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1.
¿Qué es escepticismo?
Escepticismo
es un término engañoso. De hecho,
refiere a dos actitudes diferentes ante el conocimien
-
to, una de las cuales es perfectamente racional y la
otra perfectamente irracional. Parte del trabajo que
hacemos las filósofas consiste en analizar el alcan
-
ce de nuestros conceptos. El procedimiento que usa-
mos para ello pasa por identificar qué queremos decir
cuando los usamos en intercambios lingüísticos rea-
les. En este artículo me propongo explicitar las diver-
sas acepciones de la palabra
escepticismo
y valorar
en qué sentido cierto escepticismo es saludable como
parte de nuestra vida racional y en qué otros senti-
dos ser escéptico puede dar lugar a comportamientos
tan irracionales que sean imposibles de mantener. En
otras palabras, no siempre la actitud escéptica es una
aliada de la ciencia y el sentido común.
Las dos acepciones principales de la palabra
es-
cepticismo
son las siguientes: La primera, a la que
llamaré «escepticismo común», es la actitud de quie-
nes exigen argumentos y pruebas para creer en al-
guna afirmación o teoría. Bien entendida, esta acti
-
tud distingue la ciencia de la superstición y permite
construir sistemas de conocimiento cohesionados. La
segunda, a la que llamaré «escepticismo filosófico»,
es la posición que niega la existencia del conocimien-
to en base a la falibilidad humana. Bien entendida,
esta actitud subraya la naturaleza provisional de lo
que sabemos y nos prepara para aceptar la revisión
de nuestras creencias. Mal entendida, es la puerta por
la que la religión y otras supersticiones encuentran
un resquicio por el que reclamar un lugar en pie de
igualdad con la ciencia y el conocimiento. Las dos
acepciones están íntimamente relacionadas y es fácil
deslizarse desde la razonable desconfianza de quien
necesita ciertas evidencias para creer hasta la dog-
mática posición de quien le niega a la verdad papel
alguno. Veremos las dos versiones sucesivamente.
2.
Escepticismo común
No podemos creer todo lo que oímos. No pode-
mos creer todo lo que leemos, ni en internet, ni en los
periódicos, ni en los libros. Las opiniones son mu-
chas y son libres, pero el camino del conocimiento
es duro de transitar. Dudar en principio de todo lo
que nos llegue puede representar el ejercicio de la
virtud epistémica de la cautela. El vicio epistémico
correspondiente es la credulidad o la ingenuidad. En
un mundo tan complicado como este en el que vivi-
mos, hacemos bien en poner en cuestión lo que acaba
de decirnos el político de turno, lo que le hemos oído
al último
streamer
o lo que leemos en uno de los hilos
de Twitter que llegan a nuestro teléfono. Estos ejem
-
plos no están elegidos al azar.
La sociedad de internet ha revolucionado el ámbi-
to de la transmisión del conocimiento y la opinión,
y no siempre de manera positiva. La democratiza-
ción del conocimiento —esto es, la democratización
del ejercicio de la autoridad que debe investir a un
agente epistémico y del reconocimiento del estatus
de fuente fiable de conocimiento que otros nos con
-
fieren— es uno de los aspectos más beneficiosos que
el uso generalizado de internet ha traído consigo. El
conocimiento humano está ahora disponible para
cualquier persona que lo requiera, algo que nunca ha
ocurrido antes en la historia. Con una simple cone-
xión, cualquiera puede encontrar cursos en abierto
de las universidades más prestigiosas sobre los temas
más variados, asistir a debates entre las mentes más
brillantes o conocer los últimos avances en ciencia y
filosofía. Además, las personas que tengan algo que
decir pueden alcanzar una gran audiencia para sus
ideas, simplemente ofreciéndolas en internet a quie-
nes quieran escuchar y debatir. Tampoco estos ejem
-
plos han sido elegidos al azar.
La democratización, que conlleva también agili-
dad y frescura, tiene su lado negativo, sin embargo.
Escepticismo:
¿Una virtud epistémica?
