el esc
é
ptico
17
otoño 2016
A finales de los años 1980 tuve una grave enfermedad: sufrí
una flebitis de la Vena Mística. Una vena que ni siquiera
sabía que existiera, y eso que por aquel entonces ya era mé-
dico; mejor dicho, había terminado la carrera de Medicina,
que no es lo mismo.
La Vena Mística se localiza en el cerebro; en eso están
de acuerdo todos los especialistas. En lo que no hay con-
senso es en la localización: unos la sitúan en el hipocampo,
otros en el lóbulo prefrontal, allí donde el maestro Lobsang
Rampa situaba el tercer ojo. Incluso hay quien niega su
existencia. Pero para quienes hemos padecido esta flebitis,
lo incuestionable son las perversas manifestaciones de tal
patología: un delirio, a veces febril, presidido por la sensa-
ción —tan gratificante por otra parte— de omnipotencia.
Entre los aspirantes a médico este delirio es un tanto peli-
groso, y en el caso de profesionales consolidados, un au-
téntico desastre de graves consecuencias para los pacientes,
dado el déficit cognitivo que sufren los médicos afectados
por dicha enfermedad. Ese déficit es fácilmente explicable
si tenemos en cuenta que para ellos la duda no existe, pues
confunden sus deseos con la realidad. Esto, como se ha di-
cho, en asuntos de salud es peligroso.
Desde mi punto de vista, basado en el conocimiento y
la experimentación, los médicos afectados deberían ser
apartados ipso facto de las consultas para ser puestos en
tratamiento; y si no se dejan, que es lo más habitual dada la
prepotencia que de por sí ya afecta a algunos galenos, de-
berán ser recusados por la vía judicial. Tranquilos, tampoco
habría gran menoscabo de la asistencia sanitaria, pues a pe-
sar de que el mal está bastante extendido y va adquiriendo
características de pandemia, de momento afecta sobre todo
a sanitarios (creo que podemos incluir a las enfermeras)
que trabajan en consultas privadas. En la sanidad pública,
qué duda cabe, también hay sanitarios afectados, pero en
ellos la enfermedad no se manifiesta de manera tan aguda y
evidente; digamos que la sufren con más discreción. Y creo
saber el motivo: esta levedad de síntomas entre los profe-
sionales de la sanidad pública se debe principalmente a la
ausencia de motivación; esto es fundamental para que la
clínica no se retroalimente y acabe, con un poco de suerte,
por extinguirse; es decir, que tiene feed-back negativo. ¿Y
de que depende la motivación? Obvio: de la gratificación
que obtienes de tus acciones. Y, como en la situación que
nos ocupa la gratificación nunca viene de donde tiene que
venir, es decir, de la satisfacción causada por la sanación
del paciente —en este caso, del incauto que cae en tus ma-
nos—, solo puede proceder del dinero que el paciente paga
religiosamente y con gusto, pues una característica de esta
enfermedad es que los unos buscan a los otros y viceversa,
en una situación de feed-back positivo difícil de modificar.
La etiopatogenia de la flebitis de la Vena Mística es mul-
tifactorial, habiendo tantas causas como personas. Por la
misma razón, el tratamiento es multidisclipinar y persona-
lizado, algo que, por cierto, los afectados no se cansan de
repetir. De entre todas las terapias posibles, es la homeopa-
tía, con su amplio surtido de remedios, la más solicitada.
Por ello, fue mi terapéutica elegida como médico destinado
a la ardua y poco reconocida misión de curar definitiva y
realmente a todo el mundo sin intoxicarme yo con el mate-
rialismo científico y sin envenenar a mis pacientes con fár-
macos salvajemente despiadados con la holística integridad
del ser humano.
Hasta el momento en que caí enfermo era un chico nor-
mal, si es que esto existe, que había superado con éxito
todos los filtros sociales de la época, ceremonias de ini-
ciación incluidas. Era un hombre estándar que de repen-
te, como suele ocurrir, enfermó. Cuando en pleno delirio
mandé todo al carajo y me convertí a la fe homeopática,
el primer obstáculo que encontré fue que era bien difícil
estudiar homeopatía en España. Entonces no había la pro-
liferación de másteres y diplomaturas de hoy en día; era un
conocimiento un tanto esotérico y críptico, solo al alcance
de privilegiados que habían recibido la inspiración directa
del propio Hahnemann. Para hacernos una idea de lo inac-
cesible que era tan arcano saber, un detalle: teníamos en la
carrera una asignatura maría que era Historia de la Medici-
na, no sé si se sigue impartiendo. El caso es que, en dicha
asignatura, no se hacía mención ni de la homeopatía ni de
ninguna otra terapéutica alternativa, que dicen los laicos, y
aseguro que una vez terminada la carrera desconocía hasta
Holísticos todos
Mauri Camio
ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
La parábola del médico exhomeópata
el esc
é
ptico
18
otoño 2016
la existencia de tamaño caudal de conocimiento empírico.
