S
e ha celebrado recientemente el cin-
cuentenario de su declaración. ¿Ce-
lebrar? A pesar de un poco compren-
sible entusiasmo y autobombo por parte de
los poderes públicos, realmente poco espa-
cio hay para celebraciones cuando la relec-
tura de cada uno de los artículos que com-
ponen la Declaración Universal de los De-
rechos Humanos se viste con los inconta-
bles incumplimientos de los mismos en
todos los países que uno puede imaginar. A
pesar de que es bastante humano eso de
ver pajas en ojos ajenos y no vigas en los
propios, y que también es demasiado hu-
mana la tentación de creerse uno
−
una ins-
titución, un poder
−
lo mejor de los mundos
posibles; a pesar de estas veleidades, se
mire cómo se mire, lo cierto es que los
humanos no logramos que se respeten
nuestros derechos. Uno intenta consolarse
pensando que el paso que se dio en 1948
abrió el camino para el establecimiento de
una ética global.
Cabe rescatarse de la memoria las du-
ras oposiciones que tuvo la declaración en
su momento, como la que elevó la Aso-
ciación Norteamericana de Antropólogos,
defendiendo el relativismo cultural y ad-
virtiendo que las libertades que se procla-
maban podían ser realmente una proyec-
ción de lo que la cultura dominante, la
occidental, deseaba, pero no lo más ade-
cuado a una escala
global. He oído críticas
similares a menudo,
por ejemplo, cuando
organizaciones defen-
soras de los derechos
humanos intentan
concienciar a la gente
de que la ablación del
clítoris es una práctica
absurda que condena
a las mujeres, por el hecho de serlo, a la
pérdida del placer sexual, algo así como la
última sumisión en países donde carecen
de todo tipo de derechos. O cuando se cri-
tica el trato a las mujeres en países del fun-
damentalismo musulmán, o en las zonas
de la India donde pueden ser impunemen-
te asesinadas, repudiadas o quemadas si
se quedan viudas. Se suele decir que estas
prácticas son parte de la cultura de estos
países, y que, por lo tanto, un juicio desde
fuera es inadecuado. Sucede lo mismo
cuando la Iglesia Católica arremete contra
cualquier intento de favorecer el control de
natalidad en los países sobrepoblados.
(Releo el párrafo anterior y constato que
he mencionado temas relacionados con las mujeres...
constatación de que si los derechos del hombre son papel
mojado, en el caso de las mujeres, en fin, son algo casi
macabro. Pero podríamos añadir otros ejemplos en los
que la discriminación no es solamente de género, sino
étnica, o de casta o clase... Evito una enumeración dolo-
rosa.)
Recientemente, los dirigentes chinos, aprovechando
una visita del presidente norteamericano Bill Clinton,
comentaban que los valores de la cultura de su país les
obligan a entender los derechos humanos de manera dife-
rente, porque allí la colectividad es superior al individuo:
la familia, el pueblo, puede (debe) limitar los derechos
individuales. Aunque en otro ámbito, algo sobre este tema
hemos podido leer recientemente en algún artículo de
Fernando Savater, donde el filósofo llegaba a la conclu-
sión extrema de que los derechos son individuales, y que
los derechos colectivos se han erigido siempre para limi-
tar los anteriores. Sin entrar en el debate de si esto es así,
lo cierto es que invocar la idiosincrasia cultural para jus-
tificar los atropellos a los derechos es una de las carac-
terísticas más abyectas de ese pensamiento posmoderno
del que se habla largo y tendido en este número de EL
ESCÉPTICO. Una vez más, la irracionalidad campa a sus
anchas por aquí: el sempiterno todo vale, traducido en
¿quién es quién para juzgar lo que es ético?, se usa como
arma.
Pero es arma de doble filo, porque llevada a las conse-
cuencias últimas, la falacia relativista impide de hecho el
establecimiento de cualquier escala de valores. Y, claro,
esto es aprovechado fácilmente por quien tiene el poder, o
sea, el poder económico, que es el único que en ese guiri-
gai puede realmente
erigirse con la sartén
por el mango. Démo-
nos cuenta de que,
epistemológicamente,
el relativismo es in-
congruente: al afirmar
que ningún sistema
del mundo puede ser
considerado superior
o más perfecto o ético
o justo, ni siquiera la visión relativista puede hacerse
valer; pues si esto fuera así, ella misma conculcaría su
postulado base. De la misma manera que la duda abso-
luta conduce en último término al subjetivismo, la visión
del mundo del posmodernismo impide casi cualquier jui-
cio cierto.
Frente a ello, una apuesta por la razón crítica, por el
escepticismo científico, es una herramienta que, debemos
defender, es posiblemente la única compatible con los
derechos fundamentales de las personas. No sé si real-
mente el conocimiento nos hará libres del todo, pero, al
menos, quitarnos anteojeras nos facilitaría estar atentos
a los numerosos ataques que contra las libertades se
suceden desde demasiados ángulos de la realidad. Y las
pseudociencias son, sin duda, unas de las más activas
francotiradoras.
cuaderno de bitácora
el escéptico (Invierno 1998-99)
19
¿Derechos? ¿Humanos?
JAVIER E
.
ARMENTIA
La irracionalidad campa a sus anchas
por aquí: el sempiterno ‘todo vale’,
traducido en ‘¿quién es quién para
juzgar lo que es ético?’,
se usa como arma