el escéptico
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Q
uizá te haya dado la impre-
sión, o se pueda deducir de
todo lo que te he contado,
que la investigación escéptica del
mito de los ovnis es innecesaria, o
que más vale no tener contacto algu-
no con quienes manipulan y aprove-
chan la credulidad de las gentes para
difundir productos de calidad defi-
ciente, diseñados para quien está
dispuesto de antemano a aceptar
cualquier absurdo.
Pues no, esa impresión no es del
todo acertada. Por supuesto, ésta es
sólo mi opinión: si consideras que
merece la pena dedicar el tiempo a
otra cosa más útil, estimulante,
amena, o científicamente provecho-
sa para nuestra sociedad, a la vista
de las informaciones vistas hasta
aquí, estás en tu derecho. Por mi
parte, no voy a tratar de convencer-
te de que esta maraña de especula-
dores estúpidos, alucinados y char-
latanes desvergonzados —que se
hacen pasar por investigadores de
vanguardia— oculta algún fenóme-
no cuya existencia sea clave para el
desarrollo de la humanidad o para la
mejor comprensión de la naturaleza.
Éste no es, desde luego, el principal
enigma de la ciencia, puesto que, si
así fuera, sería en la actualidad la
prioridad máxima de los científicos,
y tal cosa dista mucho de ser cierta,
como puedes comprobar hojeando
las principales publicaciones cientí-
ficas y divulgativas del planeta. Por
tanto, ¿qué nos queda?
Nos queda un puñado de enseñanzas
interesantes sobre nuestra capacidad
para idear rumores y difundirlos
hasta que cobran vida propia, suje-
tos a partir de entonces a una espe-
cie de lucha por la existencia en el
reino de las modas culturales. En
este sentido, el mito de los ovnis se
ha convertido en una especie exito-
sa: ¡más de 60 años resistiendo la
crítica y la completa ausencia de
pruebas! Una gran colección de
anécdotas y relatos, de testigos
conocidos, desconocidos o inexis-
tentes, deriva en un alucinante
muestrario de interpretaciones erró-
neas convertidas en documentos
pseudoprobatorios: trivialidades
elevadas al rango de enigmas por
obra y gracia del sector misterioso
de la industria cultural, de escritores
que huyen de la crítica y el análisis
racional como el agua del aceite, y
que, además, se han preocupado por
construir una retórica para justificar
su labor y hacerse las víctimas.
Ni los extraterrestres ni sus interme-
diarios, los contactados, han aporta-
do conocimiento alguno distinto de
lo ya sabido por la ciencia contem-
poránea. Al contrario, muchas de
sus especulaciones se han revelado
falsas y disparatadas, como las de
Adamski sobre ruinas de ciudades
en la cara oculta de la Luna, gracias
a la exploración espacial. Sólo que-
dan obviedades y advertencias
morales, algunas de ellas extrema-
damente puritanas y ridículas.
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¡VAYA TIMO!
Ricardo Campo
Reproducción, con todos los permisos,
del capítulo quinto de Los ovnis... ¡Vaya
Timo!, de Ricardo Campo, publicado en
la colección "¡Vaya timo!", de Editorial
Laetoli, 2006 (10 euros).
El autor de este libro afirma, dirigiéndose a un
amigo, que quien sostenga que ha visto extrate-
rrestres, ha hablado con ellos o tiene confirma-
ción de su existencia por medios desconocidos,
y se permita ilustrarnos sobre sus rasgos físicos
y su temperamento, como si de perros o gatos
se tratara, es un desvergonzado, un alucinado
con afán propagandista o un engañabobos
acostumbrado a aprovecharse de los necios.
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Los ovnis ¡VAYA TIMO!
Los ovnis, aun sin la fuerza de anta-
ño, son un ingrediente más de la cul-
tura popular. Se han vuelto algo nor-
mal. Por ejemplo, no hay entrevista
periodística a un astrónomo que no
haga referencia en algún momento a
la posibilidad de vida extraterrestre
y en la que, a continuación, no apa-
rezcan los ovnis, porque éstos y
aquélla están conectados en la men-
talidad popular como si fueran lo
mismo. ¿Quién puede negar la pro-
babilidad de existencia de vida en
otros planetas que posean el medio
ambiente adecuado? Hoy en día,
nadie que esté informado científica-
mente lo hará. Sin embargo, hay un
enorme trecho desde la mera posibi-
lidad de vida a la presencia de alie-
nígenas inteligentes en la Tierra.
Esto no parece importarle mucho a
la mayor parte de los periodistas, y
el científico entrevistado puede sen-
tirse relajado en ese momento y
dejar volar su imaginación. Los
fabricantes de enigmas aprovecha-
rán esas declaraciones para dar por
buenas ante los creyentes sus absur-
das especulaciones. La mente poco
educada funciona así, presta a dar
por bueno lo que nos agrada o con-
firma nuestras creencias previas —
que viven calentitas y seguras en
nuestra cabeza, al margen de cual-
quier intento aclaratorio por parte de
los “negadores profesionales”.