Cuando enfermé, mi delirio de poseso me llevó a una
interpretación audaz de esta ausencia de información como
una artimaña deliberada por parte de los que manejaban el
cotarro: de las multinacionales farmacéuticas, el Estado
opresor y sus poderes fácticos, las Iglesias y sus acólitos,
la sociedad entera, envidiosa, ignorante y rencorosa. Un
complot en toda regla del establishment para desacreditar e
ignorar la homeopatía, la bendita panacea que, por el hecho
de restablecer completamente y hasta la muerte la salud de
la gente —y además por poco dinero—, acabaría con sus
negocios y prebendas, que pasaban por mantener enferma
a la sociedad y, por lo tanto, dependiente de sus fármacos,
sus hospitales y sus miserias. Juro por Hipócrates que este
fue mi sincero razonamiento, creencia intuitiva y punto de
partida; ahora me parece increíble tamaña diarrea mental
pero, para qué nos vamos a engañar, así fue.
Comenzaron mis pesquisas en busca del Santo Grial ho-
meopático y así, entre tinieblas pero dirigido e informado
por revistas de la época —Integral me gustaba mucho—,
di con una librería en Madrid donde encontré lo que busca-
ba: ¡¡El Organon!!, Torá revelada; ¡¡la Materia Médica de
Kent!!, redivivo Necronomicón; textos de Vannier, Vithou-
lkas… Hasta los nombres de los autores me magnetizaban.
Fui feliz en aquella librería de Ópera, sí.
Reconozco que estos libros —y otros muchos que devo-
raba— me iban resultando un tostón indigesto, pero acha-
qué a mi ignorancia la imposibilidad de descifrar y digerir
escritos tan velados como aburridos. Ni por un momento
sospeché que eran majadería impresa; todo lo contrario, me
dije que no se hizo la miel para la boca del asno, y había
que desasnarse al precio que fuera. Continué con mis inda-
gaciones, hasta que localicé la institución que colmaría mis
ansias: la Academia Homeopática de Barcelona.
Allí dirigí mis pasos y mis súplicas hasta que, por un
módico precio, me admitieron junto con otros 49 médicos
tan iluminados como yo; era el año 1990. Podría contar
muchas anécdotas de aquella experiencia; pero corramos
un tupido velo, que no quiero ofender a nadie. Me diplomé
el año 1992, tras un examen —al cual se dignaron acudir
miembros de una fundación tan importante como el Hospi-
tal Homeopático de Londres— en el que se me pidió una
disertación oral sobre los efectos de la Coffea cruda (café
en grano), momento glorioso en el cual acuñé una defini-
ción que ha pasado a la Materia Médica Homeopática: Co-
ffea provoca una catarata de ideas, por lo que puede servir
para estados anímicos caracterizados por la verborrea. So-
bresaliente.
Con la poca ilusión que me quedaba tras haber pasado
por la Academia de Barcelona, adquirí en traspaso un her-
bolario cerca del mercado de Maravillas en Madrid. Pare-
cía una buena manera de captar clientela. Durante un año
dilapidé mis bienes, pero me sirvió para descubrir cosas
sumamente interesantes, que a la larga me han sido de gran
utilidad: que la gente te minusvalora si vas de legal o co-
bras poco; que no sirvo para regentar un negocio; que la
competencia era feroz; y lo más importante, descubrí que
me faltaba un ingrediente primordial si quería buscarme la
vida con la medicina privada: no dominaba el arte del pari-
pé. Estoy más dotado para la comedia o incluso para capear
tragedias, pero la farsa no es lo mío. Recordemos la segun-
da acepción que el diccionario tiene sobre esta palabra:
Farsa: Enredo que tiene como fin engañar o aparentar.
La realidad me abofeteó en toda la cara. La inercia creó
otro inadaptado, otro misántropo al cual no le quedaba otra
salida que refugiarse en algún lugar aislado para lamerse
las heridas. Y así es como recalé en Menorca, bendita sea.
