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el escéptico
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Artículo
MISTICISMO CUÁNTICO
Rafael Andrés Alemañ Berenguer
Agrupación Astronómica de Alicante
L
a revolución conceptual que supuso la teoría
de la relatividad caló hondo y con una rapidez
inusitada entre amplios sectores del público no
especializado. Tan curioso efecto se debió en gran parte
a la subyugante personalidad de su autor, a su magnífi ca
habilidad para exponer de forma atractiva los postulados
de la teoría, y a otras circunstancias sociales e históricas
que allanaron su camino. Esto no quiere decir que un
individuo corriente de la época, ni aún actualmente,
tuviese plena conciencia de las implicaciones científi cas y
fi losófi cas de la relatividad, pero sí que existía una difusa
sensación de que la obra de Einstein había cambiado
radicalmente nuestra antigua concepción del universo.
Sin embargo, no ocurrió lo mismo con el nacimiento
de la Teoría Cuántica, la cual pasó desapercibida para
el gran público haciéndose acreedora del califi cativo
de «revolución silenciosa». Los resultados de la física
cuántica son por lo menos tan estremecedores como los
de la relativista, aunque las tremendas complejidades
formales de la teoría unida a la disparidad de
interpretaciones acerca de la misma, han contribuido
a mantenerla en la penumbra del escenario cultural a
lo largo de casi todo el siglo XX. La confi rmación de
algunas de sus consecuencias más controvertidas y el
aluvión subsiguiente de opiniones sobre su correcta
interpretación, han propiciado que en el último cuarto
de siglo pasado la divulgación de la física cuántica
viniese mezclada indebidamente con dudosas hipótesis
parapsicológicas y una mística orientalista de nuevo
cuño.
El exceso de misticismo que ha impregnado la inmensa
mayoría de las vulgarizaciones de la física cuántica,
deriva en buena parte de haberse extraviado los fi lósofos
por carencia de conocimientos físicos, mientras que los
físicos se han visto descarriados por una mala fi losofía.
Toda la extrañeza del mundo cuántico y su implicaciones
esotéricas giran en torno a la aparente capacidad del
observador para infl uir sobre la realidad exterior y al
hecho de que esa infl uencia sea independiente de la
distancia. En efecto, si las partículas elementales se
encuentran en una situación indefi nida entre varios
estados posibles hasta que una medición las saca de
ella, diríase que el observador, a través de su acto de
medida, infl uye decisivamente sobre la realidad externa.
Parecería, pues, que no existe una realidad objetiva al
margen de nuestras mediciones y que esta eventualidad
abre la puerta a un universo de asombrosas paradojas en
el que los fenómenos parapsicológicos serían moneda
corriente, e incluso una mera banalidad.
Frente a las intrincadas cuestiones suscitadas por el
problema de la medición cuántica han fl orecido distintas
escuelas de pensamiento, cada una de ellas con su propia
respuesta particular. Se adscriben al idealismo los que
creen que el observador humano, en virtud de una
facultad trascendente (conciencia, espíritu), determina
la posibilidad que se materializará en la medición.
Los realistas, o materialistas, sostienen que la realidad
existe independientemente de que la observemos o no.
La «interpretación de Copenhague» aspira a situarse
en una postura intermedia, según la cual lo único
verdaderamente relevante es lo que podemos conocer
por medio de nuestras medidas. Estas son, en síntesis, las
líneas de pensamiento que con mayor o menor acierto
han intentado dotar de signifi cado a las ecuaciones de
la teoría cuántica, y en ellas, por tanto, se apoyan los
parapsicólogos y esoteristas dispuestos a esgrimir los
descubrimientos de la nueva física en defensa de sus
respectivos credos.
A pesar de todo, es lícito plantearse si los autores que
tan alegremente la manejan entienden cabalmente los
entresijos de una construcción teórica tan profunda y
Sello postal dedicado al físico alemán Heisenberg, uno de los
padres de la mecánica cuántica. (Archivo)
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compleja como es la física cuántica. Tal vez porque la
respuesta es negativa, el mérito de haberse anticipado a
ella ha sido recabado para Platón, Buda, Lao-Tse, Hegel,
el obispo Berkley y el conde de Saint-Germain, sin que
los auténticos expertos encuentren razón alguna que
avale semejantes pretensiones. Esto no ha impedido que
un reducido número de científi cos —algunos de ellos
de cierto renombre— hayan decidido internarse por
la engañosa senda de lo paranormal confi ando en que
la nueva física aportará luz sufi ciente para desenredar
cualquier confusión. Uno de ellos es el físico francés
Olivier Costa de Beauregard, para quien la combinación
de mecánica cuántica y relatividad constituirá la panacea
universal capaz de aportar explicación a la totalidad de los
fenómenos parapsicológicos. El propio Costa participó
en un debate sobre los resultados de los experimentos de
Aspect, proponiendo la existencia de partículas facultadas
para remontar el tiempo y establecer las correlaciones
observadas en dichas experiencias (huelga reseñar la
gélida acogida que recibió esta hipótesis).
