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Aperitivo social y lingüístico
Aunque parezca una obviedad, la diremos: quienes
crean y hacen ciencia, también quienes la enseñan y
divulgan, son seres humanos, con frecuencia determi-
nados por condicionantes laborales, de la carrera aca-
démica o investigadora, pero también por excesos y
desórdenes de su propio ego. Tales condicionantes y
características de su personalidad pueden violentar en
ocasiones el respeto a la realidad en que se sustenta
la distinción que singulariza a la ciencia frente a otras
creaciones de la mente, como por ejemplo el arte o la
religión, cuya función no es precisamente explicar la
realidad. Se trata de un asunto que puede ser demo-
ledor para el ejercicio honesto del trabajo científico,
para la extensión de su credibilidad, y también, y no
en menor grado, para la sociedad: los efectos dañinos
que puede tener sobre las personas la mala interpreta-
ción — y a veces la perversión— de lo que significa
hacer y transmitir ciencia pueden ser muy grandes y,
en el caso de la salud, a veces hasta irreversibles.
Es importante prestar atención al factor humano
que mueve los hilos de la interpretación de las cosas;
no hay que descartarlo por creer que la especializa-
ción del trabajo científico está al margen de las limita-
ciones y los recelos humanos, y que ya se encargarán
otros del asunto. En el caso de la ciencia, esa demarca-
ción de dimensiones —social, científica—, además de
idealizadora, puede ser muy perniciosa, pues no solo
es crucial poner la vista en lo que ocurre fuera de la
ciencia, en cómo la percibe la sociedad, sino también
en lo que acontece en su interior, en cómo se cons-
truye y se desarrolla. Si se trabaja en ambos campos,
dentro y fuera, la perspectiva de la interacción cien-
cia-sociedad es lógico que crezca, y es probable que
sea más difícil convertir a la ciencia en caldo de cul-
tivo para, entre otros, los prejuicios, el conocimiento
imaginario, los servicios inventados y la desconfianza
en la propia ciencia frente a creencias que, paradóji-
camente, tienden no pocas veces a interpretarse como
conocimiento fiable.
El esfuerzo de clarificación que pueda venir desde
la propia ciencia será un factor determinante para fo-
mentar el progreso de las personas, en particular, el de
quienes no tienen formación científica o, teniéndola,
no han desarrollado suficiente pensamiento crítico.
No llevar a cabo ese esfuerzo clarificador con lengua-
je comprensible para el no experto, pues cada persona
dedica el tiempo de la vida a tareas diferentes, puede
¿
Miente la ciencia?
Marisa Marquina San Miguel
ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
Mientras no dejes de subir,
no se terminan los escalones,
crecen bajo tus pies que avanzan
Franz Kafka
E
n los últimos tiempos parece estar extendiéndose la idea ya conocida de que
en el interior del espacio científico se dan mentiras, engaños y fraudes. Dado
que la aplicación generalizada de esa suposición genera sospecha y debilita el
valor y el potencial de la ciencia como forma de conocimiento que respeta el prin-
cipio de realidad, este artículo somete a reflexión algunas ideas comprometidas con
la tarea científica y hace una llamada a que los expertos de cada campo sean cons-
cientes del problema y hagan llegar en lo posible sus conocimientos a la sociedad.
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suponer hacer a los individuos más vulnerables frente
a la proliferación de engaños, y no es difícil que es-
tos se conviertan en factores necesarios que tiranizan
el pensamiento, esto es —recordando a Holbach—,
en factores que violan de forma cruel la capacidad de
pensar y elegir de la forma más autónoma posible. La
historia de los humanos muestra que no se ha respe-
tado esa capacidad muy a menudo; no obstante, y a
pesar de ello, la resistencia de tratar de pensar por uno
mismo dice que tiene sentido insistir en que no debe
ser violentada por ningún humano: en ella radica la
principal expresión de la libertad potencial de cada
persona.
Dado que entre el lenguaje y el pensamiento existe
una relación de especial colaboración y complicidad,
es importante no dejar de poner atención en el sig-
nificado de sus elementos, las palabras y sus combi-
naciones. Noam Chomsky recuerda la importancia
de tratar de definir con la mayor claridad posible el
papel del lenguaje en la comunicación humana. Se ha
escrito mucho sobre ello, pues es una capacidad sor-
prendente, dependiente de algunas destrezas ligadas a
la actividad cerebral; pero quizá no se ha señalado lo
suficiente que la teoría de la evolución, con Darwin
a la cabeza —aunque no solo él—, destacó que los
seres humanos difieren de los animales «inferiores»
únicamente por su capacidad potencialmente infinita
de asociar y combinar sonidos e ideas [CHOM 2017,
pp. 26-27]. Y para la ciencia es crucial esa posibilidad
combinatoria abierta que permite crear nuevas rela-
ciones de ideas y nuevas conexiones entre fenómenos.
En el lenguaje humano, determinar la semántica de
los mensajes es mucho más complejo y menos exacto
que en el lenguaje formal y matemático. En este, la
asignación de valor a las variables es un proceso no
estrictamente comparable a la atribución de significa-
do a los términos y a las expresiones del lenguaje na-
tural humano. No en vano el desprestigio de la palabra
viene en parte de ahí, de la ausencia de rigor en el uso
que a menudo se le presupone, y por ahí se cuela un
montón de ruido. Es obvio que se trata de lenguajes
de distinta naturaleza, que operan en diferente nivel y
sirven a distintos objetivos.