Pero no estaba escarmentado. Tardé poco tiempo en re-
cuperar la autoestima y reunir valor para volver a las anda-
das, algo normal en una isla plagada de místicos exiliados
de varios continentes. El mecanismo de feed-back positivo
funcionó como una turbina. A los pocos meses de llegar, ya
había tomado contacto con la mayoría de los iluminados,
estupefactos ellos de topar con un médico que se dedicaba
a sus mismos menesteres, una rara avis que renegaba de
la ciencia y de sus maléficos argumentos y poderes. Era
otra farsa, pero más ingenua —y diluida hasta la enésima
potencia—, en la que me movía a mis anchas. Tres lustros
duró la broma.
A partir de cierto punto, una vez pasados los primeros
meses de reconocimiento y aceptación por parte de la inte-
lligentsia holistica de la isla, intenté apartarme de la carco-
ma mística sin ofenderla. Evitaba participar en sus ceremo-
nias pero sin parecer herético, conversaba sin intercambiar
experiencias místico-terapéuticas, fingía dicha y alborozo
por pertenecer a la camada holística… Algo agotador, y
solo al alcance de los grandes cínicos. Y como yo no soy
grande en nada, poco a poco me fueron abandonando no
solo mis pretendidos compañeros terapeutas, sino también
los pacientes, que con su intuición captaban las ambiguas
señales que emitía mi córtex. Primero me abandonaron los
veganos, los macrobióticos, los yoguis, los budistas y los
nazarenos, chamanes variopintos todos ellos, de sólidas
convicciones y largas antenas. Pero no me preocupó, por-
que era mi deseo. Luego dejaron de acudir a mi bonita con-
sulta junto al mar los enfermos mentales y los infecciosos.
Pero no me preocupó, porque ninguno se curaba. Luego
los hipertensos, los cardiópatas y los enfisematosos. Pero
Coffea provoca una catarata de ideas, por lo que puede
servir para estados anímicos caracterizados por la verbo-
rrea. Sobresaliente.
el esc
é
ptico
19
otoño 2016
no me preocupó, porque ninguno se curaba. Más tarde, los
psoriásicos y los alérgicos. Pero no me preocupó, porque
ninguno se curaba. Y luego las embarazadas y las madres
con sus criaturas. Pero no me preocupó —¡Dios, qué ali-
vio!, eran más papistas que el papa—, porque ninguna se
curaba. Finalmente, me quedé a merced de los trastornados,
premenopáusicas y andropáusicos varios, los despistados
y los que querían dejar el tabaco. Y así seguí por este de-
rrotero hasta que me quedé solo y contento, que era lo que
deseaba.
Las flebitis de cualquier vena son enfermedades autoli-
mitadas que, en personas por lo demás sanas, curan solas;
si acaso hay que ayudarlas, se aplica frío en la vena infla-
mada, se aconseja reposo relativo y se prescribe algún an-
tinflamatorio. Basta con eso, salvo en aquellas que afectan
a venas delicadas —como es la que nos ocupa—, en cuyo
caso, aunque la inflamación ceda espontáneamente (como
todas las demás), suelen quedar secuelas a veces graves y,
sobre todo, duraderas. Estas secuelas no producen limita-
ciones funcionales ni ponen la vida en peligro, pero causan
una discapacidad mental difícil de tratar por insidiosa, en-
gañosa y autocomplaciente hasta el regodeo. Es decir, que
el pronóstico no es halagüeño, pero se puede curar; lo juro
por Hahnemann.
En mi caso, la flebitis sanó; bien es cierto que la conva-
lecencia duró lo suyo, pero aquí estoy. «¿Y cuál es la rece-
ta?», os preguntaréis. Pues no la hay, porque cada enfermo
es un mundo. Así que no puedo daros de lo que no hay; o
mejor dicho, podría daros miles de recetas, pero ninguna
sirve. De todas formas, no era mi intención con este relato,
que no tiene nada de cuento, reprender a incautos, aliviar
pesares o descargar culpas. Tampoco quiero poner en sol-
fa nada ni a nadie; que cada uno se engañe o se envenene
como pueda y quiera. Ya estoy saciado de ver y oír penas
y, aunque todavía me conmuevan los achaques que afligen
al ser humano, ya no aconsejo ni cobrando. No. Mi relato
va dirigido a mis compañeros médicos y enfermeros —con
los otros ni me trato— que se dedican a entretener males
con mejor o peor voluntad, que lo mismo da, pues has de
saber que por tu simple voluntad nadie sanará, colega. La
fe ciega y todos tus holísticos saberes producen tan solo un
triste efecto placebo que dura lo que dura: la consulta y un
minuto más. ¿Y después? A otro perro con ese hueso.
No soy un converso; en todo caso, un reconvertido que,
en realidad, intentando regresar del más allá, se va dejando
la piel a tiras por el espinoso camino de la verdad.
(foto: Earl R. Shumaker, flickr.com/photos/64141731@N03/)