Nuestra percepción de las cosas está
siendo modelada de continuo, como
si fuera plastilina, por los fenóme-
nos del exterior: lo que vemos, escu-
chamos y leemos. La literatura de
ciencia-ficción y las películas de
extraterrestres han servido de propa-
gadores de esa gran familia cósmica
que al parecer nos visita. Los pro-
pios relatos de quienes aseguran
haber tenido visiones maravillosas
en los cielos o haber sido raptados
(o abducidos) por seres de grandes
cabezas, ojos almendrados y peque-
ños cuerpecillos —aunque hay casi
tantas constituciones corporales
como testigos— han cumplido tam-
bién un papel importante en la per-
vivencia de la leyenda, gracias al
enorme poder de difusión de los
medios.
En el escenario ufológico nos
encontramos con múltiples teorías
contradictorias, todas ellas con pre-
tensión de verdad. Para unos, son
naves de origen extraterrestre o
fenómenos inexplicables (no sé
qué significa esto, ya que definir
algo negativamente —algo que es
todo aquello que no es X, Y, Z...—
equivale, como dijo un conocido
humorista, a intentar inventar la
radio en colores dando brochazos
al aire). Para otros, proceden del
interior de la Tierra. Los de inspi-
ración más ocultista aseguran que
vienen de otros “planos” de la rea-
lidad. Y para los contactados, son
representantes del gran Consejo
de Ancianos estelar.
Al margen de esta barahúnda de
alocados crédulos encontramos a
un colectivo de estudiosos que
pretende entender racionalmente
esta creencia, buscar explicacio-
nes sencillas, naturalistas y racio-
nales y realizar interpretaciones
sensatas, lejos de la estafa siste-
mática en que consisten los miste-
rios dispensados por los grandes
medios de comunicación.
En definitiva, Arturo, ahora conta-
mos con las mismas pruebas de la
existencia de platillos volantes que
hace casi 60 años: ninguna. Afirma-
ciones extraordinarias, novedades
impactantes, libros sensacionales
que prometen el no va más de los
secretos: repetición, año tras año, de
las mismas mentiras refutadas tiem-
po atrás. Todo esto forma parte del
mito de los ovnis. ¿Hay algo real
detrás de esta miseria intelectual?
No somos nosotros quienes esta-
mos en la obligación de aportar
pruebas —salvo en los sucesos
que, afortunadamente, consiga-
mos explicar, como es lógico—:
quienes hacen esas afirmaciones
alejadas de lo habitual son quie-
nes deben aportarlas. Lo contrario
es dar gato por liebre.
A cambio, en lugar de pruebas tene-
mos palabrería: sí pero no, tal vez,
no se puede descartar, es necesaria
una “mente abierta” y sentir la
“magia”... Pamplinas, Arturo: todo
menos pruebas. ¿No despierta la
suspicacia de cualquiera el que, ante
supuestos hechos, no se nos ofrezca
más que retórica vacía de estilo
publicitario y escenarios incompro-
bables o inaccesibles?
Extrañas energías que no pueden
medirse; seres como el yeti, el big
foot o el monstruo del lago Ness que
no dejan una sola pista de su exis-
tencia, ni siquiera un resto de excre-
mento gracias al que poder averi-
guar su dieta; platillos estrellados de
los que no se conoce un solo frag-
mento que analizar en laboratorios
independientes; fenómenos “para-
normales” que producen vergüenza
ajena; interpretaciones absurdas —e
innecesarias— que no pueden ser
puestas a prueba, como la presencia
de seres extraterrestres en la Anti-
güedad... Todo son excepciones y
salvedades para poner a buen recau-
do la creencia en determinada mara-
villa para parvularios. Ovnilandia y
Paranormalandia son provincias
contiguas del país del más allá del
sentido común.
El mito de los ovnis se
ha convertido en una
especie exitosa: ¡más
de 60 años resistiendo
la crítica y la completa
ausencia de pruebas!
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Los críticos escépticos repetimos
incansablemente la palabra prueba.
Pruebas, pruebas, ¡queremos prue-
bas de esas afirmaciones! “¡Hágalo
o cállese, señor Geller!”, le dijo en
cierta ocasión el mago y escéptico
James Randi a un famoso doblador
televisivo de cucharas, incapaz de
repetir sus hazañas ante la mirada de
un crítico experto conocedor de los
trucos básicos de la magia y el ilu-
sionismo. La capacidad de fuga de
la mayoría de los platillistas y otras
especies asilvestradas es tal que, en
ocasiones, parece inútil pedir
demostraciones. Pero no, no es una
petición inútil ni injustificada: quien
hace una afirmación inverosímil,
Arturo, debe saber que está en la
obligación de presentar las pruebas
correspondientes, o de indicar sin
rodeos ni salvedades cómo otras
personas pueden llegar a ellas. Pero,
como imaginarás, las pruebas no
llegan... Volvemos a encontrar a los
charlatanes de lo oculto haciéndose
los locos una y otra vez, cuando no
pillándose los dedos en la misma
puerta por enésima ocasión, confia-
dos en que nadie va a rebuscar en lo
dicho o escrito...