Si las personas pudieran comunicarse con las re-
glas del lenguaje formal, simplificando la compleja
interacción entre cerebro y entorno, las ambigüeda-
des de la semántica se desvanecerían, pero probable-
mente ese proceso debilitaría la riqueza del universo
de significados potenciales. No en vano, la explosión
combinatoria del lenguaje humano y las imprecisio-
nes de la semántica son asuntos bien difíciles de mo-
delar para la inteligencia artificial, en especial cuando
se busca reproducir conductas que dependen de la
particular relación que el cerebro humano mantiene
con el entorno, ¿o acaso esta relación no es más que
una ilusión que por tanto no responde a la realidad?
[CER-WIKI]. Si el ser humano fuese un cerebro en
una cubeta, ¿podría tener perspectiva para percibir-
lo? El resumen de esta idea refiere a un experimento
mental con el que Hilary Putnam criticó las «teorías
mágicas de la referencia», es decir, aquellas hipótesis
que establecen que entre los nombres y aquello a lo
que refieren en la realidad existe una relación intrín-
secamente necesaria, que casi la hace mágica [PUT
1988, pp. 15-33].
La idea que subyace al experimento mental de Put-
nam causó perplejidad desde que se dio a conocer.
Rompía metáforas y relaciones esencialistas entre la
realidad y el lenguaje con el que se la representa e
intenta explicar, al tiempo que señalaba que «la dispo-
sición a sentirse perplejo es una característica valiosa
que hay que cultivar, desde la infancia hasta las inves-
tigaciones avanzadas» [CHO 2017, p. 34]. Que el fun-
cionamiento de la realidad muestre propiedades que
según se van descubriendo pueden resultar extrañas al
entendimiento, a las capacidades del cerebro humano,
es motivo de perplejidad. Esta no debe justificarse por
apelación a la fantasía o a la invención de cualquier
tipo para rellenar los huecos o posibles vacíos de la
razón; más bien, lo que debe implicar esa perplejidad
es acompañar con prudencia y humildad el esfuerzo
de intentar conocer. Pero la ciencia no se desarrolla en
un contexto abstracto como se señalaba al comenzar
Caricatura del experimento del cerebro en una cubeta (foto: Wikimedia)
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este punto, ni por personas que trabajen en entornos
en los que el respeto por el conocimiento sea, necesa-
riamente, el principal valor que preservar en la toma
de decisiones.
Mentira, engaño, fraude
La voz de la naturaleza es inteligible; la de la menti-
ra, ambigua, enigmática y misteriosa. El camino de la
verdad es recto; el de la impostura, torcido y tenebroso.
Esta verdad siempre necesaria para el hombre está he-
cha para ser comprendida por todos los espíritus justos,
las lecciones de la razón están hechas para ser segui-
das por todas las almas honradas [HOL 2016, p. 14]
Más allá de los experimentos mentales varios que
se puedan concebir, la cuestión es que el cerebro, ór-
gano que la evolución ha ido construyendo hasta el
presente, genera una conducta mental en la que se cru-
zan y realimentan procesos en los que los racionales
ligados a la cognición parecen ser solo una parte, que
además puede verse influida por otros sectores subya-
centes a las emociones y al comportamiento instintivo
más directamente relacionados con la supervivencia.
La confianza racional —que no fe— en el progreso de
la neurociencia es probable que allane el camino para
trabajar sobre nuevas hipótesis que permitan mejorar
la comprensión de la conducta humana en distintos
niveles, partiendo del análisis de estructuras físicas y
de la asignación de relevancia al tipo de relación que
puedan tener con el comportamiento de los distintos
registros de la mente. Y hará falta continuar trabajan-
do la difícil tarea de conectar el nivel fisicalista de los
procesos cerebrales con el simbólico de la mente pro-
ducido por aquellos.
Es posible que, respecto a las posibilidades de men-
tir, engañar y obrar de forma fraudulenta, a nivel teó-
rico no sea difícil zurcir acuerdos que expresen que
se trata de prácticas que no están bien o que, directa-
mente, están muy mal. Esto suele estar motivado por
la necesidad de invocar y transmitir de forma teórica
principios éticos, al tiempo que se intenta derivar de
ellos normas morales que tengan la función de limitar
comportamientos indeseados, comportamientos que
pueden tener lugar en los contextos donde uno menos
se lo espera o debería esperar: la ciencia, como crea-
ción humana que es, no tiene tampoco por qué ser una
excepción a este respecto.
El Diccionario de la Real Academia Española in-
cluye definiciones respecto a los términos mentira,
engaño y fraude que facilitan, a través de una lectura
selectiva, la posibilidad de establecer diferencias y re-
laciones entre ellos:
Mentira: expresión o manifestación contraria a lo
que se sabe, se piensa o se siente.
Engaño: falta de verdad en lo que se dice, hace,
cree, piensa o discurre.
Fraude: 1. Acción contraria a la verdad y a la recti-
tud, que perjudica a la persona contra quien se comete.
2. Acto tendente a eludir una disposición legal en per-
juicio del Estado o de terceros. 3. Delito que comete
el encargado de vigilar la ejecución de contratos pú-
blicos, o de algunos privados, confabulándose con la
representación de los intereses opuestos.
De acuerdo con la selección realizada, es común
al significado de los tres términos la sustitución, con
algún grado de intencionalidad, de algo verdadero por
algo falso. En el caso de la mentira, el foco se centra
en la importancia de «decir falsedad»; no obstante, no
está claro que exista una distinción nítida entre enga-
ño y mentira.
El contexto del engaño, aprovechando que el cere-
bro no es ajeno a él, en cierto modo se puede consi-
derar más amplio que el de la mentira, pues el engaño
implica producir o generar alguna ilusión utilizando,
además de palabras, gestos, situaciones u objetos ex-
puestos para fijar y confundir la atención. La magia es
desde este punto de vista un arte que logra confundir
los registros de la interpretación y de la percepción.