Al británico Brian Josephson (premio Nobel de física en
1973 a los 33 años) le parece ésta una tesis demasiado
moderada, y no vacila en proclamar su creencia en el
«cuerpo astral» del ocultismo tradicional, envoltorio
etérico que duplicaría nuestro cuerpo carnal fuera del
espacio y del tiempo siendo así responsable de los
presuntos fenómenos extrasensoriales. Añadamos a esta
lista los nombres de Jack Sarfatti, Russel Targ y Harold
Puthoff, quienes se han distinguido públicamente por
una defensa escasamente fundada de diversos poderes
mentales.
Junto a la reivindicación de lo parapsicológico, asistimos
al rebrote de una visión del mundo muy anterior a la
misma parapsicología, y que en gran parte subyace en
ella así como en la generalidad de la tradición ocultista.
Se trata de un nuevo brote del misticismo esotérico que
busca cobijarse al calor de los más recientes hallazgos
de la física teórica. Con la diferencia de que ahora no
se duda en proclamar abiertamente desde algunos foros
que el esoterismo y la mística han sido refrendados por
los últimos avances de la ciencia. Esta moderna clase
de místicos no se priva de presentar cada triunfo de la
mecánica cuántica como un nuevo éxito a anotar en la
cuenta de sus propias creencias, asegurándose así un
saldo permanentemente favorable. Muchos de los que
repudiaban el «frío racionalismo de la ciencia moderna»
solicitan sin rubor ahora que los postulados del misticismo
sean aceptados sobre la base de los resultados de esa
misma ciencia a la que antes denostaban.
Portada del libro de Olivier Costa de Beauregard «La física
moderna y los poderes del espíritu» en donde hace una
fi rme defensa del «tú puedes» afi rmando que la física
cuántica puede ser controlable por la mente y que ésta podría
permitir seleccionar aquellos sucesos más favorables o
extraordinarios. (Archivo)
A la izquierdam Brian Josephson, premio Nobel de física en
1973 y director del Proyecto de Unifi cación Mente/Materia
es un entusiasta y fi rme defensor de la parapsicología y el
misticismo. (Archivo)
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Los nuevos místicos
Han sido bastantes los autores —científi cos en su
mayoría— que han desarrollado en sus escritos la idea
de que la física moderna presta un apoyo sustancial al
milenario misticismo de oriente: Fritjof Capra, Gary
Zuvak, Arthur Koestler, Michael Talbot, etc. El más
célebre de ellos, Fritjof Capra, es un experto de la
Universidad de California en teoría cuántico-relativista
de campos, y en todo lo concerniente a su especialidad no
cabe presentar ninguna objeción. Ahora bien, en cuanto
deja de hablar como físico y se adentra en la metafísica,
sus opiniones se convierten de inmediato en objeto de
controversia al igual que cualquier otra aserción de esa
clase. Valga como ejemplo que en su más conocida
obra, El Tao de la Física, el profesor Capra aboga por
una síntesis entre la comprensión intuitiva típicamente
mística de las fi losofías orientales y el saber físico actual
como óptima vía de acceso a la comprensión profunda
de la realidad. Un empeño ambicioso en el que otros
fracasaron con anterioridad y en el que Capra no parece
haber corrido mejor suerte.
El principal escollo radica en la incompatibilidad
manifi esta que se da entre la intuición mística, por completo
divorciada de la razón y la lógica, y el conocimiento
científi co, fi rmemente enraizado en una racionalidad
progresivamente refi nada por la experiencia. Estas dos
visiones de la realidad resultan tan opuestas en la práctica
que cualquier punto de contacto no puede dar lugar más
que a confl ictos. Como Capra elude discretamente tales
confl ictos, la obra se limita a colocar alternativamente la
física sobre las fi losofías orientales (taoísmo, budismo
e hinduismo) y viceversa, de modo que el lector acaba
albergando la sensación de que el autor trata de utilizar
cada una de estas disciplinas como señuelo para atraer la
atención sobre la otra. Finalmente, la impresión general
que cabe extraer del libro es que Capra se sirve de la
teoría cuántica para afi anzar los enigmas y elipsis de
una religión que soporta a su vez las vaguedades de la
teoría, en un círculo vicioso del que es imposible escapar
para deleite de cuantos aman el misterio que nace de la
ambigüedad perpetua.
