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Falacias de la
psicología positiva
Roberto García Álvarez y Víctor Martínez Loredo
El objetivo del presente artículo es analizar la llamada Psicología Positiva, una corriente que, al
tiempo que pugna por ocupar un lugar digno en la academia, no le duele verse en las estanterías
con los libros de autoayuda que a nadie ayudan y con los que tiene un estrecho parecido y pa-
rentesco. Un movimiento que, aún amparándose en el carácter científico de la psicología, carece
de él y lanza a una feligresía cada vez mayor consejos que no son científicos sino puramente
ideológicos.
(foto: Wikimedia Commons, de Flickr: The U.S. Army )
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adie discute que es mejor sentirse bien que sentir-
se mal, alegre que triste, contento que amargado,
tranquilo que ansioso. Sin embargo, nadie debería
decir que estos últimos sentimientos, aún molestos y des-
agradables, sean de por sí malos y deban ser eliminados.
Toda vez que son las circunstancias, además de la pertinen-
cia adaptativa de los mismos, y no nosotros, las que deter-
minan cuándo estar de una manera y cuándo de otra. Tan
inadecuado sería estar siempre triste como siempre alegre,
estar todo el día nervioso como no estarlo cuando corres-
ponde. Por otro lado, aún más perverso y perjudicial para
las personas es establecer la obligación imposible de estar
siempre alegre y pensar en términos positivos.
La Psicología Positiva postula la necesidad de desechar
los sentimientos negativos, no tanto porque estos sean des-
agradables y perniciosos porque supongan detener la vida
del sujeto y paralizarlo, sino por no ser adecuados al con-
texto socioeconómico imperante. Sentirse mal, estar triste,
desesperanzado, incluso malcontento, disgustado con la
realidad, no es conforme a la sociedad de consumo, y por
tanto hay que evitarlo.
Como bien demuestra Barbara Ehrenreich (2011) los orí-
genes reales de la Psicología Positiva no están donde sus
autores nos cuentan, y añade que este movimiento no tie-
ne nada de científico ni psicológico. Los primeros vagidos
de esta corriente han de ser rastreados en el Pensamiento
Positivo, movimiento cuasi-mágico e impregnado al cien
por cien con la ideología protestante norteamericana. La
Psicología Positiva no vino, ni mucho menos, a cuestionar
las falsedades de estas ideas o a señalar sus peligros, sino a
legitimarlas con un vocabulario científico y a garantizar su
propagación por el mundo.
El pensamiento positivo.
El Pensamiento Positivo puede ser entendido de dos ma-
neras. La primera hace referencia al pensamiento consis-
tente en decir que las cosas están bien y aún estarán/irán
mejor, es una forma de ver el mundo; mientras que el otro
significado se refiere al proceso por el cual se ha de pensar
de ese modo, es decir, el imperativo de ver el mundo de
esa manera. ¿En qué se sustentaría ese imperativo? En algo
tan sencillo como los beneficios inimaginables que en to-
dos los campos tendría ser optimista, algo que la Psicología
Positiva ha recogido tal cual y ha adornado con supuestas
investigaciones.
Pero los campos que tanto la Psicología Positiva como el
Pensamiento Positivo prometen mejorar no son nunca los
campos de la injusticia, la desigualdad o la paz mundial,
sino los mucho más prosaicos de la salud, el éxito profesio-
nal o los bienes materiales.
Así, el Pensamiento Positivo y su tecnología –los libros
de autoayuda – prometen maneras –ritos y rituales– para
conseguir de modo rápido y sin esfuerzo el trabajo añorado,
el coche soñado, la riqueza, la mujer amada, buenas notas,
dejar de fumar o cualquier otra cosa. No es necesario que
la persona pase a la acción, que estudie, se ponga a dieta o
trabaje mucho; es suficiente con que lo desee con fuerza.
Si aun así no lo consigue, la culpa no será nunca de las
circunstancias –las condiciones sociales, un mal empleo,
no haber estudiado…- sino de no haberlo deseado con fuer-
za suficiente. Una lectura atenta de El secreto, libro al que
volveremos, encuentra continuos reproches a las víctimas
como causantes de su propio mal (Thompson, 2009).
Este deseo optimista y omnipotente es un heredero trans-
mutado del pecado cristiano. Si el pecador era culpable de
su pecado, el pesimista es culpable de su pesimismo. Si al
pecador se le apartaba de la sociedad y se le negaban los be-
neficios de la salvación, al pesimista, al crítico, al cenizo, se
le niegan las gracias del optimismo y se le aparta también
–las empresas cifran en 3.000 millones las pérdidas por cul-
pa de los trabajadores críticos y negativos-, se les despide,
se les arrincona –así se justifica el sueño neoliberal de un
despido totalmente arbitrario-, al tiempo que el ciudadano
crítico, que se plantea cosas y cree que hay que cambiar el
mundo –en lugar de mirarse cada uno en su interior– es
puesto en cuarentena ideológica tal y como antes se echaba
al bosque, cuando no se quemaba, al disidente religioso. Se
llama a normalizar la “no divergencia”, a no asumir res-
ponsabilidades con aquellos que pueden ser molestos o pe-
sados, apartándolos del foro público y proscribiéndolos no
como pecadores, sino como pesimistas y, puesto que solo el
optimismo es sano/salud, como enfermos.
La desvinculación total del individuo con cualquier op-
ción a la crítica, el mandato de expulsar de la vida a los que
molestan, a los que nos necesitan, tiene un objetivo para-
dójico, pues produce un sujeto aún más vinculado con su
comunidad ideal: la de los buenos consumidores y buenos
ciudadanos.
Es posible realizar un rastreo, siguiendo a Barbara Ehr-
enreich (2011), desde el calvinismo europeo, trasladado
a los EEUU con su presencia continua del pecado, hasta
el movimiento del Pensamiento Positivo surgido a finales
Tan inadecuado sería estar siempre triste como siempre alegre,
estar todo el día nervioso como no estarlo cuando corresponde.
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del siglo XIX en EEUU con Mary Baker Eddy y Phineas
Quimby y los actuales movimientos de autoayuda, de
enorme auge durante el siglo XX, los cuales han alcanzado
cotas de mercado y beneficios nunca soñados.
Las promesas de Baker Eddy sobre el poder del pensa-
miento –la mente sobre la materia– fueron recogidas por
autores como Norman Vincent Peale y prometidas a em-
presarios, empleadores y empleados. Lo que para Baker
Eddy eran los poderes de la mente para anular las dolencias
del cuerpo, para Peale y los que le han seguido –siendo el
paroxismo de la metafísica Rhonda Byrne y su ya comen-
tado El secreto– eran los poderes de la mente sobre todo el
universo, este conspirando para hacer realidad los deseos
de aquel.