Por último, en la definición de fraude apuntada,
además de la necesidad del lenguaje como vehículo
de transmisión, destaca la mención de los términos
acción y delito. En los casos de mentira y engaño no
aparecía el perjuicio o la extorsión que se podía causar
a terceros —cosa que puede llamar la atención—, ni
tampoco aspecto legal alguno. Sin embargo, en rela-
ción al término fraude, parece que acción y delito son
los conceptos que polarizan su significado.
No hay que creer que la especialización del trabajo
científico está al margen de las limitaciones
y los recelos humanos.
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Entre otras posibles interpretaciones, de lo anterior
se puede deducir que, aunque en los tres casos ocu-
rre un proceso intencional de superposición de algo
verdadero por algo falso, los matices semánticos in-
dicados parecen referirse a las diferentes formas de
poner en práctica tal superposición. Puede también
inferirse, de acuerdo con las definiciones señaladas,
que la mentira y el engaño no tienen la dimensión pu-
nitiva que se asigna al fraude, y quizá pueda querer
esto decir que la limitación a la mentira y al engaño
solo pueda provenir, en último término, de la ética.
De ser así, problemático asunto, pues la ética parece
más bien refugio para el relleno de discursos bonitos,
alejados de parte del comportamiento humano y de la
fracción de realidad que le corresponde.
Es importante tratar de usar el lenguaje natural con
precisión, evitando la ambigüedad, para hacer lo posi-
ble por no sucumbir ante los cruces semánticos entre
los términos. Tales cruces facilitan el trabajo a las in-
tencionalidades impostoras y potencian la posibilidad
de iteración de los embustes que puedan generar hasta
el punto de llegar a quebrar la distinción entre lo real
y lo irreal.
Los hombres son desgraciados solo porque son ig-
norantes, son ignorantes porque todo lleva a impedir-
les que se ilustren, y son tan malos porque su razón no
está todavía suficientemente desarrollada [HOL 2016,
p. 14].
Algunos trapicheos científicos
No es la ciencia, como resultado de un proceso de
análisis, la que puede mentir; son algunas de las per-
sonas que trabajan en ella las que por motivos labo-
rales, de reputación profesional, de protagonismo o
de llana ambición, se dejan llevar por la capacidad de
seducción de la mentira.
Existen en la historia no pocas menciones a las
posibilidades varias que los científicos han tenido y
tienen de engañar. Claro, los científicos, entre otros
colectivos. El problema está en que a la ciencia, si se
está dispuesto a reflexionar un poco sobre su traba-
jo, su proceder y su alcance, no parece difícil poder
atribuirle dosis respetables de fiabilidad, asumiendo
su naturaleza, alejada de tener que ver con la cons-
trucción absoluta de verdades. Ocurre sin embargo
que los científicos pueden tener cierta ventaja sobre
los demás al tener control sobre el lenguaje formal
e informal que utilizan, ya que no están obligados a
transmitir sus conocimientos de forma inteligible para
el no experto [BET 2002, p. 107]. Y aquí, tratando de
distinguir los contextos a los que uno se dirige, en el
ámbito de la ciencia —pero no solo— hay que subra-
yar la importancia de la divulgación si se desea llegar
a un público amplio cuyos conocimientos y ocupacio-
nes pueden no estar cerca de la ciencia. La no especia-
lización no debiera ser un obstáculo para captar el es-
queleto del modo científico de pensar sobre diversos
temas, en especial si se intenta llegar al receptor con
claridad. De lo contrario, quien no tenga base sobre
un determinado asunto, cuando lea o reciba alguna
noticia sobre él, perderá la confianza racional que pu-
diera tener en entender y se convertirá en presa fácil
de fantasmagorías y engaños.
En el libro Las mentiras de la ciencia, Federico Di
Trocchio señala un asunto interesante: «Para críticos
e historiadores del arte, distinguir entre copias falsas y
originales representa desde siempre uno de los objeti-
vos principales de su actividad, pero para los historia-
dores de la ciencia el problema de las falsificaciones
y fraudes es en gran parte una novedad» [TRO 2013,
p. 14]. La cuestión es que, fruto de esa preocupación
originaria, si no desde siempre, el contexto del arte
cuenta con trabajos como el de Otto Kurz, Fakes, a
Handbook for Collectors and Students, publicado ya
en 1948. En el caso de la ciencia, se comenzó a traba-
Hilary Putnam (foto: Wikimedia Commons)
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jar con posterioridad en distintas publicaciones con el
objetivo de empezar a rellenar el vacío que respecto
al comportamiento fraudulento podía darse; así, The
Journal of Irreproducible Results, The Science Hu-
mor Magazine [JOU 1955] y Betrayers of the Truth:
Fraud and Deceit in Science [BRO-WAD 1985] na-
cieron como intentos de fijar la atención en los posi-
bles engaños en el marco de trabajo de la ciencia.
En la evolución histórica de la ciencia pueden ha-
llarse bastantes ejemplos de manipulación y engaño
[LOP 2011]. En el presente, y como seña distintiva
respecto al pasado, la utilización de términos científi-
cos por parte de la retórica espumosa de las pseudo-
ciencias es preocupante. El problema es que esos tér-
minos constituyen el ropaje de mensajes vacíos dado
que, en general, no están sustentados por la evidencia
y la reproducibilidad. Señalamos a continuación el
esqueleto de las ideas de dos de esos ejemplos con el
objetivo de indicar algunas de las situaciones —como
poco— de embrollo en las que la ciencia se ha visto
sumida.