Nada diferente ensayó el escritor Gary Zuvak, cuyo
estilo ágil y directo demuestra una notable facilidad
para abordar los puntos de vista más esotéricos sobre
la naturaleza, sostenidos por una reducida pero ruidosa
minoría de físicos. Dando por sentado que la observación
altera imprevisiblemente el estado de un sistema cuántico,
Zuvak pasa a deducir que el fundamento de la física
moderna es, en cierto sentido, el estudio de la conciencia,
debido a lo cual sugiere que el programa de la carrera
de física del siglo XXI incluirá clases de meditación
trascendental (de momento, espese a Bolonia, no ha sido
así).
Una consecuencia inmediata de la efervescencia que
la nueva física ha provocado en la ideología de la
contracultura y la «Nueva Era», ha sido la aparición
de infi nidad de actividades etiquetadas con el término
cuántico («conciencia cuántica», «psicología cuántica»,
«medicina cuántica», etc.) en la esperanza de rodearse
con un engañoso aire de extrema modernidad. Ya todo es
cuántico y las especulaciones más descabelladas parecen
adquirir carta de respetabilidad sin más que añadirles
este apellido.
Por desgracia, todas esta nuevas disciplinas no suelen
mostrar sino un andamiaje colorista de metáforas y
analogías. El físico y fi lósofo del MIT Danah Zohar
no tiene el menor escrúpulo en comparar los bosones
y los fermiones con individuos sociables e insociables,
de responsabilizar a los bosones de la unicidad de la
conciencia y otras disquisiciones del mismo jaez. Nada
importa que Zohar emplée un efectista lenguaje poético
sin relación alguna con el rigor imparcial de la ciencia.
El apetito de modas exóticas que impera en un nutrido
sector de la población nos deparará en un futuro probable
cosas como «la jardinería cuántica», «el deporte cuántico»
o «las vacaciones cuánticas» (aunque si esto último
supone la posibilidad de disfrutar de la estancia en varios
lugares por el mismo precio, la idea resulta terriblemente
atractiva).
Portada del libro «El Tao de la física» de Fritjof Capra, que
a pesar de ser un reputado científi co de la Universidad de
California, intenta integrar la física moderna con el misticismo
más arcaico. (Archivo)
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Esoterismo cuántico
El pilar básico sobre el que se asientan los pretendidos
vínculos entre la física de vanguardia y el esoterismo
o la parapsicología, son las conclusiones obtenidas
en el experimento de Aspect. Un amplio grupo de
comentaristas, no siempre expertos, ha interpretado sus
resultados según tres vías alternativas:
1. El efecto de las observaciones podría remontar
el curso de los acontecimientos hasta el pasado,
suministrando con ello una base a las profecías y
augurios de los videntes.
2. La conciencia humana infl uye decisivamente
en la existencia del mundo real, justifi cando así
los fenómenos psicocinéticos y demás acciones
mente-materia.
3. Se puede verifi car una transferencia de información
instantánea e independiente de la distancia, lo cual
supondría un fi rme cimiento para los fenómenos
telepáticos, todo ello siempre en opinión de este
grupo de autores.
Los puntos 1 y 3 son en realidad equivalentes aun cuando
la falta de dominio de la física relativista que muestran
la mayoría de los parapsicólogos les haya impedido
percatarse de ello. Si la telepatía se entiende como una
suerte de transmisión instantánea de información a
distancia, entonces implica necesariamente efectos que
retroceden en el tiempo; y a la inversa, el viaje en el
tiempo de objetos e informaciones entraña velocidades
superiores a la de la luz (FTL). Esta conjunción
inseparable de telepatía y precognición raramente se
pone de relieve, y constituye por sí misma otro elemento
de confl icto entre la física y la parapsicología. Un error
capital de quienes aseveran que la mecánica cuántica
proporciona una garantía de la percepción extrasensorial,
radica en la suposición de que la «no-localidad» o «no-
separabilidad» —experimentalmente confi rmada—
involucra algún tipo de infl uencia causal que viaja entre
las partículas. Sin embargo, las correlaciones cuánticas
no pueden servir de sistema de comunicación puesto que
es imposible controlar los resultados de las medidas e
impracticable, por tanto, establecer código alguno de
señales.
