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Han pasado ya más de tres siglos desde que aprendimos que la Tierra no era el centro del universo y, con el tiempo, hemos sabido también que las ansias de importancia y trascendencia del ser humano no tenían ninguna justificación racional. Ésa es una reflexión que la ciencia ficción me sugirió pronto. Por ejemplo en un relato de Clifford D. Simak, ...Y la verdad os hará libres de 1953, publicado en España como Las respuestas. En esa historia breve, unos extraterrestres encuentran por casualidad el último reducto de la especie de los Humanos que había tenido gran esplendor en la galaxia. El planeta se describe como un paraíso casi bucólico en el que los extraterrestres constatan que no hay ningún progreso. Cuando preguntan el porqué de esa pasiva actitud, el humano interpelado les cuenta que, mucho tiempo atrás, su especie logró por fin construir la máquina capaz de decir la Verdad y contestar con absoluta certeza a cualquier pregunta. Las dos primeras respuestas fueron: «El Universo no tiene propósito. El Universo ha acontecido simplemente». «La vida no tiene significado. La vida es un accidente» Lógicamente no hicieron (no hacen) falta más preguntas. Miquel Barceló Hace un tiempo me encontré en un sótano lleno de trastos viejos y abandonados una caja de cartón llena de libros antiguos, pertenecientes a una biblioteca ya clausurada. Como no puedo evitar creer que todos los libros deberían ser de uso común para todos, y que la palabra escrita debe difundirse a toda costa, tomé esa caja de cartón y llevé los libros a otra biblioteca, esta vez pública. Sin embargo, hubo uno de los libros que dejé en mi casa para leerlo antes de donarlo junto a los otros. Su título era El mensaje y el mensajero sideral, y sus autores, dos hombres cuya figura admiro desde tiempo atrás: Galileo Galilei y Johannes Kepler. Representantes de ese renacimiento científico, elementos indispensables, junto a René Descartes, Giordano Bruno, Leonardo Da Vinci y algunos otros, para comprender el surgimiento de un ideal, un modo práctico y sereno de investigar, desechando todo lo que no sea ver el mundo tal y como es, desterrando viejas concepciones humanas. Cada vez que leo algo sobre esos hombres, no puedo evitar pensar que cada año damos premios a científicos, artistas y creadores y raramente recordamos o premiamos la memoria de unos señores que hicieron posible la revolución más importante de todas las que se han dado desde el neolítico: la revolución intelectual que trajo consigo ciencia, tecnología y sociedad, y que las unió para siempre. El Mensaje Sideral es la traducción un tanto mocosuena de «Sidereus nuncius», lo cual el autor nos cuenta en las primeras páginas, aludiendo a que «nuncius» podía ser «Mensaje» como también «Mensajero», pero también podía traducirse como «Gaceta». La Iglesia Católica, 63 EL MENSAJE Y EL MENSAJERO SIDERAL Galileo Galilei y Johannes Kepler Traducción: Caslos Solís Santos Editorial Alianza, Madrid, 1984. Obra original Sidereus Nuncius (Archivo) el escéptico Los datos daban el espaldarazo definitivo a la teoría heliocéntrica, condenando a la Biblia a ser metafórica al menos en parte" en aquel tiempo muy susceptible, veía con malos ojos que Galileo se mostrase ante todos como un Mensajero de las Estrellas, o que su texto fuese un Mensaje de estas mismas, pues la similitud con hacerse pasar por mensajero del mismo Dios, era imperdonable. Y en ese texto, milagrosamente pasado por alto por la Censura, Galileo nos describe el telescopio que construyó, los materiales y conocimientos de óptica utilizados, así como sus principales descubrimientos: la Luna como un planeta lleno de relieves, valles, montañas, grietas y cráteres; las fases del planeta Venus y, al que más páginas dedica, el descubrimiento de los «astros medíceos», es decir, los cuatro satélites de Júpiter visibles con tan primitivo aparato. También se hacen referencias más escuetas a las manchas solares y otros descubrimientos más prácticos derivados de la invención del telescopio, como sistemas para medir la longitud y la latitud en alta mar. Galileo usa páginas y páginas de datos, recopilados en la soledad de su estudio, las noches enteras en vela, esperando a que Júpiter, o Venus, o la Luna, saliesen por encima del horizonte y entonces poder anotar apenas un dato, uno entre cientos que reunió. Datos que eran mucho más que simples números y cuentas en un papel, pues eran datos que daban el espaldarazo definitivo a la teoría heliocéntrica, condenando a la Biblia a ser metafórica al menos en parte, y que desplazaban para siempre, de modo concluyente, las más férreas convicciones aristotélicas. Los cielos ya no eran inmutables, los astros ya no eran perfectos, el universo entero era, como dirían siglo y pico más tarde los seguidores ilustrados de estos renacentistas, un mecanismo de relojería, no un tapiz tejido por un dios trascendente. Galileo nos deleita con su pulcritud y su sencillez. Son razones geométricas, y no sesudas disertaciones filosóficas, las que obligan al que mira por