El caso de la hipótesis de la «memoria del agua» ha
hecho correr no poca tinta física y virtual [HIP 2009].
La revista Nature publicó en 1988 un artículo titulado
«Desgranulación de basófilos humanos activada por
un antisuero contra IgE muy diluido», escrito por un
grupo de varios investigadores entre los que se encon-
traba Jacques Benveniste. Se suponía que los basófi-
los, glóbulos blancos portadores de sustancias como
la histamina, podían ser desagregados por cantidades
muy pequeñas de un anticuerpo denominado anti-IgE
que generan las cabras. La idea era comenzar la prác-
tica de diluciones sucesivas en agua que caracteriza a
la homeopatía, comenzando por tomar una unidad de
anti-IgE y añadiéndole agua en proporción 1:10. Tras
alcanzar una mezcla homogénea, se vuelve a repetir la
operación volviendo a tomar una unidad de esta nueva
dilución y mezclando otra vez hasta obtener homoge-
neidad, consiguiendo esta vez una proporción 1:100.
La cuestión es que esta iteración del proceso se aca-
ba convirtiendo realmente en una práctica que parece
hacer de la repetición de diluciones su mayor logro;
así, el mínimo de repeticiones parece ser 30, y de ahí
en adelante. El trabajo de Avogadro y la química mo-
derna por extensión tienen ya recursos de concepto
y cuantitativos suficientes como para acreditar que a
partir de la dilución en agua número 24 la probabili-
dad de hallar alguna molécula de la sustancia activa es
prácticamente nula. Y en el caso de que el número de
diluciones se incremente, entonces la improbabilidad
se dispara [MEM-WIKI].
Aquel artículo pareció alumbrar resultados sor-
prendentes, como el de que la desgranulación de los
basófilos ocurría (aunque no en todos los casos) por
la acción del antisuero, prácticamente desaparecido.
Es como si, puesto el pensamiento mágico a rotar,
es irrelevante lo que suceda en la realidad porque la
fuerza del experimento reside en asumir que algo de
la sustancia activa se encontrará, pese al incremento
del número de diluciones.
La confusión creada parece que no fue pequeña
[TRO 2013, pp. 191-203]. Hasta qué punto la in-
teracción entre el error, el engaño y otras variables
que pudieron intervenir realimentaron el embrollo es
prudente que sean los expertos quienes lo continúen
evaluando, pese a que en su momento se investigó el
asunto por parte de John Maddox, el director de Na-
ture, Walter Stewart y James Randi, quizá entre otros.
Parece que estaban
convencidos de que el proceso
obedeció a un
vulgar fraude más que a errores me-
todológicos, pero el artículo fue finalmente publicado
con la primera condición de que apareciera un edito-
rial con el título Cuándo creer lo increíble, dado que
no se había hallado explicación física para el fenóme-
no tratado en el artículo. Al parecer también hubo una
segunda condición, que fue la de solicitar que hubiera
una comisión que volviera al laboratorio de Benvenis-
te para repetir los experimentos y tratar de controlar
los resultados.
La suposición de que el agua tiene memoria ha ido
extendiendo las potenciales maravillas curativas de
la homeopatía, las cuales tienen además la ventajo-
sa particularidad de evitar las posibles consecuencias
nocivas de los tratamientos de la medicina científica.
El cerebro genera una conducta mental en la que se
cruzan y realimentan procesos en los que los racionales
ligados a la cognición parecen ser solo una parte.
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En efecto, la idea de que algo pueda curar o mejorar
la salud, sin tener que padecer posibles consecuencias
indeseables, se comprende que de entrada pueda se-
ducir. El negocio de la homeopatía continúa en mar-
cha; la realidad subyacente parece no importar.
Caso distinto, aunque mantiene similitudes res-
pecto al fondo del problema de la autenticidad de
la gestación y evaluación de conocimiento, es el de
Sigmund Freud. Si puede ser costoso reconstruir el
relato de los hechos que acontecieron en el caso de
Benveniste y sus compañeros de experimento y pu-
blicación, el ejemplo de Freud y de los orígenes del
psicoanálisis puede ser más enrevesado, si cabe. Los
fenómenos mentales revisten una dificultad añadida
en relación a los estudiados por las ciencias naturales.
En el caso de estas, la física o la química por ejemplo,
por contrainductivo o alejado de la percepción común
que pueda estar un fenómeno o conjunto de ellos, y
por difíciles que puedan ser tanto la concepción y el
diseño de los experimentos como los cálculos que sea
preciso realizar, se tiene la expectativa racional de que
la naturaleza de una u otra forma ofrecerá respuesta,
aunque al cerebro le cueste procesarla.
Los procesos mentales son un subconjunto de los
procesos físicos, pero tienen características que los
hacen particularmente elusivos, en cierta forma, re-
sistentes al análisis. Las relaciones cerebro-mente son
probablemente uno de los temas más en lista de espe-
ra que la ciencia tiene por investigar y dilucidar; y eso
que hay que valorar cada esfuerzo, y no son pocos los
que se han hecho hasta hoy también en este campo.
Es de esperar que el impulso del trabajo interdiscipli-
nar aporte luz con hipótesis esclarecedoras que afinen
la comprensión de la interacción cerebro-mente, los
profesionales la agradecerán, y la comunidad de seres
humanos, también.
