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Artículo LA CRUZADA DE LAS LIBRERÍAS Un artículo a propósito de Richard Dawkins, Hans Küng y Karen Armstrong Jesús Zamora Bonilla profesor de Filosofía de la Ciencia en la UNED 1. «La crítica de la religión se convierte en un gran negocio» C uando muchos pensábamos que el progreso científico y tecnológico, y la universalización de la enseñanza, iban a desguazar definitivamente el pensamiento religioso y a relegarlo al único terreno en el que debería encontrarse: el de los museos de antigüedades, junto con las estatuas de Venus y de Anubis, ha resultado que el curso de la historia nos estaba tan sólo jugando, como siempre, una broma pesada, porque las religiones ni se habían ido, ni parece que tengan ninguna intención de marcharse. El gran golpe de realidad lo recibimos, como se sabe, el primer día del nuevo milenio (11 de septiembre de 2001), seguido por ecos más cercanos a nosotros poco después. Pero no es sólo el fundamentalismo islámico el que --convertido ahora en «enemigo público número uno de la libertad y la democracia» por bien orquestadas campañas mediático-político-militares, así como por sus propios méritos-- nos despierta del sueño ilustrado del desencantamiento del mundo, sino que en las propias sociedades occidentales las religiones parecen más vivas que nunca. Bueno, reconozco que esto último es una exageración, como constatará cualquiera que haya pasado de los cuarenta y compare la presencia que el catolicismo tenía en España en su niñez con la que tiene ahora; pero lo cierto es que la religión sigue teniendo una gran importancia social y personal para muchísimos ciudadanos, a pesar que la concepción de la realidad física, del orden social y de la naturaleza humana han sido transformadas de manera irreconocible por el avance del conocimiento científico y por las transformaciones de nuestra forma de vida, en relación con las cosmovisiones en las que se basaron los fundadores (y la mayor parte de los continuadores) de esos cultos que ahora siguen teniendo tanto éxito. Tal vez como reacción a la constatación de que el presunto muerto estaba en realidad muy vivo, y en alguna medida como fruto del escándalo que en algunas mentes produce el hecho de que la religión siga siendo causa de tan sangrientas confrontaciones, en el último par de años hemos tenido una explosión editorial de obras en las que se critica la religión, y se defiende particularmente el «El Espejismo de Dios» de Richard Dawkins es todo un Best Seller de la literatura crítica con la religión. (Archivo). ateísmo. Esto, en sí mismo, ya supone un cierto avance con respecto a los tiempos en los que un viejo profesor convertía en un pequeño best seller su librito ¿Qué es ser agnóstico?: ahora, de agnosticismo, nada, pues muchos han pensado que a la religión no se la vencerá con una actitud de mera contemporización. En el mercado mundial (digo, anglosajón), los principales éxitos de ventas han sido el libro de Richard Dawkins, The God Delusión (traducido en español como El espejismo de Dios, Espasa Calpe, 2007); el de Christopher Hitchens, God Is Not Great: How Religion Poisons Everything; el de Sam Harris, Letter to a Christian Nation; el de Daniel Dennett, Breaking the Spell: Religion as a Natural Phenomenon (traducido como Romper el hechizo, Katz Editores, 2007), y el de Victor J. Stenger, God: The Failed Hypothesis: How Science Shows that God Does not Exist. En España también han aparecido en este mismo período algunas obras de intención crítica semejante, aunque con una base más humanista que científica: La el escéptico 50 La proliferación de obras críticas contra la religión en las librerías, y sobre todo su conversión en best-sellers ha preocupado a muchos defensores de la fe". vida eterna, de Fernando Savater, y Hablemos de Dios, de Victoria Camps y Amelia Valcárcel, a los que hay que sumar las traducciones de dos éxitos de ventas franceses: el Tratado de ateología, de Michel Onfray, y El alma del ateísmo, de André Comte-Sponville. La proliferación de obras críticas contra la religión en las librerías, y sobre todo su conversión en best-sellers con sus correspondientes torres de volúmenes, de esas que incitan aún más a comprarlas, ha preocupado a muchos defensores de la fe, que han llegado a decir que «la religión está siendo atacada» y que «la crítica de la religión se ha convertido en un gran negocio», afirmación esta última que no deja de ser ridícula si acudimos a cualquier librería y comparamos