el telescopio a darle la razón: el sol ilumina así, las sombras se proyectan asá y la única explicación posible es que la Luna tenga relieve, y un relieve más accidentado aún que el de la Tierra. No es de cristal, ni es perfecta. Son razones matemáticas las que obligan al que sigue la lectura a admitir que el único modo en que es posible ver a Venus con fases como la Luna es admitir que no gira alrededor de la Tierra, sino alrededor del Sol, siguiendo una órbita menor que la de la Tierra. Y son razones igualmente perfectas las que obligan a quien mire a Júpiter usando el telescopio, a decir que sus satélites giran alrededor de él, y que Júpiter, en sí, es un pequeño sistema solar dentro de un gran sistema solar. Este es posiblemente fue el mejor argumento a favor del heliocentrismo. Galileo observó la evolución de las fases de Venus a lo largo del año. La ilustración en Sidereus Nuncius que muestra estos hechos, ponen de manifiesto que Venus debe orbital el Sol para explicar correctamente sus fases. Este es un argumento definitivo a favor del Universo Copernicano. (Archivo) el escéptico 64 Las consideraciones futuras, las consecuencias de esos descubrimientos, quedan fuera de la intención del libro, pues Galileo no podía ser consciente de lo que éstas depararían. La visión antropocéntrica del universo queda descartada, ya no habitamos un lugar especial dentro de la Creación, sino que giramos, como todo, alrededor de otro centro, que cae lejos de nosotros. Más tarde vendrían Darwin, y Mendel, y tantos otros, a completar esa tarea, desterrándonos de la posición ejemplar hacia nuestro verdadero lugar: la simple --y maravillosa-- especie que, surgiendo como las demás de un mismo organismo, y evolucionando mediante mecanismos de necesidad y reproducción, evitando la extinción, ha llegado a preguntarse a sí misma sobre lo que le rodea y a publicar libros. Quien no vea maravillas en ello y precise de planes divinos, es que es tan ciego como ignorante. El antiguo billete de 2000 Liras italianas rendía homenaje a Galileo Galilei, dando cuenta de su importancia histórica. (Archivo) y todo tipo de fantasías plagan su libro, el cual es un alegato a la deriva científica, esa creatividad, esa visión ulterior que debe regir todo intento de descubrir nuevos fenómenos, y que debería ser nutrido de esos mismos fenómenos al ser descubiertos. Kepler nos habla de óptica, dando ideas para mejorar el telescopio de Galileo, pero también de astrología, pseudociencia a la que era adepto, al contrario que Galileo, que se mantiene al margen e incluso parece algo ofendido de que se le pregunte sobre ello. Discute Kepler sobre la infinitud del universo, postulando acertadamente lo mismo que siglos más tarde se conocería como la Paradoja de Olbers, y demuestra ser un auténtico adelantado a su época tratando de dar pinceladas sobre cómo serán las culturas que observen el cielo joviano lleno de satélites como nuestra Luna. Aunque la lectura del texto de Kepler, después de leer a Galileo, resulte casi risible, no debemos dejarnos llevar por la primera impresión: Johannes Kepler plantea interrogantes que serán respondidos siglos después, demostrando una prodigiosa capacidad para captar la importancia del descubrimiento de Galileo, antes que nadie. Todo aficionado a la ciencia debería leer textos científicos del pasado. Con mínimas infraestructuras, con un conocimiento infestado de lagunas y de prejuicios históricos y religiosos, gente como Galileo o Kepler supieron desentrañar la verdad, la verosimilitud, si se quiere, de lo que eran meras especulaciones, en ocasiones vergonzantes. Durante todo el libro se hacen referencias a Giordano Bruno, pues él encarna, mejor que nadie, los peligros que tuvieron que esquivar los científicos de la época y los peligros a los que se enfrentaban si no los esquivaban. Y, sea o no cierto que lo dijese Galileo: E ppur si muove. Nada más publicar el «Sidereus Nuncius», Kepler lanza su apoyo al italiano, siendo el único en hacerlo durante tiempo" Pero ese carácter de Galileo, inquisitivo y puntilloso, que no da por válida una idea hasta que las pruebas no la han corroborado mil veces y no quedan hipótesis alternativas razonables, se ve contrastado por otro gran hombre de las ciencias del renacimiento: Johannes Kepler. Nada más publicar el «Sidereus Nuncius», Kepler lanza su apoyo al italiano, siendo el único en hacerlo durante tiempo. Kepler envía una respuesta donde refleja la capacidad creadora, imaginativa y hasta alocada del científico, que ve en un descubrimiento, las puertas abiertas a todo un nuevo universo. Kepler, que en otros trabajos demuestra una adhesión perfecta a la evidencia de los datos como Galileo, en su «Dissertatio cum nuncio sidereo» nos muestra su lado más fantasioso. Las observaciones de Galileo confirman lo que tanto tiempo lleva defendiendo y tratando de demostrar, y en su alegría se deja llevar por la imaginación: selenitas en la Luna, Jovianos de Júpiter Antiguo billete de 50 Reichsmark alemanes que muestra la figura de Kepler. (Archivo) Sergio Gil Abán 65 el escéptico