Esta es una historia que parece extraída del mismísimo Kafka, por lo descabellado del tema, y que muestra los riesgos en que incurre quien pretende mantener el mínimo de racionalidad en la institución que debería ser el baluarte de la misma.
Comenzó en octubre de 2009, al organizarse en la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM) un espectáculo titulado "II Seminario Vida después de la Vida", en realidad un foro de parapsicología y espiritismo, donde actuaban los conocidos, en el mundillo, Raymond Moody y Marilyn Rossner. La entrada costaba el módico precio de 45€, y no se sabe si incluía la conexión wireless garantizada con el Más Allá.
No me enteré, pues no me muevo en ese tipo de ambientes, hasta que vi la noticia publicada en el diario Público, en la columna de Miguel Ángel Sabadell. No daba crédito a mis ojos, y busqué algo más de información, encontrando el blog de Luis Alfonso Gámez, Magonia, con un amplio despliegue, y una pregunta directa que se nos dirigía a los miembros de la UCLM. Además vi, para mayor pasmo, que hacía uso de la publicidad de la universidad en su propaganda.
Era demasiado, y entendí que debía hacer algo. Hay ocasiones en las que el silencio es cómplice, por lo que protesté indignado ante el vicerrector, mediante un correo, ahora de todos conocido, que ha dado la vuelta al mundo. Del mismo, envié copia a Gámez para que viera que nuestra universidad era seria, y en respuesta a su pregunta el vicerrector ordenó quitar de la publicidad la mención a la UCLM, y el periodista publicó mi carta.
Hasta aquí, bien; pero el espiritista me exigió posteriormente una disculpa, cosa que, obviamente, no estaba dispuesto a hacer: antes al contrario y, como es habitual en mí, procedí a mofarme de sus creencias, que entiendo son criticables. No pensaba que fuera a más, como suele suceder en Internet, pero en este caso era serio y me demandó por calumnias e injurias.
En el acto de conciliación previo centré mi defensa en la parte de calumnias, que era insostenible. Puede decirse que salí vencedor de la contienda. Sin embargo, el tipo rectificó, eliminó la parte de calumnias y se centró en las injurias para el proceso posterior. La diferencia clave estriba en que no es necesario demostrar nada, sino que el juez, si entiende que las manifestaciones son ofensivas, sean o no ciertas, te puede condenar, y todo queda al arbitrio subjetivo del juez.
Y así ha ocurrido. La juez considera que usar el término "estafadores" era innecesario, y me condena por ello. No entra en si era o no cierto, cosa que entiende que no hace al caso. Cuando recibí la sentencia, por supuesto, me cabreé, y en principio pensaba tirar la toalla. La condena es muy leve: 204 euros, equivalente a una sanción por estacionamiento indebido, de las que también he tenido alguna. Sin embargo, lo peor es que si la condena se hace firme, yo seré un delincuente, por haber sido condenado por la vía penal.
Vale la pena resaltar algo. En una condena pesan dos cuestiones: por un lado la propia sanción, que en este caso es mínima; y por otro, la repulsa social de ser condenado. Y aquí viene lo curioso: desde que se le ha dado publicidad, algo que no tenía claro al principio, no he parado de recibir felicitaciones y apoyos. Parecería que soy yo el ganador, cuando en realidad perdí. Un ejemplo claro: soy un cargo público en mi universidad. El vicerrector me designó para ayudarle en sus tareas, y soy parte del segundo nivel del gobierno de la universidad, después de los vicerrectores. Lo lógico sería que al ser condenado por lo penal, aun no siendo firme, me destituyeran inmediatamente, y así ocurriría si se tratara de una condena por cualquier otro motivo. Por el contrario, autoridades, compañeros investigadores o personal de servicios, estudiantes, no han parado de mostrar su solidaridad y apoyo en cuanto se han enterando. Curiosamente, no he tenido ni una sola crítica. Y si bien una condena debería llevar aparejado un desprestigio, en mi caso, al contrario, el prestigio no ha parado de aumentar. La verdad es que yo no busqué esto, pero es una sensación agradable que compensa los sinsabores. De hecho, incluso pienso incluir esta condena en mi curriculum vitae profesional como un mérito relevante en defensa de la ciencia.
El único problema es, por supuesto, de índole económica. Hasta ahora, me ha costado la broma 500 euros para mi defensa; la factura crecerá en el futuro, y no olvidemos que, por ahora, también se me ha condenado a pagar costas. El recurso puede costar más, y sin garantías de éxito, por lo que quizá sea necesario plantearse un recurso posterior. Todo ello, por 204 miserables euros: podría parecer que no merece la pena.
Sin embargo, lo que nos jugamos es algo más, y es algo importante. Nos jugamos el poder decir las cosas como son. Nos jugamos el ejercicio de la libertad de expresión, pilar fundamental del estado de derecho, y nos jugamos el poder tener las universidades limpias de basura. Actualmente, aún habiendo perdido, he notado que hemos despertado muchas conciencias dormidas que no decían nada, y de golpe se han dado cuenta de lo que pasa. Solo eso ya vale la pena. Y solo por ello, creo que debemos esto continuar esta lucha.
Pero para llegar a este punto era necesario alguien que sufriera en sus carnes esta condena injusta: alguien a quien le partieran la cara al llamar a las cosas por su nombre. Me ha tocado a mí, no lo he buscado, pero así ha sido. Hay quien me considera valiente por ello, y en verdad no lo soy. Nunca me hubiese presentado voluntario, pero me tocó. Si hubiese podido evitarlo lo habría hecho, pero no pude. El espiritista me eligió como víctima, y yo lo único que puedo decir es que eligieron mal. No pienso rendirme, y estoy dispuesto a jugar la partida, para que pueda decirse que el espiritismo es una vulgar estafa. Para ello, todos los apoyos serán bienvenidos.