La psicología positiva.
Pero a finales del siglo XX no bastaba con la presencia
social y un mercado generoso que en 2002 representaba
unos beneficios de 563 millones de dólares en libros de au-
toayuda y de casi 2500 si se sumaban productos añadidos
como CD o DVD (Prieto-Ursúa, 2006). Se requería un ro-
paje digno y ahí entró el llamado movimiento de la Psico-
logía Positiva, con Martin Seligman a la cabeza, dispuesto
a dar al emperador un nuevo traje, aunque siguiera yendo
desnudo.
La Psicología Positiva presume de psicología y de cien-
tífica, incluso no admite más adjetivo que este último, si
bien habla de la ciencia como “marco holístico e integra-
dor” (Vera Poseck, 2006, pág. 14), palabras más propias de
un movimiento espiritual que de una corriente científica.
Sin embargo se presenta al mundo con definiciones como
la de Vera Poseck (2006): “La psicología positiva es… una
rama de la psicología que busca comprender, a través de
la investigación científica, los procesos que subyacen a las
cualidades y emociones positivas del ser humano, durante
tanto tiempo ignoradas por la psicología”. Insiste espe-
cialmente en el carácter novedoso de sus asuntos, lo que la
pinta como un nuevo evangelio, al tiempo que su nacimien-
to es narrado como si de una revelación divina se tratase
(Seligman, 2011; Ehrenreich, 2011).
Su fundador, Martin Seligman, cuenta en La Auténtica
Felicidad (2011), un libro autocomplaciente y escrito al es-
tilo revelador de la autoayuda, que, estando en el jardín de
su casa, gruñía mientras cortaba el césped, hasta que su hija
de cinco años le afeó tal actitud. Por lo visto, Seligman se
pasaba la vida protestando y en ese momento como Pablo
de Tarso, vio la luz no solo sobre su carácter sino también
sobre su misión.
El reputado psicólogo comprendió que, hasta entonces, la
Psicología había estado centrada exclusivamente en el lado
oscuro, en lo patológico, en el sufrimiento, en los proble-
mas, en los obstáculos. Había llegado el momento en darle
un vuelco y para ello debía nacer una nueva disciplina: la
Psicología Positiva, la cual aportaba como novedad el inte-
rés exclusivo por el lado opuesto: la virtud, el bienestar, la
felicidad… y el desprecio autosuficiente por el resto.
A regañadientes admiten que estos tópicos ya habían sido
abordados por otras ramas, como por ejemplo las corrientes
humanistas, pero ninguna lo hizo tan bien y con tanto ri-
gor como la Psicología Positiva. Las corrientes humanistas
(Vera Poseck, 2006) habrían fracasado al no haber sabido
ni podido dar metodología y validez científica a sus postu-
lados, algo en lo que la Psicología Positiva anda sobrada.
Por supuesto, niega cualquier parecido con los movimien-
tos de autoayuda, y contra ellos despotrica Seligman en su
libro (2011). Sin embargo, la mayoría de las publicaciones
del movimiento son más autoayuda que otra cosa y se dedi-
ca, al igual que esta, a la venta de “sueños dorados, utopías
[…] espejismos” (Vera Poseck, 2006, p. 13) supuestamente
avalados por descubrimientos científicos de modo que la
Psicología Positiva ha servido para validar a la autoayuda
(Held, 2002). Ahora bien, cabría preguntarse si no habrá
sido al revés, si no habrá sido la veterana autoayuda la que
mostró el camino del éxito a la Psicología Positiva y esta
copió sus métodos y formas de propagación. De no haber
sido así, ¿habría conseguido la Psicología Positiva tanto
éxito en solo una década?
Los conceptos que la Psicología Positiva dice emplear
de forma novedosa han estado presentes en la investiga-
ción psicológica desde los años 60 e incluso antes. Para
empezar, la supuesta iluminación recibida por Seligman
acerca de la obsesión de la psicología tradicional por lo
negativo había sido recibida, años antes, por Maslow
(1954), quien de hecho en su libro Motivación y Perso-
nalidad (1954) ya empleó el término psicología positiva.
Lazarus (2003) señala que todos los conceptos manejados
de forma habitual en la psicología clínica, como ansiedad,
estrés, depresión… así como cualquier terapia psicológica
Los campos que la Psicología Positiva promete mejorar no son
nunca los campos de la injusticia, la desigualdad o la paz mun-
dial, sino los mucho más prosaicos de la salud, el éxito profesio-
nal o los bienes materiales.
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implican, por necesidad, tomar en cuenta los aspectos que
la Psicología Positiva dice haber descubierto; así, afronta-
miento, resiliencia, resistencia, visión positiva, etc., esta-
rían incluidas en las terapias tradicionales. La diferencia
sería que Seligman (Lazarus, 2003; Prieto-Ursúa, 2006) los
estudiaría en sujetos felices, blancos y ricos, concluyendo
que la buena vida de estos es causada por el optimismo y
no el optimismo por la buena vida. Por otro lado, ramas de
la Psicología tradicional como pueden ser la Psicología de
la Salud llevan desde los años setenta preocupándose por
aspectos como la promoción de la salud o la prevención,
algo que la Psicología Positiva ha secuestrado como inte-
rés exclusivo suyo.
Los pilares de este movimiento revolucionario son (Vera
Poseck, 2006; Seligman, 2011; Ehrenreich, 2011):
Las emociones positivas como la alegría, esperanza, ilu-
sión… con un gran valor adaptativo y que parecen negar a
las emociones negativas.
Rasgos positivos, entendidos como variables internas o
de personalidad, que ayudan a ser mejores y más felices.
Instituciones positivas. Es el punto culminante del juego
ideológico que se oculta tras el movimiento de la Psico-
logía Positiva; se trataría de instituciones como la demo-
cracia, las empresas de libre competencia, la familia, las
iglesias que, al tiempo que promueven los dos pilares ante-
riores, son mantenidas por estos, no cabiendo entender que
pueda existir emoción, felicidad o rasgo positivo fuera de
estas instituciones.
El problema principal no estaría tanto en que la Psico-
logía Positiva no ha sabido mirar hacia atrás y reconocer
que muchos profesionales e investigadores, aun dentro de
la psicopatología, se preocupaban por aspectos llamados
positivos, como en el hecho de que no ha querido ni ha
podido hacerlo. El marketing de venderse como revelación
y novedad impone no reconocer ningún lazo con el pasado,
ya que solo así puede serle legítimo emplear términos como
movimiento o nuevo enfoque.