En contreto sugerencia propuesta por Costa de
Beauregard y suscrita por Capra de que las partículas se
vincularían mediante señales enviadas hacia atrás en el
tiempo, aparenta asentarse sobre unas representaciones
esquemáticas de las reacciones entre partículas debidas
al físico R.P.Feynman. Estos gráfi cos, conocidos como
diagramas de Feynman, se construyen sumando una serie
de gráfi cos parciales, cada uno de ellos representativo
de un mecanismo posible de interacción entre las
partículas. Lo curioso del caso es que alguno de estos
sub-esquemas parecen mostrar la equivalencia entre
partículas que avanzan en el tiempo y antipartículas que
retroceden en él. Investigadores del entorno de Costa y
Capra sostienen que tales diagramas han de interpretarse
como estrictamente reales, mientras que la mayoría
de los científi cos optan por atribuir sentido físico sólo
al esquema global y no a cada uno de los diagramas
parciales. Hoy prácticamente nadie sustenta la postura
retrotemporal y, a falta de mejores pruebas en contra, la
interpretación convencional ha salido vencedora en la
contienda.
Con todo, el más sólido baluarte de los empecinados en
desposar física y misticismo se halla en el punto 2 de los
precitados; esto es, en la aserción de que el observador, a
través de su acto de observación, crea de alguna manera
la realidad que contempla. Las memorables experiencias
de Aspect han sido consideradas valedoras indiscutibles
de tal afi rmación, y tanto investigadores de prestigio
como periodistas de pluma sensacionalista se han visto
tentados por ella hacía el terreno de la más enfebrecida
especulación metafísica.
Nadie duda que la medida de los sistemas cuánticos
altere el estado de éstos, pero eso no signifi ca que no
exista alguna realidad exterior independiente de nuestras
mentes que resulte alterada por dicha medida. Esta
distinción es fundamental, y tal vez por ello los místicos
cuánticos la empañan sin cesar. La paradoja del «gato de
Schroedinger» suele abanderar el aluvión de argumentos
que ocultistas y esotéricos empuñan para probar la
irrealidad del mundo. Resulta asimismo lamentable que
invariablemente se silencie o se minimice la explicación
que goza del asentimiento general, a tenor de la cual
cuando se produce un acontecimiento irreversible
(muerte de un gato, señal en un detector de partículas)
dicho acontecimiento adquiere un carácter tan real e
independiente de nosotros como una montaña o una
estrella.
Tampoco es cierto que la teoría cuántica verse
exclusivamente sobre las mediciones que efectúan
observadores en interacción con sistemas físicos que
examinan. Es perfectamente posible axiomatizar la
mecánica cuántica sin referencia alguna a observadores
o mediciones (como han demostrado Bunge, Margenau
y otros) analizando lógicamente la estructura de la
teoría para poner al descubierto sus conceptos básicos.
Obtendremos entonces una interpretación estrictamente
realista de la misma sin más que dotar a su simbolismo
fundamental de un signifi
cado puramente físico,
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representando así a entidades físicas y sus propiedades,
no estados mentales o actos de percepción.
Las formulaciones subjetivistas de la mecánica cuántica,
a las que tanto gustan de referirse los adalides del
misticismo paracientífi
co, no existen en realidad.
Un planteamiento tal debería comenzar por postular
las características del sujeto observador, con lo que
pasaría a convertirse en una parcela de la psicología.
Todas las entidades físicas, así como sus propiedades
y relaciones, habrían de caracterizarse en términos
psicológicos, esto es, en función de las percepciones
y pensamientos del observador. Una tentativa de este
estilo terminaría por mostrarse inconsistente ya que el
observador, a fi n de cuentas, también está compuesto de
partículas cuánticas. En consecuencia resulta imposible
refutar experimentalmente el realismo en tanto que todo
experimento bien diseñado presupone la existencia
autónoma de un mundo exterior sobre el que vale la
pena experimentar, no importa cuán extrañas sean las
conclusiones.
Orientalismo y física moderna
La principal fuente del atractivo que las fi losofías
orientales ejercen sobre estos autores reside en su
capacidad para aportarnos un marco conceptual nuevo,
una perspectiva renovada de la vida y el universo rica en
paradojas y contradicciones en cuyo seno las perplejidades
de la física moderna se nos antojan cosa natural. Esta
indiscutible fascinación dimana de los paralelismos y
similitudes que muchos creen haber descubierto entre
los conceptos que estructuran la teoría cuántica y los que
conforman las antiguas nociones místicas de oriente.
Esto no resulta asombroso en sí mismo, dado que las
cuestiones existenciales que ha debido afrontar el ser
humano desde que es digno de ese nombre (el sentido de
su existencia, su relación con lo que le rodea, el origen
y destino del universo) permanecen imbatidas a través
de las eras. La integración sujeto-objeto del misticismo
tanto oriental como occidental, brindaba un vasto
campo en el que podrían anidar todas las confusiones y
tergiversaciones nacidas del malentendido sobre el papel
del observador en la teoría cuántica y de su relación con
el mundo observable.