los metros de estantes dedicados a la venta de obras en las que se defiende alguna religión, con los que se dedican a las obras que las critican. Más que ridículos, resultan indignantes algunos otros comentarios en los que estas obras son tachadas de dogmáticas, cuando lo dogmático es impedir por la fuerza de la autoridad la difusión de las ideas (como bien saben todas las religiones, por activa o por pasiva), mientras que exponer públicamente argumentos para que todo el mundo pueda juzgarlos y responderlos (que es lo que se hace en las obras citadas) es justo lo contrario del dogmatismo. En todo caso, es verdad que en esas obras se encuentran afirmaciones duras contra las religiones, pero ninguna más dura que frases como, por citar un ejemplo reciente: «los mártires de la Guerra Civil nos están diciendo que el ateísmo es el drama y el problema más grande de nuestro tiempo. Sin duda lo es, por eso desataron aquella violencia contra ellos, y contra la iglesia» (arzobispo Antonio Cañizares, con motivo de las recientes beatificaciones de religiosos buenos asesinados en la Guerra Civil). Habría que ver la que se montaría si algunos afirmásemos que «la religión es el drama y el problema más grande de nuestro tiempo» (uno de los objetivos de este artículo es mostrar precisamente que, pese a algunas apariencias, esto no es así). La imaginaria frase que acabo de entrecomillar es objetivamente más dura, y menos justificable, que el inicio del capítulo segundo del libro de Dawkins, pero, por razones comprensibles, la del autor británico ha podido molestar más: «El Dios del Antiguo Testamento es probablemente el personaje más desagradable de toda la ficción: celoso y orgulloso de serlo; un ser mezquino, injusto y obsesionado con el control; un vengativo limpiador étnico, sediento de sangre; un misógino, homófobo, racista, infanticida, genocida, filicida, pestilente, megalómano, sadomasoquista; un matón caprichosamente malévolo. [A pesar de ello] aquellos de nosotros que hemos sido escolarizados desde la infancia en su conocimiento podemos haber perdido la sensibilidad frente a su horror.» El espejismo de Dios, p. 39. En el resto de este artículo comentaré algunos de los temas de la obra que acabo de citar, en parte porque es la que ha tenido más éxito editorial tanto fuera como dentro de nuestro país, y en parte porque algunos de sus planteamientos y argumentos lo merecen especialmente. En el último apartado contrastaré las conclusiones que hayamos podido sacar de la obra de Dawkins con otras dos obras muy recientes que también tienen a la religión y la ciencia (en un caso las naturales, y en otro la historia) como protagonistas: El principio de todas las cosas, de Hans Küng (Trotta, 2007), y La gran transformación, de Karen Armstrong (Paidós, 2007). 2. ¿Qué respeto merecen las creencias religiosas? Tres son los temas fundamentales de la obra en la que el viejo fantasma que perseguía al gran divulgador científico que es Richard Dawkins a través de numerosos rincones de sus otras obras (sobre todo en El capellán del diablo) se ha materializado de la manera más rotunda, entrando en una lucha cuerpo a cuerpo tan descarnada como apasionante. Pese a que el libro, en sus más de cuatrocientas páginas, desgrana muchos argumentos, tres son los que me parecen más significativos y originales, y los que voy a comentar aquí: la crítica a lo que Dawkins denomina «el inmerecido respeto» que se concede a la religión; la crítica a la educación religiosa de los niños; y la crítica al argumento a favor de la existencia de Dios más común en la abundante literatura que trata el tema de las relaciones entre la ciencia y la religión; esta última crítica nos permitirá enlazar con nuestro comentario sobre el libro de Hans Küng. Aunque el tema del «respeto inmerecido» se trata explícitamente sólo en una breve sección del capítulo introductorio, es en realidad un asunto que late a lo largo 51 el escéptico La noción misma de que existe algo sagrado debe ser lo más sagrado que hay. Si deja de tener sentido «lo sagrado», entonces no tenemos derecho, no tendremos razón, al enfadarnos porque se haya violado algo sagrado". de toda la obra. Su papel al principio del libro es el de hacer al lector enfrentarse a uno de los principales tabúes que ha de vencer el crítico de la religión: la idea (o habría que decir mejor: la reacción emocional) de que uno tiene ciertos derechos especiales con motivo de sus creencias religiosas, además del derecho a profesarlas y expresarlas (siempre que no esto no choque con los derechos de los demás, naturalmente). Esta reacción emocional, la de poseer una cierta noción o actitud hacia «lo sagrado», puede muy bien ser uno de los instintos cognitivos con que nos ha dotado la selección natural, pues es común en todas las culturas y tiene además unas ventajas selectivas obvias, pues refuerza considerablemente la cohesión del grupo. No hemos de olvidar que el gran problema del orden social no es el de qué mueve a los individuos a cooperar para el bien de la comunidad (en parte lo hacen por un sentimiento también instintivo de pertenencia, pero en parte también por el simple miedo a ser castigados, miedo éste que, junto con las obvias ventajas del escaqueo y el mangoneo, son impulsados por otro instinto básico, a saber, el buscar el beneficio personal), sino el de qué mueve a los demás individuos a castigar o reprender a los infractores de las normas. Ya en los primates hay una cierta tendencia a sentir enfado hacia quienes perjudican al grupo, pero en el caso de los humanos, el sentimiento de que una infracción no sólo causa un perjuicio «material», más o menos limitado, sino que va contra el orden sagrado de las cosas, este sentimiento, decía, desencadena una reacción emocional en quienes son meros observadores de la infracción, y les lleva a desear intensamente, y generalmente llevar a cabo si nada se lo impide, el castigo del «pecador». Para que este truco de la evolución funcione, la noción misma de que existe algo sagrado debe ser lo más sagrado que hay (¿no se escuchan aquí reminiscencias de la platónica «Idea del Bien»?): si deja de tener sentido «lo sagrado», entonces no tenemos derecho, no tendremos razón, al enfadarnos porque se haya violado algo sagrado. El sentimiento de lo sagrado es, incluso, el que aporta para muchas personas el fundamento de todas las nociones morales. Este tipo de consideraciones el escéptico 52 ha llevado a muchos agnósticos a seguir viviendo como creyentes, y a seguir fomentando la fe (como el unamuniano Manuel Bueno). El muy recomendable filósofo norteamericano Daniel Dennet, en el libro que he citado más arriba, llama a este fenómeno «la creencia en la creencia»: la idea de que es bueno tener fe, es bueno creer en algo, aunque no se tenga fe; digamos, la idea de que la falta de fe es la «carencia de algo positivo», más bien que la consideración contraria: la de que la posesión de fe es el desarrollo de una innecesaria y superflua, cuando no claramente perjudicial, excrecencia mental. De este modo, estando incluso los agnósticos y ateos condicionados genéticamente para tener esta tendencia a la necesidad de lo sagrado, no es extraño que esté tan extendida la idea, que Dawkins pretende ridiculizar, de que las creencias religiosas merecen un respeto mayor que cualesquiera otro tipo de creencias. Casi parece que basta con escribir la frase que acabamos de ver en cursiva para darse cuenta de su absurdo. ¿Por qué tengo que respetar la creencia de Juan en que Dios castigará a los malos con el infierno, más que su creencia de que hablar por el móvil mientras se conduce no tiene nada Esta imagen de un pequeño sapo crucificado expuesta en una exposición de un museo de arte moderno fue retirada tras las enérgicas protestas en toda Italia por parte de creyentes ofendidos. (Martin Kippenberger) Un caso singular es el de la objeción de conciencia: Según algunos para casi cualquier cosa se debe respetar el derecho a la objeción de conciencia por motivos religiosos y parece que una vez que se alegan esos motivos religiosos, ya no es necesario justificar más profundamente la solicitud de objeción". de malo? De hecho, como ha señalado estupendamente Fernando Savater, no está nada claro qué significa «respetar una creencia». Lo que se puede y debe respetar es a las personas, y obviamente no se falta al respeto a nadie cuando se intenta argumentar racionalmente con él (¿o sí?). Unos piensan unas cosas, otros piensan otras, y nos pasamos media vida discutiendo, más o menos amigablemente, unos con otros para ver quién tiene razón. ¿Por qué debe haber temas cuya mera discusión suponga una falta de respeto? Pero he dicho que esto era aparentemente obvio, lo cual quiere decir, por supuesto, que no es tan obvio como parece. Pues sí que hay otros temas en los que la mera discusión supone una falta de respeto. Imagínate que tu jefe empieza a preguntarte por tus prácticas sexuales, porque acaba de leer un informe que advierte del peligro de algunas de