Quizás estoy pidiendo peras al
olmo. Ese mundo de rumores, sos-
pechas y conspiraciones actúa a
modo de muralla para los menos
exigentes a la hora de practicar el
pensamiento racional, y carece de
sentido exigir racionalidad puesto
que ésta puede hacer desaparecer el
ansiado misterio. ¿Qué les quedaría
entonces? Muchísimas personas que
han abrazado el “pensamiento mági-
co” no necesitan pedir pruebas: ya
han aceptado de antemano la
supuesta realidad de un fenómeno.
En este terreno abonado para ocul-
tistas, sectarios y sinvergüenzas, las
fallas de la educación obligatoria
son explotadas por tales personajes
empleando unos pocos recursos dis-
cursivos, aunque el trabajo de tra-
garse la píldora lo realiza por entero
el propio creyente.
De esta forma han transcurrido casi
seis décadas desde el inicio de la
“era de los platillos volantes”: un
cajón de sastre en el que es imposi-
ble encontrar algo de orden y confir-
mar los relatos de los testigos en los
episodios más llamativos. Tal cir-
cunstancia es muy sospechosa:
cuantos más testigos haya habido de
un fenómeno de apariencia extraña,
más fácil será hallar la causa que lo
produjo. En cambio, aquellos suce-
sos que sólo cuentan con uno o dos
testigos son los que pasan por ser
los casos estrella, los irresolubles.
Ésta es una falsa impresión: ya
vimos más arriba, al tratar de las
principales causas de confusión, que
también en los testimonios explica-
dos algunos testigos ofrecen versio-
nes inverosímiles, totalmente aleja-
das de lo realmente ocurrido? ¿Qué
garantía tenemos de que en estas
ocasiones un testigo en solitario no
haya tergiversado involuntariamen-
te su observación en el momento de
recordarla y ponerla en palabras? El
mundo cerrado en sí de la ufología
es, con frecuencia, irritante, precisa-
mente por ese espíritu de capillita de
quienes satisfacen su curiosidad con
el primer cuento chino que llega a
sus oídos, y la complacencia igno-
rante subsiguiente en conservar la
mitología del misterio, de lo no
explicado, del algo habrá, elementos
básicos de la creencia. El seguidor
medio de estas paparruchas parece
incapaz de airear su cabeza y poner
a prueba los mandamientos no escri-
tos del buen amante de lo paranor-
mal: sentir el placer de que el miste-
rio deje de serlo, de que lo no expli-
cado sea resuelto, de ver si realmen-
te hay algo meritorio científicamen-
te en la botica ufológica. Se conten-
tan con alimentarse unos a otros
mediante programas de radio y
revistillas en los que lo fundamental
no se cuestiona jamás, como una
religión intocable.
A pesar de todo ello, la ufología ha
cambiado. Ahora es una paranoia
más entre otras, con la historia alter-
nativa y los planetas encantados a la
cabeza, entre otras falsificaciones.
Pero la estructura emotiva y social
se reproduce, como pasa con la
parapsicología: se trata de gente
joven que piensa que aquí se está
jugando algo importante para la
humanidad, un secreto procedente
de los cielos, unos poderes y mani-
festaciones ignorados, o un pasado
desconocido que no es como nos lo
habían contado.
Quiero, por último, Arturo, transmi-
tirte que es divertido hacer pregun-
tas, tratar de explicar lo que se nos
presenta como un enigma o hecho
en apariencia inexplicable. Lo estú-
pido es conformarse con lo primero
que uno oye, con la teoría del primer
vividor que tenemos la mala suerte
de encontrarnos en el curso de nues-
tra búsqueda de respuestas. Quiero
transmitirte que el afán por lo miste-
rioso en sí es una senda equivocada
en la que nos engañamos o nos
engañan, un terreno improductivo
en el que muchos se acaban estan-
cando, y que lo auténticamente inte-
ligente es hacer todo lo posible para
que los misterios dejen de serlo, que
lo no explicado está ahí para que
apliquemos nuestro entendimiento
—o el de quien nos pueda echar una
mano— y el enigma se desvanezca.
Y para que nos demos esa funda-
mental satisfacción que sentimos los
seres humanos cuando, a pesar de
los desvergonzados que visten la
realidad con gasas y terciopelos
absurdos, somos capaces de demos-
trar la auténtica naturaleza y las cau-
sas de un fenómeno o creencia que
parece un desafío a nuestro libre jui-
cio.
Llámalo como quieras: escepticis-
mo, pensamiento crítico, raciona-
lidad... Me acuerdo de cuando,
hace años, desmontabas los jugue-
tes para ver cómo eran por dentro:
se trata de seguir haciéndolo
durante toda la vida.
Los ovnis ¡VAYA TIMO!