Si en el presente el estudio con rigor de la mente
aún parece tener bastante camino por recorrer, en el
tiempo de Freud el asunto estaba aún más que verde;
sin embargo, no parece que ello supusiera un freno
para el desarrollo e intentos de aplicación del psicoa-
nálisis, método según el cual las personas pueden lle-
gar a liberar los impulsos y las pulsiones que habitan
reprimidos en su inconsciente. Y el asunto es que, pese
a que Freud, por razones obvias de tiempo histórico,
desconocía hipótesis y desarrollos que la psiquiatría
y la psicología han elaborado después, la impresión
que uno se puede forjar a través del estudio de la evo-
lución de las ideas relativas a los procesos mentales,
es que el creador del psicoanálisis no se «reprimió»;
y probablemente se ajuste bastante a la realidad que
la intención y el deseo de hallar ciertas sus hipótesis
de trabajo pudo conducirle a violentar los hechos, a lo
mejor más que de vez en cuando.
Andando los años, se ha ido escribiendo sobre la
figura de Freud y el psicoanálisis, hallándose no poca
dosis de frustración, no ya porque el psicoanálisis
haya tenido una más que dudosa adscripción científi-
ca, sino porque potenciales defensores, en principio,
de las posibilidades explicativas del psicoanálisis,
comenzaron a vislumbrar que quizá desde sus inicios
pudo abrigar algún engaño. La imagen de honradez
que como científico parece que se dibujó en torno
a Freud se fue quebrando, y lo fue haciendo al hilo
que se detectaban falsedades, mentiras, al analizar la
evolución de su trabajo. Así comenzó una época de
sospecha, sustentada en el reconocimiento de la po-
sibilidad de que Freud forzara, e incluso se inventara,
relatos de pacientes para que pudieran casar con sus
conjeturas y verlas de este modo confirmadas. Se ha
llegado a considerar que la confianza que Freud tenía
en la veracidad de sus hipótesis era tal «...que presu-
mió públicamente de éxitos terapéuticos que aún no
había obtenido» [BOR 2001].
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No es de extrañar que algo como lo que precede
pudiese llegar a desbordar a la persona tras la figura
o el personaje del creador del psicoanálisis, echando
balones fuera como si lo que no funcionaba no fuese
con él. Parece ser una característica extendida en la
conducta humana la de dejar cancha libre a los impul-
sos y deseos acerca de cómo funcionan las cosas, y
después, si no es así, a otro con el mochuelo. Existen
relatos ligados a la práctica de Freud, ajenos a la ra-
zón y que debieron de ser dolorosos para quienes los
padecieron, que por lo menos ayudan a formular pre-
guntas y dudas sobre el probable espejismo científico
que sobre las ideas de Freud se gestó [TRO 2013, pp.
326-334]. En este caso, como en el de Benveniste y
quienes le acompañaron, lo que se ha hecho después
en los diversos campos de la ciencia no ha debido de
ser suficiente para contrarrestar la expansión de enfo-
ques pseudoclínicos y pseudoterapéuticos que en no
pocos casos constituyen, por el lado humano un abuso
sobre las personas, a menudo sobre las más frágiles;
y por la vertiente del conocimiento, una prolifera-
ción de pseudociencia e incluso de ciencia patológica
[LAN 1953].
Algunas posibles causas de la conducta torticera
en ciencia
Desde sus comienzos hasta hoy, la ciencia en su
evolución, ya sea tratando de verla desde el interior
como colocando el foco en el exterior, probablemente
ha cambiado sobre todo su imagen; aunque también
los medios, en particular los tecnológicos, que han
abierto enormes posibilidades de progreso teórico y
práctico. Pensemos por ejemplo en el alivio de la ta-
rea en el diagnóstico médico.
Los primeros pasos de la ciencia, por ingenuos que
puedan parecer vistos desde el presente, dieron pie a
genialidades ante las que quitarse el sombrero parece
un gesto que se queda corto [KIR-RAV 1979]. Aque-
llos seres humanos contaban con escasos medios ma-
teriales, y es asombroso pensar en cómo empezaron a
concebir preguntas sobre por qué los cuerpos caían;
de qué podían estar compuestos los objetos; qué eran
y cómo se comportaban esos cuerpos suspendidos
cercanos —el Sol y la Luna— que parecían funcionar
como lámparas automáticas para el día y para la no-
che; o cómo medir y calcular distancias, en y desde un
planeta que, si cabe, debía parecer aún más grande al
no contar básicamente con medios con los que acortar
distancias. Los principios que han hecho posible la
tecnología han sido descubiertos por el cuidadoso tra-
bajo de los científicos, desde los inicios hasta hoy; y
es básicamente desde la Revolución científica cuando
se produce la fructífera realimentación entre ciencia
y desarrollos técnicos en primer lugar, y luego entre
ciencia y tecnología, de cuya colaboración en inteli-
gente simbiosis se han beneficiado ambas.
No parece que tenga sentido considerar que ha
cambiado lo que desde sus orígenes ha dotado de va-
lor a la ciencia. El objetivo fundamental de esta, en
tanto que forma de conocimiento, es tratar de conocer
cada vez más y con mayor precisión la realidad de
la que el ser humano es un atomillo más. No obstan-
te, algunas decisivas variables de entorno sí que han
cambiado, no solo por los medios tecnológicos que
han ido incrementando la colaboración con la ciencia,
sino porque se han ido desarrollando factores que han
influido de forma directa en el trabajo en ciencia y en
su percepción social. Veamos algunos de ellos.
El proceso de profesionalización que la ciencia ha
ido experimentando es un factor crucial. Puede ser un
tópico, con algo de verdad en su seno, el transmitido
por la historia de la ciencia respecto a la visión que
se tenía de los primeros científicos: personas un tanto
peculiares, portadoras de mentes capaces de concebir
ideas y desarrollos teóricos que hibridaban con supo-
siciones de carácter mítico o religioso. Así, de acuer-
do con la información aportada por la historia, los
problemas que al parecer generaron a los pitagóricos
la existencia de números irracionales, tales como √2,
poco o nada tuvieron que ver con la ciencia, sino con
suposiciones alejadas de ella en las que se apoyaban
incluso para organizar su vida en comunidad.