He aquí otro paralelismo, la falta de honestidad cientí-
fica, entre la Psicología Positiva y otro movimiento que a
principios del siglo XX se presentó como novedoso, rom-
pedor y llamado a cambiar la visión no del ser humano sino
del mundo: el Psicoanálisis. Freud, al igual que Seligman,
y saltando la enorme distancia entre ambas figuras, se ne-
gaba a aceptar que sus ideas estaban presentes en autores
anteriores, que sus postulados no eran originales y que eran
más una revelación mística que una aportación científica.
A la Psicología Positiva le ocurre lo que a Freud, que dijo
cosas ciertas y cosas nuevas, pero por desgracia las ciertas
no son nuevas y las nuevas no son ciertas. De hecho, el
parecido con el nacimiento del movimiento psicoanalítico
puede verse en el hecho de que los textos de Psicología
Positiva (Vera Poseck, 2006) dedican más páginas a defen-
der la figura del líder/descubridor como un científico con-
sagrado y prestigioso, que a dar evidencias empíricas de
sus afirmaciones.
Si el Psicoanálisis tuvo su evento fundacional en la famo-
sa alocución a la Sociedad Médica de Viena, la Psicología
Positiva no podía ser menos: en 1997, durante el discurso
de Seligman como nuevo presidente de la APA (American
Psychological Associtation), la Psicología Positiva recibió
la bendición oficial y comenzó a funcionar.
A partir de esos dos eventos –revelación al líder y sermón
de este-, la Psicología Positiva comenzó a crecer a un rit-
mo imparable. Los mismos científicos que durante medio
siglo habían ignorado y se habían reído de la autoayuda
y del Pensamiento Positivo lo abrazaron y comenzaron a
publicar estudios, supuestamente serios, validando lo que
esos movimientos habían defendido durante años: las ini-
maginables ventajas de ser optimista en cualquier campo
(Ehrenreich, 2011). Al tiempo que los mercaderes del pen-
samiento positivo se vestían con la Psicología Positiva, los
psicólogos positivos corrían “a tomar prestadas las prácti-
cas de sus primos los entrenadores y profesionales de moti-
vación” (Ehrenreich, 2011), convirtiéndose, con Seligman
a la cabeza, en coaches y llenando sus libros con ejerci-
cios sin ningún tipo de respaldo científico y amenizando
sus congresos con estudiantes de doctorado haciendo bailes
motivadores.
Los medios de comunicación, encabezados por persona-
jes como Larry King o la propagadora oficial de la igno-
rancia, Oprah Winfrey, se sintieron atraídos por la idea y
dieron a los motivadores profesionales, los coaches y los
gurús de la autoayuda el argumento que tanto deseaban; a
partir de entonces, estos podían empezar sus intervenciones
con un soniquete prestado por la Psicología Positiva: “Hay
estudios que demuestran que…” (Ehrenreich, 2011), frase
a la que nadie podía oponer argumentos.
El siguiente paso era entrar en el lucrativo mundo de las
La Psicología Positiva presume de psicología y de científica, in-
cluso no admite más adjetivo que este último, si bien usa pala-
bras más propias de un movimiento espiritual que de una co-
rriente científica.
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organizaciones, y eso fue muy fácil: por un lado, la Psicolo-
gía de las Organizaciones es la más endeble de las ramas de
la Psicología ante los embates ideológicos; y, por otro lado,
las corrientes neoliberales de finales del siglo XX ya habían
echado mano de la autoayuda y del Pensamiento Positivo,
así que, ¿cómo negarse a tomar prestados postulados cientí-
ficos? Conseguir optimismo en sus empleados, y que estos
lograsen la felicidad al margen o a pesar de las condicio-
nes laborales desfavorables, fue el eslogan y funcionó muy
bien en una economía que, de forma incomprensible, Selig-
man califica de “excedentes y poco desempleo” (Seligman,
2011, pág. 259). El objetivo era introducir al trabajador en
una dinámica donde lo que importaba era que su puesto le
permitiese desarrollarse o fluir –flow- más allá de “peque-
ñas o -incluso– considerables diferencias de sueldo”. De
hecho, cuando Seligman habla del mundo del trabajo, no
parece referirse nunca a un mundo que pueda ser cambia-
do para mejor, sino a una especie de zona de meditación
y crecimiento cuyos aspectos materiales son totalmente
ajenos al buen trabajador. Asumiendo el viejo adagio de
que el dinero no da la felicidad, Seligman se preocupa por
convencer al trabajador de que, siendo así, no tiene sentido
luchar por ascensos, reivindicar mejoras salariales o pedir
que las horas extras sean pagadas. Su argumento es perfec-
to: en las últimas décadas los sueldos han subido de media
un 16%, mientras que la felicidad en EEUU ha bajado del
36 al 29%,; si no da la felicidad, no se debe luchar por nada
de eso. ¿Quién se beneficia de esta lógica? Por supuesto, el
que no da aumentos y quien obliga a hacer horas extras que
no paga y que, curiosamente, ha sido quien ha contratado y
financiado la Psicología Positiva. Este mismo camino se ha
impuesto a toda la sociedad: ser positivo, ser optimista, ya
no es una alternativa,; es la alternativa (Ehrenreich, 2011).
Aquí encontramos la nula capacidad que la Psicología Po-
sitiva tiene para diferenciar entre ideología y ciencia.
La Psicología Positiva, a diferencia de una verdadera
ciencia, no tiene un vocabulario común (Lazarus, 2003).
Así, los psicólogos positivos parecen más jugadores indi-
viduales que miembros de un mismo equipo (Prieto-Ursúa,
2006), cada uno preocupado por un campo concreto donde
define y operativiza los conceptos como le da la gana, al
margen de los demás. ¿Qué es lo que al final parece unirles?
La visión de cómo debería ser el hombre/ciudadano ideal.
Junto con los pilares antes mencionados, el dogma cen-
tral de la Psicología Positiva es el efecto beneficioso de
las emociones positivas sobre la salud y sobre todos los
campos imaginables. El primer golpe a esta asunción se le
asesta en la frente, pues no utiliza otra metodología que la
simplemente correlacional, en la que se toman medidas de
sujetos asignados a dos grupos en función de las caracterís-
ticas que se entienden como antecedentes y consecuentes
(Prieto-Ursúa, 2006; Ehrenreich, 2011; Vecina Jiménez,
2006a, b ; Carbelo y Jáuregui, 2006), lo que como meto-
dología solo es un paso previo a otra fase de la investiga-
ción y no permite realizar predicciones, ni mucho menos
hablar de nexos de causalidad. A esto hay que sumar que
la Psicología Positiva, cegada por una visión etnocéntrica y
comunitaria propia de la cultura estadounidense, no aporta
ningún tipo de estudio sobre las diferencias individuales ni
sobre el peso de factores ambientales (Lazarus, 2003). Por
otro lado, la Psicología Positiva no toma en consideración
los factores de aprendizaje en la adquisición de las forta-
lezas, al tiempo que su interés por aspectos madurativos o
de desarrollo se limita a reconocer las aportaciones de la
Teoría del Apego (Seligman, 2011).