ellas. Lo primero que se nos ocurre es considerarlo como acoso. O supongamos que alguien nos pregunta cuánto ganamos al mes, mientras discutimos con él sobre el precio de la vivienda. Que se hable públicamente de esos temas referidos a nosotros (ni siquiera que se ponga en cuestión nuestras respuestas, o que se las utilice para criticarnos) lo consideramos una falta de respeto en muchos casos, una violación de nuestra intimidad. También nos podemos sentir indignados cuando se critica nuestro aspecto, o nuestros gustos, o nuestros orígenes. El problema es, entonces, el de fijar los límites del respeto, establecer la diferencia entre el insulto y la «mera» crítica. Hay dos posiciones extremas: la de que se puede decir y criticar todo lo que uno quiera (la máxima libertad para el crítico, digamos), y la de que todo el mundo tiene derecho decidir qué parte de sus preferencias y sus opiniones es «intocable» (toda la libertad para el criticado). Naturalmente, es difícil decidir entre ambos extremos, o determinar una posición intermedia óptima, pero desde una perspectiva liberal creo que sí es posible establecer unas condiciones mínimas que cualquier decisión que tomemos debería respetar: primero, los límites deben ser recíprocos, es decir, alguien que se niega a que sus creencias sean criticadas no puede pretender criticar con ese mismo baremo a otras personas; segundo, el «criticado» no puede pretender que se establezca como norma universal que a nadie pueda criticársele aquello que él quiere que no se le critique a él; y tercero, el establecimiento de unos límites a la critica no puede utilizarse como excusa para que el criticado establezca un muro impenetrable dentro del cual saltarse a la torera los derechos de terceros inocentes. No cabe duda de que las soluciones adoptadas en las democracias occidentales, escarmentadas de los desmanes que en el pasado se cometieron en nombre del honor, la fe y otras cosas así, ha sido la de tender a minimizar el espacio de nuestras vidas que debería quedar libre de críticas. La libre discusión de cada vez más y más aspectos de la realidad del individuo y de la sociedad ha permitido progresos considerables en todos los ámbitos, sociales, económicos, políticos, científicos, tecnológicos, o artísticos, y ha permitido ir constituyendo una «esfera pública» cada vez más rica. Por otro lado, esto es compatible con la defensa de los derechos del individuo a mantener cualesquiera creencias, opiniones y formas de vida (siempre que ellas respeten los derechos de los demás). El problema lo encontramos al preguntarnos si el «derecho a mantener» significa tan sólo el derecho a que a uno no se le impida tener esas creencias, formas de vida, etc., o si, además de eso, conlleva también el derecho a que ellas no sean objeto de crítica, ya sean en términos de análisis o de sátira. El caso de las viñetas de Mahoma publicadas en un periódico danés hace pocos años es traído al caso por Dawkins como ejemplo, aunque me gusta sobre todo la cita en la que dice que «todo el mundo tiene derecho a opinar lo que quiera, incluso a opinar que su pareja es hermosa y sus hijos listísimos». De nuevo, la cuestión es qué obligaciones para los demás implica ese «derecho a la opinión». Pero existe un matiz adicional en el que insiste Dawkins, y es el de por qué han de conllevar las creencias religiosas un privilegio de respeto superior al de otros tipos de creencias. Un caso singular es el de la objeción de conciencia: parece que, según algunos, para casi cualquier cosa se debe respetar el derecho a la objeción de conciencia por motivos religiosos (desde no hacer el servicio militar, hasta no practicar abortos, pasando por la no asistencia a las clases de Educación para la Ciudadanía), y sobre todo, parece que una vez que se alegan esos motivos religiosos, ya no es necesario justificar más profundamente la solicitud de objeción; en cambio, uno puede haber hecho tres másters de ética, y 53 el escéptico ello no ser considerado tan suficiente para garantizarle el derecho a la objeción. Lo que nos ocupa es, de todas formas, la cuestión de por qué la crítica de las creencias religiosas de una persona (y las objeciones a aquellas conductas de la persona que tienen detrás una motivación religiosa) pueden ser consideradas menos justificables que críticas y objeciones a cualquier otro tipo de creencias o preferencias (políticas, ideológicas, musicales, filosóficas, gastronómicas, deportivas, etc.). ¿No supone esto una clara discriminación de