En el presente continúa llamando la atención lo
que podría considerarse como falta de congruencia
Es posible que Freud forzara, e incluso se inventara,
relatos de pacientes para que pudieran casar con sus
conjeturas y verlas de este modo confirmadas.
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mental, ya que en el mismo cerebro pueden convivir
focos racionales con otros irracionales desde el punto
de vista cognitivo. Esto puede llamar la atención, sí,
pero es que a lo mejor la conjetura que se apoya en
la suposición de que la mente racional lo ha de ser en
todos los campos no es una conjetura suficientemente
respetuosa con la realidad, y no digamos si ha sido
capaz de concebir hipótesis y desarrollos con valor
científico. Si la historia de la ciencia no anda demasia-
do equivocada, tiene aspecto de haber al menos unos
cuantos ejemplos que falsarían la hipótesis de la ra-
cionalidad extendida.
La imagen de los científicos ha evolucionado con
respecto al pasado, pero quizá no es tan sencillo di-
lucidar en qué grado debido a factores ligados con la
valoración del conocimiento en sí mismo, o en qué
grado debido a otros de carácter más sociológico,
es decir, por el enorme cambio de su entorno, de los
medios de trabajo respecto a tiempos precedentes.
Durante largo tiempo la labor científica parece que
se percibió más bien como tarea para diletantes que
debían buscarse los medios para subsistir por otra
vía. Los indicios históricos apuntan a que ciencia y
posibilidad de subsistencia han recorrido más trecho
separadas que unidas.
La profesionalización de la ciencia, su inserción
en el mundo laboral y su transformación en profesión
ha tenido consecuencias para su ejercicio, algunas no
precisamente saludables para la investigación y la
extensión de su valor como forma de conocimiento.
Una mirada reflexiva sobre su evolución es posible
que sitúe el punto inicial de esa transformación en tor-
no a la Revolución científica, al tiempo que se forta-
leció con la llegada de la Revolución Industrial. Con
anterioridad no parecía estar claro que la formación
científica pudiera preparar para ejercer una profesión,
ni tampoco que la conexión entre investigar y enseñar
fuera una buena cosa, pues además de que la enseñan-
za podía estar muy escasamente remunerada (clases
particulares, por ejemplo), y no era común asignarle
interés y especial valor para la sociedad, restaba tiem-
po para pensar e investigar. Así que no era extraño
que la dedicación a la ciencia no saliese en la balanza
muy bien parada.
Cuando se piensa en los muchos y no pequeños
problemas del presente, echar un vistazo al pasado
Un fraude científico: el descubrimiento del Hombre de Piltdown (John Cooke, 1915)
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para otear la valoración —en este caso del análisis
y la práctica científicos— no tiene por qué generar
una imagen especialmente más benévola. Bien mira-
do, casi se puede considerar un oportuno milagro que
hubiera en la historia personas que otorgaran valor y
tiempo a la ciencia al tiempo que tenían que hacer
equilibrios para subsistir, pues la precariedad tiene as-
pecto de que fue más regla que excepción. Esa fue una
de las razones centrales que favoreció poner la vista
—por ejemplo, Galileo— en el mecenazgo como vía
para encontrar algo de seguridad y en el mejor de los
casos algo de potencial independencia. No es ni mu-
cho menos novedad del momento actual que la dedi-
cación de esfuerzo al conocimiento y la posibilidad de
obtener recursos materiales para poder vivir no hagan
una pareja estupendamente avenida.
Cuando se comienza a ver que la aplicación del co-
nocimiento científico puede tener una demanda social
y una utilización comercial, entonces la imagen ori-
ginaria de la ciencia, ligada sobre todo a la necesidad
y el interés de hallar explicaciones, empezó a trans-
formarse aproximándose a la del presente. Entre los
ejemplos que a veces se enuncian para dar cuenta de
esa evolución está el de Thomas Alba Edison, quien,
en una entrevista en Scientific American que se publi-
có en el año 1893, se refirió a que él era inventor de
profesión, y que por esa razón no estudiaba ciencia
meramente para conocer la verdad, sino para obtener
resultados comerciales por medio de su capacidad de
inventar.
Con la profesionalización de la ciencia, la enseñan-
za y la investigación se acercaron, al tiempo que se
empezaron a crear instituciones varias: academias,
colegios, escuelas y hasta alguna oficina para la inte-
gridad científica. Se acuñó también el término nuevo
de científico (scientist, se dice que a partir de artist),
pues el de filósofo natural, que se utilizó con ante-
rioridad a la fragmentación de las distintas áreas del
conocimiento, debió de quedar ya un tanto obsoleto.
La profesionalización puso en marcha toda una ma-
quinaria académica y burocrática que se pretendía que
se pudiese presentar como garante. Entre finales del
siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en Europa,
fundamentalmente desde Francia y Alemania, se fue
extendiendo el vínculo entre la ciencia y la enseñanza
junto a la asignación de valor a la independencia de la
investigación, aun a riesgo de que pudiese ser ociosa.
En Estados Unidos, sin embargo, parece que el proce-
so de profesionalización dio ya sus primeros pasos de
forma más pragmática, guiando la investigación por
el principio de utilidad. La época de publicar o morir
había comenzado [JIM 2017]. El valor del genio y de
la capacidad de crear parece que había sufrido algu-
na mutación —al menos parcial— por el camino. Se
extiende la competitividad para conseguir proyectos
y financiación, y también la presión por hallar resul-
tados favorables.
