivos. Freixedo nos cuenta
también la asombrosa historia
de cómo David E. Pritchard, doc-
tor en Física por Harvard y pro-
fesor en el MIT, utilizó los recur-
sos de su laboratorio para inves-
tigar el implante que se había
extraído a un tal Price. Después
de mostrarnos las característi-
cas de la maquinaria empleada,
y de hacernos ver el enorme in-
terés que para las instituciones
científicas presentan estos tipos
de implantes, Freixedo conclu-
ye diciendo que, ¡ay!, en el caso
concreto de esta persona no se
pudo llegar a ninguna conclu-
sión acerca del implante. ¡Cra-
so error! En realidad, no se pudo
llegar a ninguna conclusión que
respalde las majaderías de
Freixedo; en realidad, dicho im-
plante
−
ubicado en el pene del
tal Price
−
resultó ser una acu-
mulación de pelo, cristales de
orina y esperma seco. Claro que
decir esto quedaría muy feo en
un artículo de estas caracterís-
ticas
−
no por lo del pene, obvia-
mente
−
. Por cierto que es una
lástima que Freixedo no sepa
inglés; en caso contrario, se ha-
bría dado cuenta de que repro-
duce un informe médico relati-
vo a un implante que resulta ser
un coágulo formado por células
epidérmicas degeneradas y pro-
ducido por una lesión.
Cualquiera podría pensar que
con la sarta de disparates hasta
ahora expuestos
−
y los que el
lector puede imaginarse
−
el de-
lirio de Freixedo había llegado a
su culminación. Pues no es así.
A continuación, el investigador
se lanza a una desquiciante es-
peculación acerca de la finalidad
Es una lástima que
Freixedo no sepa inglés;
en caso contrario, se
habría dado cuenta de
que reproduce un
informe médico relativo
a un implante que resul-
ta ser un coágulo forma-
do por células epidérmi-
cas degeneradas