La afi rmación de Lao-Tse, fundador del taoísmo, de que
el vacío, por oposición al universo sensible, es algo lleno
de potencialidades, se ha querido engarzar de inmediato
con las partículas virtuales y la teoría cuántica de campos.
Por su parte, Buda declaraba que los fenómenos existen
por sí mismos sin estar ligados a ninguna sustancia, y
añadió que los seres del mundo sensible únicamente son
una colección de imágenes en nuestra percepción. Estas
aseveraciones convirtieron a Buda, según algunos, en
precursor de las «líneas de universo» de la relatividad
einsteniana. La doctrina budista, asimismo, enseña la
irrealidad de los fenómenos que captamos con nuestros
sentidos, lo que incitó enseguida a la comparación con
el actual idealismo cuántico. Y tampoco han faltado
quienes establecieron paralelismos entre la posición
del budismo mahayana, que se abstiene de juzgar la
realidad del mundo, con el pragmatismo de la escuela de
Copenhague.
En todo caso, parece difícil ir más allá de una simple
recolección de analogías más o menos peculiares. El
avance se hace especialmente problemático toda vez que
las citadas semejanzas devienen tanto más borrosas cuanto
más de cerca las examinamos. No debemos olvidar ni por
un momento que el estilo lírico y plagado de metáforas
que baña todo discurso místico cuando se utiliza en el
intento de expresar lo inexpresable. El místico sabe que
la fuerza de sus hondas intuiciones desafía cualquier
descripción verbal y por ello, en lugar de explicar
apelando a la razón, trata de conmover transmitiendo
emoción. Es entonces cuando se ve obligado a recurrir a
un lenguaje rutilante, cargado de poesía y simbolismos.
Sin embargo, la riqueza en signifi cados de un símbolo
depende también de la capacidad interpretativa de aquel
a quien se destina. De ahí la marcada disparidad de
opiniones comparecidas a la hora de enjuiciar las crípticas
alegorías de casi todos los místicos. Una disparidad, por
otro lado, que crece en proporción directa a las diferencias
psicológicas y culturales entre el místico y sus exégetas.
Así pues, resulta no sólo posible sino extraordinariamente
probable que las especulaciones legadas a la posteridad
por fi lósofos e iluminados de antaño, no guarden más
que una remotísima relación con las que les atribuyen los
místicos cuánticos de hogaño.
Este es el obstáculo crucial que tan a menudo se
olvida: la imposición de semejanzas profundas entre
dos discursos, el místico y el científi co, que a lo sumo
comparten algunos rasgos parciales en su vocabulario
circunstancial. Si las imágenes representativas de su
pensamiento son llamadas metáforas en el caso del
místico y modelos en el del científi co parece claro que
todo paralelismo entre ellas resultaría, en el mejor de los
casos, artifi cioso y desmedrado. Así pues deducir, por
ejemplo, el principio de complementariedad de Bohr o
la hipótesis del «bootstrap» (idea hoy en declive, según
la cual las partículas elementales estarían potencialmente
contenidas unas en otras) a partir de la fi losofía taoista de
complementariedad de opuestos, yin y yang, equivaldría
a desfi gurar la realidad cultural de una civilización
eminentemente agrícola y ganadera como la antigua
China. La vida rural se ve dominada por el inexorable
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ciclo de las estaciones que se suceden sin fi n y por la
contemplación de semillas que germinan para dar frutos
que contienen a su vez más semillas. Estas realidades
inculcan espontáneamente las nociones de proceso
periódico y de etapas de un ciclo que contienen en
estado latente a las siguientes, sin necesidad de mayores
elucubraciones sobre la naturaleza de la materia.
El pensamiento tan querido por los místicos de que
cualquier cosa está en verdad relacionada con el resto
del universo, de modo que la realidad genuina pertenece
al Todo inmutable y perfecto, el aislamiento de cuyas
partes sería mera ilusión, parecería respaldado por la
no localidad cuántica. A primera vista este aspecto de
la física de partículas otorga un espléndido aval a la
concepción orgánica del universo, de acuerdo con la cual
cualquier fragmento del mismo está en interacción con
todo el resto y no puede ser comprendido por entero si
no es como parte del conjunto total de lo existente. Ahora
bien, no debemos olvidar que el conocimiento de una
cosa no implica el conocimiento de todas sus relaciones
con las demás, ni tampoco el conocimiento de algunas de
estas relaciones implica el de toda las demás.
Asimismo, la tradición esotérica exige que la visión
unitaria del cosmos en la que unos elementos actúan
sobre cualesquiera otros, sea efectiva y palpable, como
demuestran las continuas demandas de reconocimiento
por parte de la magia y demás poderes ocultos. Sin
embargo esto no es lo que ocurre en la microfísica, donde
en la práctica nos encontramos con correlaciones de
propiedades cuya medida es esencialmente imprevisible.