La profesionalización de la ciencia puede con-
siderarse un factor con posibilidad de influir en la
práctica de distintos tipos de engaño. Pero también
hay que destacar que un insuficiente desarrollo del
pensamiento crítico, interno a la propia ciencia y no
pocas veces motivado por presiones laborales, puede
ser también un elemento distorsionador del compor-
tamiento honesto en ciencia. Aplicar el pensamiento
crítico a la tarea que uno mismo realiza suele ser más
costoso que aplicarlo a la de los demás, y el contexto
de la ciencia no tiene por qué ser excepción. Puede ser
una simplificación de la realidad estimar que solo hay
carencia de pensamiento crítico en los ámbitos exter-
nos a la ciencia, como también lo puede ser suponer
que el pensamiento crítico como tal solo es patrimo-
nio de ella.
Por último, dentro de esta selección de factores que
pueden potenciar el engaño, no hay tampoco que de-
jar de lado factores dependientes de la personalidad
de los científicos, personas al fin, con fortalezas y de-
bilidades.
El principio de realidad no es negociable
Por lo que a través de la historia de la ciencia se ha
podido reconstruir, la actitud científica parece haber
estado particularmente ligada desde sus orígenes a
personas con curiosidad y algún grado de interés por
La profesionalización de la ciencia ha tenido consecuencias
para su ejercicio, algunas no precisamente saludables para
la extensión de su valor como forma de conocimiento.
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ampliar su comprensión de las cosas. Es probable que
no sea prudente deducir de ahí que quienes dedicaron
parte de su esfuerzo a la ciencia lo hicieran, en gene-
ral, por algún arrebato para aproximarse a la verdad
o por simple amor al arte. El espectro debe de ser tan
amplio como actores ha tenido el origen y la evolu-
ción de la ciencia, y los científicos —tanto quienes
descubren conocimiento nuevo como quienes lo utili-
zan y extienden— son seres que pertenecen al bosque
de la humanidad, con unas características mentales
determinadas que emergen como conjuntos de proce-
sos simbólicos a partir del funcionamiento cerebral
y de la interacción con el entorno. Al fijar la atención
en la evolución de la ciencia, lo que parece sencillo
de aceptar es que, quienes han trabajado en ella, por
una parte han compartido en algún grado una necesi-
dad de entender y explicar por encima de la media, y
por otra han tratado de evitar el principio de autoridad
también por encima de la media de sus congéneres.
Asimismo, es posible que haya otros factores influ-
yentes en el proceder científico, como por ejemplo la
conversión apuntada de la ciencia en profesión, pro-
ceso que hasta el presente no ha potenciado siempre
el valor del conocimiento ni la rebelión a la autoridad.
La ciencia supone poner en marcha un comporta-
miento particular de la mente que permite superar, al
menos en ocasiones, las limitaciones que impone el
realismo ingenuo, es decir, la interpretación vincula-
da a las interpretaciones naturales de los fenómenos
que establecen una correspondencia directa entre la
apariencia y la realidad. Tal interpretación dependerá
tanto de las limitaciones psicofísicas del observador
(el cerebro no está habilitado para captar todas las
dimensiones del espacio, por ejemplo), como de las
expectativas que tenga acerca de los fenómenos y de
su interacción. Se trata de un realismo que es osada-
mente simplificador, pero que puede bastar a quienes
desarrollan la tendencia de no hacerse demasiadas
preguntas al tiempo que se construyen su realidad;
a fin de cuentas, «…en general… la Naturaleza y las
leyes por las que se rige su comportamiento no man-
tienen relación aparente con la vida cotidiana» [WOL
1994, pp. 5-6], aunque sean la base del funcionamien-
to de la materia y de la vida.
La fuerza del realismo científico se apoya en la hi-
pótesis de que la ciencia puede —a través de la for-
Galileo ante el Santo Oficio (Robert-Fleury, Musée du Luxembourg, París)
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mulación de leyes y teorías— explicar el funciona-
miento de la realidad como no lo puede hacer ninguna
otra creación de la mente. Las presuposiciones y los
deseos humanos deben mantenerse neutrales respecto
a la posibilidad de impulsar la investigación apoyada
en la construcción de un conocimiento lo más objeti-
vo posible; y ello pese a que el ser humano no es un
observador externo privilegiado: pertenece al engra-
naje que analiza, y ello no simplifica precisamente las
cosas para fortalecer la perspectiva sobre los fenóme-
nos que acontecen y las relaciones entre ellos.
El realismo científico es pues una robusta hipó-
tesis de trabajo: es una potente motivación que per-
mite pensar que la mente puede superar, con rigor y
no de forma caprichosa, las ilusiones y proyecciones
del pensamiento, así como las limitaciones fisicalis-
tas del cerebro. Llegar a explicar el funcionamiento
real, verdadero, de las cosas, tratando de evitar que la
interacción del observador con ellas modifique pro-
piedades o resultados, es probablemente el objetivo
más noble de la ciencia; y si lo hace, si las modifica, al
menos debe ser posible desarrollar alguna explicación
racional que preserve las características propias de las
entidades y fenómenos que se estudian, así como las
relaciones efectivas entre ellos.
No es extraño que la ciencia reciba ataques; a veces
porque no explica todo lo que las personas pueden
necesitar saber o desearían controlar; otras, porque
cuando lo hace, cuando logra explicar algún fenó-
meno o conjunto de ellos, puede no hacerlo en la di-
rección de las expectativas o intereses que se puedan
tener. Y como se señaló con anterioridad, entre otros
motivos también puede ser criticada por dogmática,
por carente de flexibilidad, por abstracta y aparente-
mente alejada del día a día, por no aceptar, por ejem-
plo, que terapias no contrastadas puedan ser benefi-
ciosas para la salud; y también por materialista, por
estar interesada solo por lo que ocurre en el «mundo
físico» dando por hecho la existencia de otro sin evi-
dencia alguna.