María José Frápolli
Departamento de Filosofía I, Universidad de Granada
No siempre la actitud escéptica es una aliada
de la ciencia y el sentido común…
Dossier
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El acceso generalizado a la difusión ha diluido la ca-
tegoría de experto.
O eso parece.
En principio, cual-
quiera puede decir lo que quiera y no hay un filtro
que seleccione lo que merece la pena y bloquee lo
que no. Así explicado, esto parece la selva de las opi-
niones. En un contexto como el descrito, la sana ac-
titud del escepticismo común es muy recomendable:
por principio, dudo y espero a tener la justificación
necesaria para creer.
Sin embargo, la imagen de internet como una sel-
va en la que toda teoría pueda florecer es engañosa.
El
relato oficial
subraya que nos hemos quedado sin
un respaldo institucional a la distinción entre exper-
to y mero opinador, que tanto vale mi conocimien-
to como tu opinión, que cualquier punto de vista es
tan bueno como cualquier otro. Al amparo de este
relato catastrofista emergen nuevos términos como
«posverdad», «hechos alternativos» o «
fake news
».
El nuevo escenario parece aconsejar, pues, una revi
-
sión prácticamente completa de los ejes básicos de la
epistemología como disciplina y de nuestras prácti-
cas epistémicas.
Si es aconsejable ser cautos y ejercer la virtud del
escepticismo común, empecemos por desconfiar de
este relato que aparentemente todo el mundo acep-
ta. Hay suficientes razones para poner en duda partes
sustanciales del mismo. En primer lugar, el discurso
de las
fake news
, la posverdad y los hechos alternati-
vos se basa en una determinada posición ideológica.
Esto es, es un relato
político
bien diseñado para di-
luir el papel de la ciencia y el conocimiento en aras
de una revolución política regresiva que producirá
individuos más crédulos, menos formados, más ma-
nipulables. Pero esta tendencia política no afecta en
absoluto al sistema del conocimiento.
Internet es una selva solo para aquellos que no tie-
nen genuino interés en saber. Incluso en la supuesta
selva de internet, es relativamente fácil distinguir a
los expertos de los charlatanes. Robert Sapolski y Ri-
chard Leakey no compiten en pie de igualdad con el
último
youtuber
que rechace la evolución humana.
Y distinguir entre unos y otros es una tarea asumi-
ble, pero para ello hay que ser conscientes de otra
premisa básica en la que se basa el conocimiento: su
conectividad. Las afirmaciones que defendemos (que
la tierra es esférica, que los humanos actuales son el
resultado de cientos de miles de años de evolución,
que estamos emparentados de manera indirecta con
gorilas, chimpancés y bonobos a través de un ances-
tro común o que vemos la realidad que nos rodea a
través de nuestros conceptos) no son independientes
del resto de nuestras creencias. Los filósofos nos refe
-
rimos a la conectividad con términos como
holismo
y
coherentismo
. La conectividad del conocimiento im-
plica que la mayoría de las teorías conspirativas son
insostenibles, y que no pueden añadirse al resto de las
Robert Sapolsky (izquierda) y Richard Leakey (derecha), bioantropólogo y arqueólogo, respectivamente,
célebres por sus notables aportaciones al estudio de la evolución humana. Imágenes: Internet Archive y Wikimedia Commons
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creencias y las prácticas de quienes las mantienen sin
constituir un todo contradictorio. No se puede ser te-
rraplanista y subir a un avión, consultar el tiempo que
va a hacer durante nuestras vacaciones o utilizar el
GPS del coche. ¿Podemos imaginarnos la magnitud
de la conspiración que supuestamente estaría detrás
de las teorías antivacunas? Todo el sistema sanitario,
científico, político, farmacéutico, millones de per
-
sonas defendiendo la bondad de los procedimientos
que permiten resistir a los virus a sabiendas de que
son falsos. Se necesita mucha explicación para hacer
creíble esta conspiración descomunal.