Esta impredictibilidad básica suprime cualquier
posibilidad de acción a distancia, como se ha repetido
con insistencia, salvaguardando los requerimientos de la
relatividad y despojando al ocultismo de sus últimos visos
de verosimilitud. Incluso si así fuera, nos enfrentaríamos
al problema de discernir lo que hay de verídico en los
poderes ocultos, dado que nunca podríamos concluir si
un determinado acontecimiento habría sido resultado de
cierto sortilegio, del estornudo de nuestro vecino, de una
transición cuántica en una lejana estrella, o váyase a saber
qué otro suceso. Resulta difícil entonces comprender
la relación de la no separabilidad con el misticismo, el
ocultismo y la parapsicología.
La vieja disputa fi losófi ca acerca del libre albedrío
también rejuvenece en manos de los místicos cuánticos
merced al principio de incertidumbre de Heisenberg.
Este principio ha sido interpretado, sacándolo fuera
de su marco conceptual propio, como una declaración
inestimable en favor de la autodeterminación humana y
de su libertad esencial. Ya que el electrón, se dice, es libre
de tener la posición y la velocidad que en cada momento
la venga en gana, goza de un margen de autonomía
desconocido en la física clásica. Admitiendo ahora que
nuestra voluntad es producto de una alocada danza de
electrones en un profundo rincón de nuestro cerebro la
indeterminación electrónica es el correlato físico del libre
albedrío espiritual. Pocas veces como ésta se ha logrado
ligar falazmente cuestiones tan distintas concitando al
tiempo la atención y la aprobación de tantas personas
mal informadas. Dejando a un lado si nuestra voluntad
es resultado exclusivo de una confi guración de partículas
elementales en el cerebro, y si tales fl uctuaciones son
un requisito para la libertad más que una interferencia
incontrolable, aún quedan gruesas objeciones que
superar.
La totalidad del comentado punto de vista gravita sobre la
noción de «incertidumbre» en las partículas elementales.
A su vez esta idea descansa sobre el supuesto tácito de
que las partículas cuánticas son corpúsculos puntuales
que modifi can su posición y velocidad tan irregularmente
como para frustrar todos nuestros intentos de medición.
Esto es absolutamente falso: las partículas cuánticas
son entidades de una clase nueva y diferente de todo lo
macroscópicamente conocido, que reciben el nombre
de partículas («cuantones» para Bunge, «ondículas»
para Feynman) a falta de una mejor denominación. El
principio de Heisenberg nos dice en rigor que los entes
cuánticos, híbridos inconcebibles de onda y corpúsculo,
carecen inmanentemente de forma, posición y velocidad
defi nidas. No hay, entonces, relación alguna entre el
libre albedrío y la incertidumbre o imprecisión de algo
(posición, velocidad) que no tiene sentido en el ámbito
de la microfísica. Lamentablemente, los fi lósofos de uno
y otro bando deberían resignarse a prescindir de esta
clase de ayudas en la controversia si las injerencias de
una nueva clase de místicos no les impidiesen percatarse
de ello.
Ciencia e intuición
La ciencia comenzó como una prolongación empírica de
la fi losofía puramente especulativa de los griegos; baste
recordar que durante el siglo XVII su nombre común era
el de «fi losofía natural». Aunque la inercia intelectual
de algunos fi lósofos los ha detenido a menudo, resultó
cosa corriente a partir de entonces que los pensadores
invocasen el juicio científi co para inclinar la balanza en
su favor en medio de las disputas. La discusión sobre la
continuidad o discontinuidad de la materia —sostenida
desde la Grecia clásica— se decidió fi nalmente a favor
de los últimos, mientras que el dilema sobre la naturaleza
de la luz se saldó increíblemente con un empate entre
partidarios de ondas y corpúsculos. La situación se
torna un tanto más vidriosa en cuanto que en no pocas
ocasiones se ha querido ver en los descubrimientos
científi cos un apoyo explícito a ciertos credos políticos
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o fi losófi cos. La mecánica celeste de Newton, con su
majestuoso despliegue de fuerzas centrales que hacían
girar obedientes a los planetas entorno al masivo Sol, se
empleó en defensa de la monarquía absoluta en el plano
político.