quienes no tienen creencias religiosas, pues disfrutan de menos ámbitos libres de intromisión que los creyentes? Por ejemplo, el Código Penal español castiga con penas de prisión de hasta seis años a quien «interrumpiere o perturbare» ceremonias o «manifestaciones» religiosas (artículo 523). En cambio, molestar el paso de una carroza de carnaval o una conferencia de física, o, para el caso, interrumpir continuamente en una clase normal y corriente de un centro de enseñanza, no deben de ser delitos tan graves (¿qué pasaría con la irrupción en la cabalgata de los Reyes Magos de un grupo de activistas portando pancartas en las que simplemente se dijera a los niños la verdad sobre el tema?). Y, lo que es seguramente más grave todavía: las normas que debe cumplir una confesión religiosa para ser legalmente inscrita en el Registro correspondiente son manifiestamente mucho más laxas que las que ha de cumplir cualquier asociación de cualquier otro tipo, pues está claro que no se permitiría registrar (en un país lo suficientemente democrático, por supuesto) ninguna asociación que tuviera en sus estatutos la prohibición expresa de que sus cargos los ocupasen mujeres, por ejemplo. Imagen del videojuego «Matanza Cofrade». A pesar de existir cientos de juegos de disparos en donde se lucha matando desde vietnamitas hasta políticos, su autor fue el primero en sentarse en el banquillo y ser duramente castigado por ofender a las imágenes y sentimientos religiosos (Archivo) homosexualidad es algo natural» se consideraría casi una perversión, no sé si porque se piensa que la mente del niño está demasiado poco desarrollada como para ser capaz de entender plenamente estas cosas y hacerse un juicio razonable sobre ellas (¿lo está para la religión, que es mucho más abstrusa y con menos fundamento racional?), o porque es aún demasiado joven como para poder «autodefenderse» de las ideas que unos desaprensivos están intentando sembrar en su cerebro. Más bien creo que el temor (legítimo) es este último; al fin y al cabo, si un niño es incapaz de entender una cosa, el explicársela no le puede hacer mucho mal, además de aburrirle. Pero, en cambio, no se considera que el niño tiene derecho a que nadie (¡ni siquiera sus padres!) intente adoctrinarle cuando aún no tiene capacidad cognitiva suficiente como para juzgar por sí mismo las virtudes y defectos de las ideas que se le quieren transmitir. Por llevar el argumento al terreno del actual debate español sobre la educación religiosa y la educación cívica, todos estaremos de acuerdo en que el conocimiento del «fenómeno religioso» es una parte fundamental de la cultura que cualquier ciudadano debería recibir. Este argumento se suele utilizar para defender que aquellos alumnos que no elijan la asignatura de religión confesional, tengan otra que verse sobre historia y filosofía de las religiones, o algo parecido, y cuyo contenido sea más bien «imparcial». Pero, analizándolo de modo apropiado, el argumento sirve en realidad para justificar algo totalmente distinto: si el conocimiento general de las religiones y de su influencia histórica es algo imprescindible para la formación de los alumnos, ¡son precisamente los alumnos cuyos padres deciden que estudien una asignatura confesional quienes más necesitan el contrapeso de otros punto de vista! Esto quiere decir que, mientras que el fenómeno religioso 3. Sobre la educación religiosa. Quizá la tesis más polémica de El espejismo de Dios es la que se refiere a la educación religiosa. Dawkins nos señala que nos parecen enteramente aceptables calificativos como «un niño católico» o «un niño musulmán», pero nos parecerían aberrantes cosas como «un niño republicano», «un niño defensor de la interpretación de Copenhague de la física cuántica», o «un niño marxista» (esto último con la excepción de Cuba, tal vez, en donde que los niños sean marxistas es más bien obligatorio). Inculcar en un niño «creencias» religiosas (y entrecomillamos esta vez la palabra «creencias», porque nos referimos a las que puede tener un infante de cuatro u ocho años) se considera legítimo, parte consustancial, incluso, de un derecho fundamental de los padres; en cambio, intentar convencer a un niño de la misma edad de que «el liberalismo es mejor que el socialismo» o de que «la el escéptico 54 «en general» pueden perfectamente estudiarlo todos los alumnos en las asignaturas de historia, arte, literatura, filosofía, cultura clásica, etc., en cambio, los alumnos que eligen la asignatura confesional