Por todo ello, el éxito de las conspiraciones hay
que buscarlo fuera de la epistemología, en la política,
como he mencionado, o en la psicología. Los creyen-
tes en las conspiraciones creen en ellas porque quie-
ren positivamente creerlas, quizá por la necesidad de
sentirse parte de algo más grande que ellos mismos,
el deseo de pertenencia a un grupo cohesionado, o
por el sentimiento de falsa superioridad que permite
el espejismo de creerse mejor informados o de ser
más listos que aquellos que siempre los han mirado
por encima del hombro. Lo que sea que lo explique
no es asunto de la epistemología.
Quedémonos pues con una posición más elabora-
da que la mera duda por defecto. Hay que dudar en
principio de aquello que resulta extraño o que choca
con otras creencias. Hay que dudar de los individuos
cuyo estatuto epistémico de informador fiable no está
apoyado por razones. Estas razones pueden ser nues-
tra historia común con el individuo en cuestión, sus
credenciales académicas o un discurso sólidamente
fundamentado en datos y argumentos, entre otras.
Pero dudar de todo por principio es irracional. Afor-
tunadamente, no lo hace nadie. Ni siquiera los defen-
sores más convencidos del escepticismo común.
3.
El escepticismo filosófico
El escepticismo filosófico adopta formas diversas.
En su versión más radical, es la teoría filosófica que
rechaza la posibilidad del conocimiento al negar a los
agentes humanos la capacidad de llegar a la verdad,
esto es, de discernir entre apariencias y realidad.
La manera de razonar en dicotomías es muy co-
mún en filosofía, en política y en la vida corriente.
O yo o el caos
.
Los que no están conmigo están con-
tra mí
. En nuestro tema, el razonamiento dicotómico
toma la forma del eslogan
quien no es un escéptico
es un dogmático
. Y claro, nadie quiere que lo tilden
de dogmático. En el campo de la epistemología el di-
lema se convierte en trilema, el llamado trilema de
Agripa o de Münchhausen: el conocimiento no es
posible porque el proceso de la justificación o se ex
-
tiende infinitamente, o se mueve en un círculo, o se
detiene en una afirmación no justificada. Ninguna de
las tres opciones es aceptable.
Cuando el tipo de argumentación que utilizamos
sistemáticamente nos aboca a una situación imposi-
ble, lo razonable es preguntarse qué falla. Puede ser
el razonamiento mismo o pueden ser algunas de las
premisas de las que partimos. En el caso del escep-
ticismo filosófico es una mezcla de ambos. El escep
-
ticismo filosófico descansa en el error argumentativo
de la generalización injustificada. Este error consiste
en suponer que, porque algo ocurre en ciertos contex-
tos en ciertos momentos, tiene que ocurrir en todos
los casos y a la vez.
Si algunas veces los sentidos
nos engañan y vemos partido el palo sumergido en el
agua, entonces no podemos confiar en nuestros sen
-
tidos
. Además, es una consecuencia de la idea de que
los seres humanos estamos desconectados del mundo
que nos rodea, que no es más que el decorado de nues-
tras actuaciones. La asunción de que el conocimiento
es fundamentalmente teórico y que el conocimiento
práctico es meramente derivado es una tercera fuente
que alimenta el escepticismo filosófico.
Pero el caso es que sabemos muchas cosas, aunque
no lo sepamos todo. Sabemos que el mundo no em-
pezó ayer, que cuando abra la puerta la calle seguirá
estando ahí, que el agua es un fluido que quita la sed,
que España es una monarquía parlamentaria. Algu-
Internet es una selva solo para aquellos
que no tienen genuino interés en saber.
Incluso en la supuesta selva de internet, es
relativamente fácil distinguir a los expertos de
los charlatanes
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nas de las cosas que sabemos están tan asociadas al
marco teórico y lingüístico en el que vivimos que no
pueden ni ponerse en duda ni justificarse. Son lo que
Wittgenstein llamaba «proposiciones gozne» (
hinge
propositions
). Sabemos una cantidad enorme de co-
sas que nos permiten vivir en el mundo y en sociedad.