En el plano religioso, las teorías del genio británico
se enarbolaron tanto por ateos como por teístas. Los
primeros indicaron que en un universo que se comportaba
como un mecanismo de relojería sometido a férreas
leyes naturales, la idea de Dios quedaba obsoleta. Los
segundos destacaban que toda ley precisa un legislador
y que el orden del universo necesitaba ser explicado
mediante la presencia de un creador. El advenimiento de
la relatividad nada nos aclaró sobre Dios, pero sí pareció
perjudicar a los autoritarios en favor de los anarquistas
al abolir el concepto clásico de fuerza. La última moda
hasta el presente consiste en aplicar la no-separabilidad
cuántica al colectivo humano y declarar que los individuos
pierden parte de su signifi cado existencial si se les separa
de la sociedad en la que se desenvuelven. Me temo que
la concepción orgánica de un estado totalitario hallaría
un sabroso argumento en interpretaciones como la
precedente.
Sin embargo, las repercusiones de los avances científi cos
han sido mucho mayores en los terrenos de la metafísica
y la espiritualidad, quizás debido a que estos dominios
trataban de afi anzar mediante la ciencia la incertidumbre
y parcialidad de sus posiciones. A causa de esto nos
encontramos con hechos tan curiosos como el que el
cardenal O`Conell de Boston previniese a los católicos
contra la relatividad, manifestando de manera rotunda
que «era una especulación nebulosa tendente a introducir
una duda universal acerca de Dios y su creación», o que
la teoría era "una mortífera encarnación del ateismo". Por
el contrario, el rabino Goldstein proclamó solemnemente
que Einstein había proporcionado "una formulación
científi ca en favor del monoteismo". Análogamente, las
obras de los astrónomos James Jeans y Arthur Eddington
fueron reputadas como sendas defensas científi cas del
cristianismo en oposición fl agrante a la opinión de los
propios autores, quienes ni siquiera estaban de acuerdo
entre sí.
El grave peligro que comporta este tipo de actitudes
es el de enredar indebidamente ideas razonables con
suposiciones desatinadas, desprestigiando las primeras
por causa de las segundas o buscando introducir las
segundas al socaire de las primeras. Este punto es
importante puesto que, en tanto ningún ser humano
sea infalible, toda doctrina contendrá un combinado
variable de aciertos y errores. Ligando nuestras
creencias religiosas o fi losófi cas con una determinada
teoría científi ca labraremos nuestra segura perdición,
pues antes o después el avance subsiguiente del saber
tornará obsoleta la teoría que nos respalda y, por ende,
toda creencia que se sustente irrenunciablemente en ella.
Cuando esto ocurra correremos el riesgo de rechazar
irrefl exivamente la posible parcela de verdad contenida
en la doctrina que abrazábamos junto con aquellas partes
que se revelaron menos fi ables, sin más culpable de ello
que nuestra insistencia en no distinguir la una de las
otras.
Es muy probable, por ejemplo, que haya algo de cierto en
las opiniones de Bohm sobre el comportamiento cuántico
y su relación con un espacio de más dimensiones (de
hecho, las actuales teorías de unifi cación trabajan con
un espacio-tiempo de diez dimensiones). Empero, el
fervor mostrado por este físico hacia la mística oriental
ha provocado que sus teorías sean miradas con mucho
mayor recelo del que en otras circunstancias hubiesen
encontrado. Y viceversa, no es legítimo atribuir verdad
general a un conjunto de creencias por el hecho de que
algunas de ellas muestren cierta plausibilidad. La doctrina
búdica de que el deseo es la causa del sufrimiento puede
guardar algunos puntos de contacto con la moderna
psicología del inconsciente, pero eso no es argumento
bastante para admitir al mismo tiempo la doctrina de
las reencarnaciones sucesivas o la necesidad de disolver
nuestra conciencia en la nada universal.
Los actuales místicos cuánticos nos inundan con libros
y artículos en los que se desgrana hasta el último indicio
de parentesco entre la física moderna y el esoterismo o la
parapsicología, sin el menor respeto por la precisión o la
veracidad de sus escritos. Así, se nos invita a considerar
a Demócrito de Abdera como uno de los padres del
atomismo actual, olvidando que la única semejanza
es la que se da por el uso del mismo término "átomo"
(palabra que, por otra parte, ha perdido en física toda
conexión con su etimología original). Así es; entre el
concepto de atomismo compartido por los griegos y el
que disponemos en el presente media la misma distancia
que entre el diseño de un cachirulo y el de una lanzadera
espacial.