Cabría preguntarles a estos autores obsesionados por la
cientificidad de su campo: ¿De dónde sacan la división en-
tre Psicología (ciencia) Positiva y Psicología (ciencia) Ne-
gativa más allá de citar a Spinoza como primer autor que
habló en tales términos? ¿Hablarían con la misma alegría
de una física positiva y una negativa, o de una química
positiva y de otra negativa, o se trata de una dicotomía
que se aplica exclusivamente a la psicología, negándole de
esta forma el carácter científico? ¿O es más bien un ardid
ideológico?
Por una parte, la diferencia vendría marcada por el ol-
vido de lo positivo por parte de la psicología tradicional.
Por otra, esa división estaría apoyada en que las emociones
positivas “pueden solventar muchos de los problemas que
generan las emociones negativas” (Vera Poseck, 2006), lo
que no es más que un argumento circular. También el antí-
doto anula los efectos del veneno y no por ello ambas sus-
tancias son estudiadas por ramas diferentes de la ciencia.
La base argumental es pues la diferencia entre emocio-
nes positivas y emociones negativas, lo que les da un ca-
rácter “relativamente independiente” (Vázquez y Hervás,
Martin Seligman comprendió que, hasta entonces, la Psicología
había estado centrada exclusivamente en lo patológico, en el su-
frimiento, en los problemas. Había llegado el momento en darle
un vuelco por el lado opuesto: la virtud, el bienestar, la felicidad…
y el desprecio autosuficiente por el resto.
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2008) que requiere metodología diferente en unas y otras;
pero, ¿realmente es posible esa diferenciación? ¿Cómo es-
tablecerla?
Enfrentado a esta dificultad, Lazarus (2003) se aventura a
decir que una emoción será positiva si nos hace sentir bien,
si es el fruto de condiciones ambientales favorables o si tie-
ne consecuencias socialmente positivas. Al tiempo que una
emoción será negativa si produce que la persona se sienta
mal, es consecuencia de circunstancias negativas o produ-
ce consecuencias socialmente indeseables; es decir, si es
contraria a la anterior. Ambas definiciones serían tautoló-
gicas e inservibles. Como se ve, para este crítico de la Psi-
cología Positiva, la cuestión dista de estar clara y casi sería
necesario apelar al sentido común o a una especie de co-
nocimiento tácito sobre lo que es “emoción positiva”, algo
que todos sabríamos lo que es aún aun sin poder definirlo
explícitamente. Por lo tanto, El conocimiento de las “emo-
ciones positivas” y su reverso (las “emociones negativas”)
respondería más a una especie de arquetipo junguiano o de
“fantasma en la máquina” que a una definición operativa,
lo que aleja a la Psicología Positiva del espectro científico
y la mete aún más en los movimientos espirituales con los
que dice no tener nada en común. Para solventar esta difi-
cultad, algunos autores (Prieto-Ursúa, 2006) rompen con la
pretendida existencia de una dicotomía positivo/negativo y
hablan de las emociones como un continuo positivo nega-
tivo, olvidándose de la dimensión ortogonal “activación-
desactivación” clásica en el estudio de las emociones.
En este terreno escabroso, Seligman (2011) trata de nadar
y guardar la ropa,: en principio, se ampara en Darwin y
Freud para reconocer el poder adaptativo de las emocio-
nes negativas –lo que Marino Pérez (2013) llama “el efecto
positivo de los afectos negativos”– y, así, todas las emocio-
nes tendrían importancia desde un punto de vista adaptati-
vo. Pero a continuación huye de Darwin y solo reconoce
potencial adaptativo a las emociones positivas, ya que las
otras, en nuestra sociedad occidental perfecta, ya no serían
necesarias. Sin embargo, las negativas aún no han sido se-
leccionadas para su extinción ya que, a decir de Seligman
(2011), son más fuertes que las positivas e incluso el cere-
bro humano está diseñado para trabajar con aquellas y no
con estas; y así, autores positivos como Vera Poseck (2006)
reconocen en el optimismo un truco del cerebro para crear
una visión distorsionada de la realidad.
Sin embargo, tras este reconocimiento al enemigo, vuel-
ven a su línea y afirman que las emociones positivas fa-
vorecerían la originalidad, la creatividad, la resolución
de problemas… mientras que las negativas harían todo lo
contrario: embotarían la inteligencia, anularían la capa-
cidad de pensar, centrarían al sujeto en el problema y no
en la solución… es decir, están tratando en un mismo eje
dimensiones que son ortogonales –la valencia (el aspecto
positivo o negativo) de una emoción y la activación de la
misma-. Esta argumentación olvida que, en situaciones de
emotividad negativa, los sujetos pueden dar lo mejor de sí,
solucionar problemas acuciantes con mayor creatividad y
logro… por no citar el viejo adagio de que en las crisis se
tienen las mejores ideas.
Con independencia de los graves errores que la Psicolo-
gía Positiva comete al hablar y estudiar las emociones, la
única realidad es que estas han estado mal estudiadas desde
siempre; pues, o bien ha sido tocadas de soslayo, o bien se
ha recurrido a constructos teóricos para inferirlas, tendien-
do a colocarlas como eventos causales de la conducta. De
ello participa al cien por cien la Psicología Positiva, en una
explicación claramente mentalista o animista (Pérez Álva-
rez, 2004), explicación que se queda a mitad de camino,
pues no aclara la cuestión de cómo la emoción llegó a ser.
La Psicología Positiva, lejos de entender que la emoción
aparece aprendida y valorada en el desarrollo del sujeto
dentro de su contexto cultural, las da como preformadas o
casi “diseñadas” con un fin concreto, en tanto que en otras
ocasiones la falacia de la Psicología Positiva llega a ver la
emoción positiva como causa directa de una conducta en
lugar de como consecuencia de esta, así ocurriría con la
autoestima, que entiende –al igual que la autoayuda– que
es causa de estas, cuando en realidad la autoestima sería
consecuencia de una larga cadena de conductas exitosas.
