Augusto Klappenbach
(Artículo publicado originalmente en el diario Público).
Nietzsche, en Así habló Zaratustra, narra un diálogo entre el papa jubilado y el mismo Zaratustra, durante el cual el último pontífice de la historia le cuenta al sabio persa que ha tenido que retirarse por la muerte de su Dios, que ha fallecido por exceso de compasión. Y dice Zaratustra: “largo tiempo, en verdad, vamos a aguardar hasta que alguien te resucite a tu Dios. Pues ese viejo Dios no vive ya: está muerto de verdad”.
Este diálogo viene a cuento del papel que han jugado los papas y la misma Iglesia en la historia. Aun quienes no somos creyentes debemos reconocer que la llegada del cristianismo significó un soplo de aire fresco en la historia de las religiones: nunca hasta entonces una religión había exigido que la relación de los fieles con Dios y la salvación misma del creyente pasara por la mediación de las relaciones sociales entre los seres humanos. Cuando en el evangelio de Mateo se escenifica el juicio final, el criterio por el cual se separa a los justos de los pecadores no consiste en el cumplimiento de los innumerables preceptos de la ley y ni siquiera en el culto a la divinidad. El Juez supremo dice a los justos que los recibe en el reino de los cielos porque “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Ante lo cual los justos no entienden nada, ya que ninguno de ellos había visto al Juez supremo en su vida. Y les responde el Juez: “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Y el mismo diálogo, esta vez en negativo, se reproduce con los condenados. “Os doy un mandamiento nuevo –dice Jesús- que os améis unos a otros”. Y este nuevo mandamiento se convierte en el único: “ama y haz lo que quieras”, dice San Agustín.
Por supuesto que esto dura poco. En cuanto la Iglesia se apropia del mensaje cristiano y lo utiliza para convertirse en una institución dirigida a conseguir el poder (un poder que no por ser distinto del político es menos absorbente) se ve obligada a matar, como dice Nietzsche, a ese Dios del amor y la compasión y reemplazarlo por un simulacro que utilice con eficacia las dos armas en que se basa todo poder: el miedo (sobre todo el miedo a la muerte) y la culpa. El infierno y la confesión son los dos grandes inventos que aseguran no solo la obediencia externa, sino la sumisión interior de los fieles ante quienes se autoproclaman capaces de administrar el perdón y la salvación. Y se vuelve así a instaurar una moral de leyes, preceptos y normas, dirigidos a mantener a los creyentes en un estado de obediencia y ausencia de crítica que asegure la estabilidad de la institución eclesiástica. Se explica así la obsesión de la Iglesia jerárquica por temas represivos como el aborto, la homosexualidad, el control de la natalidad, la eutanasia o la ortodoxia de los dogmas y su despreocupación –exceptuando algunas declaraciones inoperantes- por temas como el estado de las relaciones sociales en el mundo, en el cual una gran proporción de los seres humanos viven en condiciones infrahumanas y millones mueren cada año por falta de alimentos, sin que ese escándalo les haga recordar aquello de “tuve hambre…” del juicio final.
Todo ello, por supuesto, reconociendo el heroico esfuerzo de muchos creyentes que intentan recuperar el mensaje cristiano original y se resisten a aceptar su degradación, formando sus propias comunidades alternativas, siempre miradas con desconfianza por la jerarquía. No faltan teólogos que publican reflexiones que tratan de volver a las fuentes del cristianismo y que inmediatamente son censuradas o condenadas por la Santa Sede. Y especialmente valiosa es la tarea que realizan muchos misioneros en zonas deprimidas e incluso la labor social de instituciones como Cáritas, único sitio al que pueden acudir muchas familias para paliar el hambre en algunos ayuntamientos. Pero tales intentos conservan siempre un carácter marginal que no llega a afectar la solidez de las estructuras eclesiásticas.
Los papas que han gobernado la Iglesia desde que se convirtió en una institución de poder tienen la misión de dirigir y asegurar la persistencia y la unidad interna de esta Institución. ¿Puede esperarse que un cambio de titular en la Cátedra de Pedro implique una transformación importante en un organismo que desde hace dos mil años ha logrado organizar una sólida estructura a nivel mundial gestionada por miles de obispos, millones de sacerdotes y parroquias, donde todo está atado y bien atado? Se pueden esperar, desde luego, algunos cambios cosméticos. Pero creo que más allá de la buena voluntad de algunos Pontífices, de la cual no hay por qué dudar, la solidez de la Iglesia es tal que cualquier intento de recuperar el mensaje cristiano original está destinado al fracaso. Por eso, creo que la renuncia de Benedicto XVI constituye un hecho irrelevante, más allá de los ríos de tinta y horas de televisión destinadas a este tema. Como dijo Zaratustra: “largo tiempo, en verdad, vamos a aguardar hasta que alguien te resucite a tu Dios”.
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