Se nos dice también que los grandes científi cos de
principios del siglo XX se convirtieron al misticismo
por obra de sus investigaciones. A este respecto sería
bueno saber lo que ellos mismos pensaban sobre el
particular. A juicio de Einstein: «La relatividad es una
teoría puramente científi ca y no tiene nada que ver
con la religión». Eddington opinaba por su parte: «No
estoy sugiriendo que la nueva física aporte ninguna
demostración de la religión, ni que ofrezca siquiera algún
tipo de fundamentación positiva de la fe religiosa... Por
mi parte me declaro absolutamente opuesto a esa clase de
intentos». Para Schroedinger la tentativa de amalgamar
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el escéptico
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física y trascendencia era sencillamente siniestra: «El
terreno del que algunos antiguos logros científi cos han
debido retirarse es reclamado con admirable destreza por
ciertas ideologías religiosas como ámbito propio, sin que
puedan realmente hacer de él un uso provechoso ya que
su auténtico campo está mucho más allá de cuanto puede
quedar al alcance de al explicación científi ca». Planck
argüía: «El intento de unifi car ciencia y religión proviene
de una defi ciente comprensión, o más exactamente,
de una confusión de las metáforas religiosas con las
afi rmaciones científi cas. Innecesario es decir que el
resultado no tiene ningún sentido». Para James Jeans:
«Se ha hablado mucho últimamente de las aspiraciones a
dotar de un soporte científi co a los hechos trascendentes.
Hablando como científi co, considero absolutamente
inconvincentes las pruebas alegadas; hablando como
ser humano, la mayoría de ellas me parecen además
ridículas».
En lo referente a las suposiciones de algunos fi lósofos
de que la teoría cuántica trascendía la dualidad sujeto-
objeto abriendo el camino del conocimiento místico,
estos investigadores también fueron tajantes. Bohr
aseguraba: «La noción de complementariedad no supone
en modo alguno un alejamiento de nuestra posición como
observadores desligados de la naturaleza». De Broglie:
«[Se ha dicho que] la física cuántica reduce o difumina
la línea divisoria entre sujeto y objeto pero hay aquí (...)
un uso equivocado del lenguaje. Por que en realidad los
medios de observación pertenecen claramente al aspecto
objetivo; y el hecho de que no podamos dejar de lado
en microfísica las reacciones que esos medios producen
en las porciones del mundo exterior que deseamos
estudiar no suprime, ni siquiera disminuye, la distinción
tradicional entre sujeto y objeto». Schroedinger no era
menos claro: «El estrechamiento de la frontera entre el
observador y lo observado, que muchos consideran una
signifi cativa revolución del pensamiento, a mí me parece
una sobrevaloración de un aspecto provisional carente de
un signifi cado profundo».
Ahora bien, no se puede negar que todos estos científi cos
se sintieron movidos a plantearse hondos interrogantes
acerca de un conocimiento del universo que ellos mismos
habían contribuido a revolucionar. ¿Cuál es la razón de esa
ambivalencia?, ¿qué les llevó a interesarse por tremendas
cuestiones fi losófi cas mientras rechazaban que la ciencia
diese soporte a cualquier metafísica? La respuesta es
sencilla pero profunda: porque todos ellos se vieron
enfrentados al problema de la naturaleza esencial del
conocimiento. Ellos sabían que el conocimiento místico
consiste en la unión íntima y substancial del sujeto y el
objeto. También sabían que la ciencia no proporciona esa
clase de conocimiento, sino la formulación matemática
de las leyes que describen el comportamiento de las
cosas. El místico, se supone, capta la esencia última de
la realidad, mientras que el científi co sólo obtiene los
símbolos matemáticos que representan esa realidad.
La gran diferencia entre la física clásica y la moderna es
que esta última se vio obligada a hacerse consciente de
ese hecho; esto es, hubo de admitir que el saber científi co
no puede aspirar a ir más allá de la descripción abstracta
del mundo. Desde la época de Galileo hasta la irrupción
de la física cuántica y relativista, el científi co creía estar
ocupándose de la realidad en cuanto a tal. Fue a partir
de entonces cuando quedaron forzados a asumir que el
conocimiento científi co, por su propia naturaleza, jamás
podría rebasar el ámbito de las imágenes matemáticas;
fi cciones útiles si se quiere, pero tan alejadas de la
realidad directa que el místico dice aprehender como las
notas de una partitura de la sinfonía que representan.
Este estado de cosas unido a su grandeza de espíritu fue
lo que condujo a los sabios antes citados a especular con
inquietud fi losófi ca acerca de la naturaleza última de la
realidad. Así lo hicieron y por ello nos legaron verdaderas
obras maestras de la fi losofía científi ca, sin abandonar
nunca la imparcialidad que para todo investigador debe
ser irrenunciable. Una imparcialidad constantemente
vejada por aquellos que, con o sin mala fe, no cesan de
invocar el fulgor de los genios del pasado para ocultar la
opacidad de su propio entendimiento.
Albert Einstein (el último físico clásico) y Neils Bohr (uno de
los padres de la mecánica cuántica). (Archivo)