En este sentido, William James definía la autoestima como
un cociente entre los éxitos obtenidos y las aspiraciones.
La gran crítica es que la Psicología Positiva es un ropa-
je que pretende dar validez científica universal a la visión
americana del mundo, jugando a la tiranía de la actitud po-
sitiva, aunque Seligman, como el culpable en un juicio, lo
niegue una y otra vez. A decir de este (Seligman, 2011), la
Psicología Positiva no buscaría decir a la gente cómo vivir,
Ramas de la Psicología tradicional llevan desde los años setenta
preocupándose por aspectos como la promoción de la salud o la
prevención, algo que la Psicología Positiva ha secuestrado como
interés exclusivo suyo
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sino señalar los beneficios innegables –y solo así alcanza-
bles– de hacerlo de una forma determinada. Lo que es una
obvia estrategia de marketing: señalar la exclusividad de
los efectos de consumir un producto concreto. Este produc-
to –el optimismo– tiene efectos en todos los campos de la
vida de las personas, aunque donde se dispondría de las
mayores evidencias empíricas (Seligman, 2011) sería en el
ámbito de la salud tanto psíquica como física. Para empe-
zar, y no es poco, las personas felices y optimistas viven
más que los cenizos. Ahora bien, no debemos pensar que
hablamos de los playboys, ni de los entregados al ocio, sino
del hombre integrado socialmente, comprometido y traba-
jador, casado formalmente y con familia (pues parece que
los casados son más felices que los que no lo son, aunque
aquí Seligman parece que cree que solo existe un tipo de
matrimonio), es decir, del bueno y deseable ciudadano.
La demostración de que esto es así, y nadie puede du-
darlo, se da con tres estudios. El primero es el de las Mon-
jas de Utah (Danner, Snowdon, y Friesen; 2001) donde se
analizaron los escritos que las religiosas habían compuesto
al inicio de su noviciado, en 1930. Según este famoso es-
tudio, las que expresaban sentimientos de alegría y opti-
mismo vivían más y mejor que las demás. El problema de
este estudio está en el hecho de que no se especifica cómo
se estimaba que tal o cual emoción o expresión era mejor
que las demás ni cómo se medían. A la vez, tampoco se
especificó si estas monjas más longevas habían tenido me-
nos conductas “peligrosas” que las demás, si habían salido
menos del convento…
Este estudio se acompaña con el de Dacher Keltner y
LeeAnne Harker (2001) donde encontraron correlación en-
tre la sonrisa de las jóvenes en los anuarios del instituto
y su satisfacción vital años después, medida en términos
de matrimonio feliz y número de hijos. Las que sonreían
sinceramente –la llamada Sonrisa Duchenne– parecían ser
más felices en su vida posterior. Este estudio, por desgra-
cia, solo es correlacional y no permite establecer nexos de
causa/causalidad, y tampoco analiza el motivo por el que
unas niñas sonreían y otras no. Además, estos hallazgos tan
sorprendentes no pudieron ser replicados cuando se aplica-
ron a anuarios de otros institutos y con jóvenes de clases
sociales más humildes.
El tercer gran estudio fue realizado sobre una muestra
de ancianos mexicanos que demuestra que aquellos que se
declaran felices viven más años y con mayor calidad de
vida. Este estudio analizaba variables como el consumo de
alcohol y tabaco, pero se olvidaba de una variable funda-
mental: la actividad física, que es un predictor muy potente
de la salud y la calidad de vida en la tercera edad. Seligman
(2011) entiende que estos argumentos de tan hondo cala-
do científico son pruebas evidentes de que la felicidad y
el optimismo mejoran la salud y alargan la vida. Aunque
se olvida de que tal vez sea la buena salud y el hecho de
vivir más años y ver a los hijos y los nietos lo que provoque
felicidad en esos ancianos.
Frente a estos estudios, para nada concluyentes, hay evi-
dencias empíricas de que las cosas podrían ser incluso al
contrario de lo que dicen Seligman y sus acólitos. El opti-
mismo, la felicidad y los estados mentales positivos nada
tienen que ver con la salud o la supervivencia. En este sen-
tido, los estudios son claros: las personas con depresión
moderada tienen más posibilidades de vivir más años que
las no deprimidas o las profundamente deprimidas (Ehr-
enreich, 2011), pues el carácter optimista puede estar rela-
cionado con la tendencia a correr riesgos y esto, a su vez,
estaría relacionado con un mayor número de accidentes a
cualquier edad. Por otro lado, los jóvenes realistas sobre su
situación y expectativas son menos proclives a tener de-
presión que los optimistas, al tiempo que los pesimistas se
deprimen mucho menos cuando la vida les da de lado (Ehr-
enreich, 2011). Finalmente, hablan de las conexiones entre
optimismo y sistema inmunitario, a la luz de la psiconeu-
roinmunología, aunque no hay ningún indicio concluyente
al respecto y sí muchos estudios contradictorios.
Solo en el caso de la enfermedad coronaria parece haber
alguna evidencia a favor de las teorías de los Psicólogos
Positivos, a la que estos se aferran con fuerza, silenciado
todo lo anterior. Al tiempo, sostienen vínculos inexistentes
entre optimismo y supervivencia al cáncer que han tomado
del Pensamiento Positivo y del movimiento de Autoayuda;
incluso algunos, a pesar de su pretendida cientificidad, aún
mantienen la existencia de una personalidad prona al cán-
cer (Vera Paseck, 2006), aunque esto fue tildado de patraña
hace décadas.
En la lógica del lanzamiento editorial (Pérez Álvarez,
2007) los autores y los manuales de Psicología Positiva si-
guen una estrategia clara: en primer lugar, no mencionan
nada de todo esto; o, si lo hacen, dicen que se trata de estu-
A la Psicología Positiva le ocurre lo que a Freud, que dijo cosas
ciertas y cosas nuevas, pero por desgracia las ciertas no son
nuevas y las nuevas no son ciertas
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dios no concluyentes, simples anécdotas o lo adornan con
coletillas autosuficientes como “hay ocasiones en las que
el pensamiento negativo es positivo” (Vera Poseck 2006).
Aunque lo más común es hacer uso de lo que predican y
mirar estos datos con optimismo, es decir cerrar los ojos a
la realidad, así para Vera Poseck (2006), gurú nacional de
la Psicología Positiva, estos datos “no debe[n] ser causa de
desaliento, sino que nos da una idea de la complejidad del
objeto estudiado”. El problema no es tanto que se nieguen
a admitir esta realidad (de hacerlo cerrarían el negocio),
sino que los medios de comunicación tampoco dan pábulo
a estos estudios críticos (Ehrenreich, 2011). El público solo
recibe el mensaje de la Psicología Positiva y sus cuestiona-
bles hallazgos. Así, no es de extrañar que la doctrina de lo
positivo, lo fácil y lo cómodo por encima de lo negativo y
lo difícil esté de moda.