Es verdad que algunas cosas que creíamos saber han
resultado falsas, pero eso no invalida la ingente can-
tidad de conocimiento que ponemos en juego incluso
en nuestras acciones más nimias.
Adoptar el disfraz de filósofo (presocrático, socrá
-
tico, moderno o posmoderno) y declararnos escépti-
cos acerca de todo no nos convierte en sujetos epis
-
témicos más sofisticados. Al contrario, indica falta
de análisis y compresión de la realidad, porque solo
podemos detectar los errores contra el trasfondo del
conocimiento verdadero.
La posibilidad de que algunas de nuestras creen-
cias resulten ser falsas no hace razonable que las co-
loquemos en pie de igualdad con otra serie de creen-
cias para las que no tenemos la mínima evidencia ra-
cional, y que son frecuentemente incompatibles con
lo que sabemos. Con lo que sabemos, sí, porque si
nuestras creencias básicas fueran completamente fal-
sas, el
Homo sapiens
se habría extinguido, como lo
hicieron otras especies, y ninguno de nosotros resis-
tiría un día normal. Si la mayoría de nuestras creen-
cias fueran falsas, no podríamos dar un paso ni como
individuos ni como especie.
4.
Los riesgos de la actitud no comprometida
Hay que tener cuidado con estas posiciones super-
intelectualizadas y aparentemente más elaboradas
que la supuesta simplicidad de las personas corrien-
tes. Hay que tener cuidado, porque las religiones de
todo tipo usan las evidentes debilidades de las ver-
siones desenfrenadas de la modestia epistémica a su
favor. Si la ciencia no lo sabe todo, se argumenta,
¿cómo podemos saber que Dios no existe, o que el
universo no fue creado, o que no hay vida después
de la muerte, o que no nos visitan seres de otras ga-
laxias? Si la ciencia defendió en algún momento de
la historia que la Tierra es el centro del universo, que
el espacio es plano o que el infinito es matemática
-
mente intratable, ¿por qué no podría ocurrir que en
el futuro descubriéramos que la concepción científica
del mundo es falsa y que, después de todo, el relato
bíblico es correcto? Si la ciencia es falible, ¿por qué
rechazar el creacionismo? La «actitud científica» de
dudar de todo y evaluar todos los argumentos debería
aplaudir el debate entre creacionistas y evolucionis-
tas, entre defensores de la medicina y defensores de
la homeopatía. En esta trampa caen con demasiada
frecuencia los intelectuales y sus instituciones, in-
cluidas las universidades.
No hay que evaluarlo todo, solo aquello que tie-
ne credenciales sólidas y que puede, aun con ajustes,
incorporarse al sistema global del conocimiento. No
cualquier narrativa puede añadirse al relato científico
para rellenar sus huecos. La ciencia promueve una
actitud modesta y asume la falibilidad humana, pero
construye a partir del conocimiento aceptado. Solo
es racional dudar de lo que sabemos cuando entra
en conflicto con otras posiciones que nos parecen en
principio verosímiles.
No lo sabemos todo, pero sabemos mucho. Mucho
de lo que sabemos podría ser falso, pero una parte
relevante constituye conocimiento verdadero. Esta
es la auténtica actitud antidogmática. Dudar de todo,
por el contrario, incluso si fuera posible, nos colo-
caría fuera de la comunidad de los seres racionales.
Además, la defensa teórica del escepticismo genera-
lizado, común o filosófico, nos deja sin argumentos
contra la pseudociencia. No les hagamos el juego. No
hay ninguna razón, una razón que resista un análisis
racional, para comprar la agenda política de los que
quieren devolvernos a una época de superstición, en
la que el autoritarismo sustituya a la democracia y el
relato de la falsa libertad vuelva a dejarnos sin dere
-
chos.
Dudar de todo por principio es irracional.
Afortunadamente, no lo hace nadie. Ni
siquiera los defensores más convencidos
del escepticismo común