Pero es de una configuración particular de los fenó-
menos físicos de la que surge la capacidad de pensar,
de imaginar, de sentir, y también, entre otras, de creer.
Parece lógico por tanto, de acuerdo con lo anterior,
que la ciencia trate de hallar relaciones que puedan
explicar los fenómenos, distinguiendo los reales, con
la complejidad con la que acontezcan, de los proyec-
tados como reales, sustentados en algún tipo de ilu-
sión generada por la mente de forma inconsciente o
con algún propósito consciente.
Paliar el posible desconocimiento que se pueda te-
ner, relativizando las posibilidades de la labor de la
ciencia o haciendo pasar relatos escritos con ideas
espumosas —sin base en la experiencia— por expli-
caciones amparadas por hipótesis con algún grado de
contrastación, suele implicar no respetar la posibili-
dad de mejorar el conocimiento de la realidad; por la
razón que fuere, por falta de motivación, de curiosi-
dad, por miedo, por necesidad, por interés, por enfer-
medad, por indolencia, y a veces también por simple
y llana desfachatez. Es probable que alguna de ellas,
entre otras más, esté en la base de distintas formas
posibles de falsear la realidad.
Distinguir verdad de falsedad
La mente humana ha sido capaz de crear la cien-
cia y hacer de ella la herramienta más rigurosa para
analizar y explicar la realidad, la naturaleza que la
rodea y la suya propia, hasta donde ha sido posible
en cada momento. No hay en ella afán dogmático de
imposición de verdades, porque ello va contra la na-
turaleza de la ciencia misma. Su gran valor reside en
que la ciencia es capaz de contrastar sus hipótesis,
así como de revisarlas cuando se estime proceden-
te. La verdad o la falsedad de los resultados depen-
derá del respeto al proceder de la ciencia, de cómo
se consiguen aquellos. Si se viola ese respeto, y se
puede demostrar, entonces se podrán determinar en-
gaños o fraudes puntuales, sin que pueda generali-
zarse al conjunto de la ciencia. Hacerlo, extender esa
mancha, constituiría una extrapolación, debida en un
cierto grado a la ignorancia pero también al impulso
manipulador que transmite una visión sesgada de la
ciencia, no solo respecto a las posibles falsedades que
La asignación de valor a la ciencia parece convivir con
pinceladas de desprestigio que socavan su credibilidad,
como atestiguan la posibilidad de mentir y cometer fraude.
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puede producir, sino por su carácter abstracto y por el
materialismo señalado.
En las denominadas sociedades desarrolladas, la
asignación de valor a la ciencia parece convivir con
pinceladas de desprestigio que socavan su credibili-
dad, como atestiguan la posibilidad de mentir y co-
meter fraude. Humanizar, en el más amplio sentido
de la palabra, la labor científica puede ser uno de los
mejores antídotos contra lo que algunos críticos de la
ciencia denominan el peligro de la engañología. Esa
humanización no es un proceso abstracto e idealista
que no toca tierra. Más bien al contrario, se trata de
una llamada a participar en el acercamiento a la socie-
dad de las distintas partes de la ciencia, no con el fin de
incrementar el número de expertos, sino de transmitir
con claridad, sin tecnicismos ni intelectualismos, que
la ciencia no solo es una forma de conocimiento, sino
que es una forma de pensar que genera procedimientos
con los que discernir lo que acontece de lo que no, lo
que responde a la realidad de lo que no.
La engañología implica aceptar en cierto modo
como natural la existencia de engaños en la sociedad,
también en el entorno de la ciencia. El uso de un tér-
mino como el que precede implica peligro para la ra-
cionalidad, y no solo científica, por el ruido que puede
generar. Los rumores no necesitan repetirse muchas
veces para que los posibles mensajes tendenciosos que
puedan transportar se conviertan en fragmentos de rea-
lidad inventada, que se venderá a precio oro, también
para las personas que encontrándose en situación des-
esperada consideren que no tienen nada que perder. A
fin de cuentas, cuando se puede poner un precio a las
cosas, ¿por qué preocuparse de asignarles valor?
La ciencia no puede mentir, porque solo mienten las
personas. Como resultado de la labor de los científicos
que la ciencia es, una vez descubiertas y contrastadas
sus hipótesis, pasan a formar parte del conocimiento
acumulado de forma provisional, mientras nuevos he-
chos no provoquen remover sus fundamentos. Esto no
hay que confundirlo con el proceso de generación de
nuevas ideas y modelos de explicación. Ese proceso
no obedece a menudo reglas estrictamente lógicas, y
no es lícito decir que, en los períodos de concepción
de nuevos sistemas de ideas, los científicos mienten.
Mentir o engañar a conciencia, y tratar de hallar
nuevos patrones explicativos, no son la misma cosa
(piénsese en la expresión de Kafka del comienzo). Es
importante hacerlo explícito, desde dentro de la cien-
cia y cara a la sociedad, con el registro lingüístico que
en cada caso sea más clarificador para que llegue al
mayor número de personas, sin que la formación cien-
tífica sea un requisito estrictamente necesario para po-
der comprender la importancia para las personas del
ejercicio de la racionalidad.
Por lo demás, que la ciencia esté sujeta a error es
una extensión de la condición humana, y quizá tam-
bién una prueba de que no ha sido precisamente el
inmovilismo el que ha inspirado su capacidad de revi-
sión y mejora [VOL 1995].
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