Las raíces ideológicas y los intereses económicos y po-
líticos que hay tras el movimiento encabezado por Selig-
man se pueden encontrar en el hecho de que los estudios de
Psicología Positiva están siendo financiados por la oscura
Fundación Templeton, la cual en una década ha dado más
de 3 millones de dólares para el estudio de estas cuestio-
nes (Ehrenreich, 2011). Esta fundación es conocida por
abogar por el tratamiento en pie de igualdad de ciencia y
religión, financiar campañas a favor del diseño inteligente
como alternativa al evolucionismo, financiar estudios sobre
la eficacia de las plegarias (Ehrenreich, 2011) o las virtudes
cristianas (que, curiosamente, son las mismas que interesan
a la Psicología Positiva: humildad, valor, templanza, grati-
tud…). Sir John Templeton llegó a ser un importante gurú
de la autoayuda y se declaraba seguidor y amigo de Nor-
man Vincent Peale, consagrado autor del Pensamiento Po-
sitivo y padre de la autoayuda. Es curioso que un Seligman
que se declara encarnizado enemigo de la autoayuda sea
financiado por una fundación con tan evidentes lazos con
este movimiento. A nivel más político, el actual presidente
de la Fundación, John Templeton Jr., es uno de los grandes
donantes del Partido Republicano, realizó campaña para
que los evangelistas apoyasen a Bush (Ehrenreich, 2011),
mostró sus simpatías hacia McKein, se mostró partidario
de la intervención en Irak o abogó por la reforma constitu-
cional en el estado de California a fin de prohibir el matri-
monio homosexual. Fomenta mediante becas y premios los
estudios sobre los beneficios de la libre empresa y a favor
de organizaciones conservadoras con mensajes como “¿Por
qué tiene que vivir la mitad de la población mundial en con-
diciones de relativa penuria cuando se ha demostrado que
las leyes del mercado y la libertad de empresa pueden con-
ducir a un desarrollo económico sostenido?” (Ehrenreich,
2011, pág. 202). No se trata tanto de que la Psicología Po-
sitiva sea una conspiración de la derecha, a pesar de que
Seligman se declara abiertamente conservador, sino de que
se sirve de palabras científicas –que no argumentos– para
defender una visión del mundo conforme a los ideales de la
derecha americana.
Este movimiento, pretendidamente psicológico, preten-
didamente científico, se ha transmutado, desde una rebelión
frente a la psicología negativa, en un movimiento afecto al
sistema y “alineado con la patronal” (Ehrenreich, 2011),
en tanto en cuanto defiende los intereses y valores de este.
Uno de los colaboradores de Seligman, Chris Paterson, de-
claraba a un periódico (tomado de Ehrenreich, 2011, pág.
205) “A la cultura empresarial más pragmática lo que le
interesa hoy día es tener menos trabajadores, pero que tra-
bajen más. De ahí que se estén dando cuenta de que, si
esos trabajadores son felices, trabajarán más y serán más
productivos […]”. Aunque la perla se la lleva Seligman al
afirmar que “[…] Quienes les hacen reproches a los demás
y se ponen del lado de los desamparados, pueden sentirse
mejor en el momento […]; pero esos sentimientos son tran-
sitorios”, es curioso que quien afirma esto diga en sus libros
que las acciones de ayuda al prójimo facilitan la felicidad
verdadera… cuando se trate de un prójimo blanco, rico,
creyente y casado. Tal vez por ello, a Seligman no le costó
mucho comenzar a dar charlas a los agentes del ejército
estadounidense encargados de desarrollar nuevas formas
de tortura para los sospechosos de terrorismo (Ehrenreich,
2011). Seligman reconoce estar en contra del cambio so-
cial: “La buena noticia es que las circunstancias a veces
cambian la felicidad para mejor. La mala es que cambiar
esas circunstancias generalmente no sirve para nada y
sale caro” (Seligman, 2011). De estas manera Seligman
pinta a la política o al activismo social como algo marginal
y casi inútil, si las circunstancias representan un 25% o me-
nos de la felicidad y, al tiempo, esas circunstancias han de
ser descompuestas en 20 factores, ¿ qué peso real tendrían
la política, el aspecto social, la justicia o la igualdad?
El sujeto que plantea la Psicología Positiva responde a la
La gran crítica es que la Psicología Positiva es un ropaje que
pretende dar validez científica universal a la visión americana del
mundo, jugando a la tiranía de la actitud positiva
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necesidad ideológica de apartarle de cualquier cuestiona-
miento de la realidad o de cualquier aspiración a cambiar
esta, lo que se consigue con lo que Lazarus (2003) llama
Pollyannismo: el intento de evitar enfrentarse a la realidad.
Sin embargo, cualquier avance en la fortaleza, en la sensi-
bilidad, lleva implícita la necesidad de enfrentarse al lado
desagradable y oscuro no solo del mundo, sino también de
nosotros mismos. Seligman (2011) propone una visión que
anula estos puntos y se centra en los aspectos más positivos,
que no solo no son los más importantes, sino que parecen
encajar en la configuración del ciudadano ideal según los
cánones neoliberales de finales del siglo XIX. Esta visión,
lejos de ser una visión científica, es una visión ideológica
con profundas y preocupantes repercusiones éticas y mo-
rales (Lazarus, 2003) pues propugna un ciudadano con un
grado muy bajo de responsabilidad, con una mínima aper-
tura al mundo real y totalmente desvinculado del cambio y
la acción social.
Mientras el movimiento del Pensamiento Positivo de-
rivaba de la religión y casi de la magia, con sus técnicas
de visualización, canalización y deseo, y sus métodos rá-
pidos y mágicos para lograr la riqueza, el amor, el trabajo,
la Psicología Positiva, más “digna” y “científica”, propone
algo mucho más noble. Frente al placer que ofrecería el
Pensamiento Positivo –el coche soñado, la mujer deseada,
el trabajo anhelado…- esta deparará no placeres, sino gra-
tificaciones que son “formas de placer que exigen esfuer-
zo” (Ehrenreich, 2011; Seligman, 2011), tareas con cuya
realización se disfruta, que ponen al sujeto en contacto con
sus fortalezas (Vera Poseck, 2006) y que, a su vez, serían
los ladrillos de los que estaría hecha la auténtica felicidad.
