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otoño-invierno 2012
bre las virtudes –y en definitiva, el discurso ético- se vuelve
insulso y vacío”. (Tejedor, op. cit: 14).
La única forma de evitar los peligros del tolerantismo
es vincular la tolerancia con la dignidad humana, enten-
dida como un universal, pero eso es precisamente lo que
niega el relativismo posmoderno: que pueda hablarse de
universales tanto éticos como científicos. La propia idea de
dignidad y los derechos humanos a ella asociada o en ella
fundamentadas, son etnocéntricos, son eurocéntricos u oc-
cidentalistas, y no sirven fuera de ese contexto cultural. El
relativista posmoderno puede estar de acuerdo en no permi-
tir la ablación del clítoris de las mujeres occidentales, pero
no encuentra forma de protestar ante la misma ablación en
otras sociedades. Tejedor y Bonete reflexionan sobre los lí-
mites de la tolerancia: “¿qué es lo que no debemos tolerar?”
se preguntan (pág. 137). En su teoría sobre los límites seña-
lan varias exigencias que consideran básicas y de las cuales
destacamos una de ellas: la publicidad de las razones.
“Sólo es aceptable aquello que podamos concebir como
razonable, públicamente aceptable y comprensible. Este
requisito exige la capacidad de hacer plausible, en forma
de un ejercicio público de racionalidad, el sistema de razo-
nes que abonan que determinado comportamiento, acción,
creencia, expresión, demanda, pueda encontrar cabida en
la vida social (…) no podemos hablar de tolerancia cuando
una demanda no es susceptible de ser públicamente defen-
dida y aceptada, es decir, si las razones de tal demanda de
tolerancia no son aceptadas como si hubieran pasado por la
criba de su publicación” (Tejedor, op. cit.: 139-140, cursiva
en el original).
Pero la publicidad de las razones implica un criterio uni-
versal para ser juzgadas, que no puede ser otro que el de la
razón entendida como una capacidad universal y no solo
occidental. El relativismo posmoderno niega ese criterio
universal y reivindica publicidad sin la contraprestación
de racionalidad: las opiniones pueden expresarse y las ac-
ciones pueden realizarse sin más, porque interpretan que
cualquier crítica a ellas sería etnocéntrica o intolerante. El
único argumento válido para el posmoderno es que una opi-
nión, acción o costumbre es de alguien, y en ese sentido ya
basta para ser tolerada, independientemente de quién sea
o de su contenido, porque todas son iguales y todas valen
igual. Los dos autores muestran las consecuencias de este
relativismo en la enseñanza, y con esta reflexión termina-
mos:
“Buena muestra de ello es la relajación que ha sufrido
la enseñanza en nuestro país. El profesor ha perdido au-
toridad sobre los alumnos, que con frecuencia acuden al
tópico relativista: “lo que usted nos cuenta es sólo su pro-
pia opinión; yo tengo la mía” (…) El profesorado pierde la
capacidad para determinar lo que debe y no debe hacerse,
lo tolerable y lo no tolerable. Deja de estar legitimada cual-
quier intervención “dogmática” que pueda alterar el curso
normal de los acontecimientos en la clase. Bajo la égida de
una educación abierta y tolerante se instaura así un permi-
sivismo relativista que amenaza con deponer los valores y
las virtudes que han de regir el proceso educativo” (pág.
13-14, cursiva en el original).
Andrés Carmona Campo (filósofo y antropólogo).