La consecuencia directa de la diferenciación entre place-
res y gratificaciones es que se puede hablar de tres tipos de
felicidad en función de que primen unos u otros. La vida
placentera, como su nombre indica, es aquella en la que se
persiguen los placeres; la buena vida es aquella basada en
experimentar emociones positivas; y la vida significativa
sería la protagonizada por las gratificaciones.Algo similar a
la experiencia cumbre de Maslow, aunque parece que para
este último este tipo de vida no estaría al alcance de todos,
mientras que la Psicología Positiva la democratiza, hacién-
dola accesible a cualquiera que sea optimista, feliz, que flu-
ya en su trabajo…
Es evidente que la realidad no invita al optimismo, y mu-
cho menos a ser positivo de forma continua. Seligman ex-
plica que no llaman a un optimismo simplón y ciego, sino a
uno flexible capaz de utilizar, cuando sea necesario, el rea-
lismo del pesimismo (Prieto-Ursúa, 2006; Held, 2002), es
decir un “optimismo realista” que consistiría en utilizar el
optimismo cuando este sea oportuno, lo que viene a ser, de
nuevo, nadar y guardar la ropa sin aportar nada novedoso.
Sin embargo, las propias palabras de Seligman (2011) y
sus seguidores no parece que estén hablando de un optimis-
mo flexible o realista sino más bien del mismo optimismo
bobalicón e irreal que propalaban sus primos del Pensa-
miento Positivo: “Es sorprendente que tengamos unos ni-
veles tan altos de pesimismo y depresión cuando el mundo
de hoy está más lejos de la amenaza nuclear que nunca;
cuando vivimos en un país cuyos indicadores económicos y
de bienestar, sin excepción, siguen mejorando; en un mun-
do en el que caen menos soldados en combate que en nin-
gún momento desde la Segunda Guerra Mundial; y en el
que el porcentaje de niños que mueren de hambre es el más
bajo de la historia”. Resultaría cuando menos ilustrativo
saber de dónde ha sacado Seligman sus datos, si no habrá
sido mediante la técnica de cerrar los ojos a toda eviden-
cia contraria a sus ideas, tal y como ordena el Pensamiento
Positivo. Con estas palabras, está claro que lo que se busca
no es justificar científicamente su movimiento, sino de jus-
tificar ética, moral y funcionalmente su mundo: el mundo
norteamericano neoliberal de finales del siglo XX.
El objetivo último de conseguir la felicidad implica nece-
sariamente saber qué es esta. De lo contrario, señalar con-
tinuamente los caminos para lograrla es equivalente a la
técnica que el barón de Munchausen empleaba para salir de
las arenas movedizas: agarrar sus propios cabellos y tirar
hacia arriba. El concepto de felicidad está plagado de con-
notaciones culturales y estas varían de una cultura a otra,
como el propio Seligman (2011) reconoce. En Occidente,
la felicidad se presenta como un logro individual que se ve
obstaculizado por la tristeza o el desaliento, mientras que
en culturas orientales la felicidad es un logro comunitario
que se asienta en la compasión y el apoyo de los demás. Se-
ligman sostiene haber encontrado una ecuación matemática
que da cuenta de la felicidad de forma universal:
F=R+C+V
Donde F sería el nivel de felicidad duradera, pues Selig-
man (2011) diferencia entre la felicidad duradera de la feli-
Los estudios de Psicología Positiva están siendo financiados por
la oscura Fundación Templeton, la cual en una década ha dado
más de 3 millones de dólares para el estudio de estas cuestiones
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cidad momentánea. R sería el rango fijo de felicidad deter-
minado por nuestra dotación genética y que, más o menos,
equivale a la mitad de la puntuación que obtendríamos en
una escala de felicidad como la propuesta por Sonja Luy-
bomirsky (Seligman, 2011, pág. 80). Existiendo, por tanto,
un rango fijo de felicidad heredado, no cabe hacerse mu-
chas ilusiones sobre el cambio; lo que, de forma encubierta,
sirve a la Psicología Positiva para apelar al conformismo.
La C correspondería a las circunstancias y la V a variables
voluntarias, donde Seligman abre paso a sostener que la
felicidad depende más de uno mismo –de su dotación ge-
nética y sus pensamientos- que de las circunstancias. Para
justificarse, echa mano de la Teoría de la Depresión de Aa-
ron Beck, lo que implica reconocer, otra vez, que no está
aportando nada nuevo.
Así, para Seligman (2011, pág. 101) la felicidad vendría
determinada por las siguientes circunstancias:
“Vivir en una democracia sana, no en una dictadura em-
pobrecida (gran efecto).
Casarse (efecto intenso, pero quizá la relación no causal).
Evitar acontecimientos negativos y emociones negativas
(solo efecto moderado).
Forjarse un entramado social rico (efecto intenso, pero
quizá de relación no causal).
Acercarse a la religión (efecto moderado).
Ganar más dinero (El dinero tiene un efecto escaso […]).
Gozar de buena salud (la que importa es la salud subje-
tiva, no la objetiva).
Elevar al máximo su nivel de estudios (ningún efecto).
Cambiar de raza (¿?) o trasladarse a un clima más so-
leado (ningún efecto).”
De estas nueve circunstancias, algunas no merecen nin-
gún comentario, pues resultan obvias; otras resultan senci-
llamente incomprensibles, como la número nueve; mien-
tras que el resto llaman, a pesar de toda la palabrería de
Seligman sobre su estudio de las virtudes y la felicidad a
lo largo y ancho del mundo, a entender que solo los occi-
dentales blancos, casados y creyentes serían felices. Puesto
que el mayor peso lo tendría el vivir en una democracia
sana, todos aquellos seres humanos que han vivido antes de
advenimiento de nuestras democracias no han podido ser
felices; e incluso aquellos que vivan, ya no en una dicta-
dura, sino en una democracia que el modelo ideológico de
Seligman entienda como insana, no podrán ser felices. Pa-
rece que el concepto de felicidad de Seligman se aproxima
mucho al concepto de fin de la historia de su excorreligio-
nario ideológico F. Fukuyama.
Las circunstancias cobran, como hemos visto, un peso
menor en la determinación de la felicidad y Seligman lla-
ma, por tanto, a no luchar contra ellas y a centrarse en el
trabajo interior. Para apoyar esta teoría se citan, continua-
mente, estudios que concluyen que las personas confinadas
en una silla de ruedas no tienen más depresión que el resto
o que tampoco hay mayor tasa de depresión o infelicidad
entre los ancianos. En realidad, de todo esto solo es posible
concluir la falsedad del mito que relaciona ambas circuns-
tancias con la depresión, pero no permite extraer ninguna
conclusión más. En este apartado Seligman introduce con
calzador la idea de que las personas que han perdido su
trabajo no tienen más depresión que las que lo conservan,
tal vez porque, angustiadas y dedicadas a buscar empleo,
no tienen tiempo para deprimirse.
Peterson (en Vera Poseck, 2006, pág. 61) señala las co-
rrelaciones de algunos conceptos con la felicidad, clasi-
ficándolos en los que tienen poca correlación, los que la
tienen moderada y los que la tienen alta. El problema es
que muchos de los elementos de una u otra columna es-
tán correlacionados entre sí, o incluso tienen relaciones de
causación entre ellos, por lo que la correlación total con la
felicidad estaría sobredimensionada, quedando invalidadas
las conclusiones por un problema de multicolinealidad. Así
por ejemplo, el tener trabajo está correlacionado con aspec-
tos como la educación, la clase social o la etnia, al tiempo
que el ocio depende de tener trabajo y de la clase social, y
en todo ello el salario pesa también lo suyo. (Véase tabla).
Visto esto, solo podemos estar de acuerdo con Ehrenreich
(2011) en que la ecuación de Seligman es pseudocientífi-
ca, matemáticamente infundada y únicamente persigue el
objeto de presumir de científico al usar una expresión de
ese tipo en un texto, por otro lado, plagado de anécdotas
personales irrelevantes. Ehrenreich señala acertadamen-
te que Seligman no explica por qué la ecuación toma una
forma meramente aditiva y no de cualquier otra expresión,
cuando de una lectura del texto se desprende que Seligman
en verdad habla de la felicidad como F=f(S,C,V). ¿Cuál es
el problema de esta última expresión? Que es más difícil
hacerla comprender a quien poco sepa de matemáticas. Por
otro lado, parece que la expresión está sumando unidades
diferentes, o... ¿ se miden en las mismas unidades el com-
ponente genético, el ambiental y el esfuerzo personal?
Es importante no olvidar que todo esto no es solo una crí-
tica a la Psicología Positiva por poco científica o por tener
más de ideología que de ciencia o psicología, sino también
porque es peligrosa. La excesiva presión hacia la actitud
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positiva genera, por necesidad, lo contrario de lo buscado:
la infelicidad. Ejemplificar al buen trabajador, al buen pa-
dre, al buen ciudadano como aquel que siempre es positivo,
que solo ve lo bueno y que, en consecuencia, solo parecen
pasarle cosas buenas, hace surgir sentimientos de culpabi-
lidad e, incluso, indefensión –algo de lo que Seligman sabe
algo-. Al tiempo, se fomenta la idea de que sentirse mal,
estar triste, deprimido, angustiado, es algo antinatural, in-
deseable y evitable a toda costa, lo que implica pensar que
no puede ser saludable sentirse así y que, por tanto, es algo
patológico. La obligación de ser feliz siempre y su impo-
sibilidad fáctica hacen a los sujetos más infelices que si tal
obligación no existiese.
Al tiempo, esa obligación desvela otra de las falacias de
la Psicología Positiva: esta se presenta como una reacción
(Seligman, 2011; Vera Poseck, 2006; Vázquez, 2006) a esa
psicología negativa amparada en el modelo médico de sa-
lud/enfermedad mental. En este mismo terreno, la Psicolo-
gía Positiva trata de darse una pátina de prestigio intelectual
y, llamando a la dialéctica de Hegel, se presenta no como
opuesta a la psicología tradicional sino como síntesis de la
lucha entre esta y su antítesis que, incomprensiblemente,
es la propia Psicología Positiva; es decir, se presenta como
antítesis y síntesis al mismo tiempo, o lo que es más fácil:
se presenta citando a Hegel sin haberlo leído ni entendido.
Sin embargo, el único modelo que puede justificar la hui-
da a toda costa del dolor, de lo negativo, es precisamente
el modelo médico, del que Seligman dice huir. Al igual que
no toleramos el menor dolor físico, tampoco deberíamos,
según este enfoque, admitir el menor malestar psíquico.
Toda la palabrería de Seligman sobre su estudio de las virtudes
y la felicidad a lo largo y ancho del mundo lleva a entender que
solo los occidentales blancos, casados y creyentes serían felices
Aaron Beck (foto: Archivo, www.heinzawards.net)
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Flaco favor hace al replanteamiento del modelo de salud
mental la Psicología Positiva siguiendo el planteamiento
del dolor psíquico como dolor biológico (Barraca, 2005).
La filosofía propagada de evitar el malestar psicológico a
toda costa, igual que se evita el dolor físico, ha contribui-
do a psicologizar cualquier problema de la vida (Barraca,
2005) y hacer a los sujetos menos capaces de afrontar esta
y sus altibajos sin ayuda profesional (Barraca, 2005; Pérez
Álvarez, 2007). Es extraño que Seligman, que presume de
haber rastreado las religiones, la filosofía y la espiritualidad
de todo el planeta, no se haya dado cuenta de que todos
coinciden en una cosa: el carácter sempiterno e ineludible
del dolor y del malestar. Además, la Psicología Positiva cae
en el mismo error que su denostada psicología negativa: si
esta última entendía que cualquier reacción no dramática a
un trauma era patológica, aquella entenderá como patológi-
ca cualquier reacción a un trauma que no sea positiva. Aun
huyendo del modelo médico, la Psicología Positiva crea su
propio sistema de generar pacientes y patologías, pues el
no poder alcanzar la felicidad -imposible por otro lado- ge-
nera ilimitados pacientes potenciales. Vera Poseck (2006)
muestra cómo es el proceso; a su entender, el ser humano no
está preparado para estar ocioso, pues si lo está se generan
problemas que han de ser enfocados desde la óptica de la
Psicología Positiva, y... ¡ya está! Ya hay un nuevo paciente.
El ocio, tan mal visto en la sociedad norteamericana si no
es consumista, como el pecado de antaño como causa de
enfermedad. La psicología tradicional tiene una categoría
similar, la Leisure Sickness (Blech, 2005) que, por lo vis-
to, afecta a los jubilados ingleses y alemanes que vienen a
Mallorca.
Casi cabría entender que el mensaje de los psicólogos po-
sitivos no es tanto ”controle sus emociones negativas para
ser feliz”, como “ponga un psicólogo en su vida para ser fe-
liz”. Lo que no desdice mucho del mensaje del Pensamiento
Positivo, ponga este libro, este DVD, un motivador o un
coach en su vida para ser feliz y obtener todo lo que quiera.
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