deberían dedicar obligatoriamente una parte de ese tiempo a recibir información acerca de por qué es razonable que muchas otras personas no tengan esas creencias (información que, dicho sea de paso, difícilmente podríamos dejar que transmitiera el mismo profesor). Así, pienso que, por ejemplo, los colegios religiosos deberían permitir que representantes de asociaciones de agnósticos y ateos los visitaran regularmente para exponer ante sus alumnos, con toda serenidad, la ínfima base racional de las creencias religiosas y los múltiples y dolorosos estragos que con frecuencia causa. Al fin y al cabo, las religiones han causado a lo largo de los siglos más muertes y más sufrimientos que el tabaco, y no está de más que quienes las consumen tengan una advertencia como la que soportan los fumadores en sus cajetillas (en cierto estado de los EE.UU. ha sido obligatorio etiquetar los libros de biología con la indicación de que la «teoría» de la evolución es «sólo una hipótesis entre otras»; ¡qué no habríamos de poner en las biblias, coranes y demás, y en las puertas de los templos, si esta sana práctica se generalizase!). de la libertad educativa pretenden seguir ejerciendo algunos, es radicalmente contrario a la libertad individual que nuestros alumnos deberían alcanzar gracias a una educación racional y razonable. Para decirlo con un eslogan facilón, pero justo y comprensible: si alguien es demasiado joven para el sexo, también es demasiado joven para la religión. 3. La hipótesis de Dios, y El principio de todas las cosas. La parte más extensa del libro de Dawkins se dedica, de todas formas, a mostrar la irracionalidad de las creencias religiosas. En esta sucesión de reflexiones libres sobre las sugerentes ideas de El espejismo de Dios, no voy a detenerme, naturalmente, a discutir todas y cada una de las razones que el autor aporta en defensa de su tesis, sino que quiero centrarme en hacer una comparación entre una de sus ideas (por otro lado, la que me parece más original) y las defendidas recientemente por el teólogo Hans Küng en su libro El principio de todas las cosas. El punto en cuestión es la idea de Dios como creador del universo, o más bien, la hipótesis de que Dios es la causa primera del universo, o, dicho aún de otra forma, la explicación de la existencia del universo y de sus propiedades. Küng reconoce que la demostración «científica» (es decir, lógica o empírica) de esta hipótesis es literalmente imposible, pero... «Lo que no parece irrealizable es ofrecer una guía orientadora que intente iluminar la experiencia --accesible a cualquiera-- de una realidad tan controvertida como ésta, para de tal modo (...) colocar a la persona en cuanto ser pensante y actuante frente a una decisión libre, pero racionalmente justificable. La cual --como todo esperar, creer y amar profundamente humanos-- reclama, más allá de la razón pura, la apertura de "la totalidad de la persona"» El principio de todas las cosas, pg. 89. La postura de Küng consiste en reconocer que no se puede «demostrar científicamente» la hipótesis de Dios, pero que esta hipótesis consiste en «la mejor explicación» de ciertas características del universo, empezando por su propia existencia. Puesto que, según Küng, esto no es una demostración, el aceptarla o no queda sujeto a la libre decisión de cada cual. Aquí hay ya algunos errores de bulto: en primer lugar, la contrastación de hipótesis mediante la «inferencia a la mejor explicación» es, de hecho, y Küng lo sabe, el principal método de 55 En cierto estado de los EE.UU. ha sido obligatorio etiquetar los libros de biología con la indicación de que la «teoría» de la evolución es «sólo una hipótesis entre otras». ¡Qué no habríamos de poner en las biblias, coranes y demás si esta sana práctica se generalizase!". Visto de otra manera: podemos preguntarnos si al derecho que asiste a los padres a educar a sus hijos en sus propios valores y creencias (los de los padres, se entiende), no le corresponde igualmente el derecho de los propios niños a conocer simultáneamente otros valores y otras creencias, y los argumentos a favor y en contra de cada una, y sobre todo a adquirir la capacidad racional de elegir por sí mismos las creencias que consideren más apropiadas. Tengo muy serias dudas de que nuestro sistema educativo, pese a las proclamas ideológicas de las leyes y reglamentos que lo gobiernan, se tome en serio lo de fomentar la capacidad racional de elegir, pues se trata de una capacidad que exige mucha disciplina intelectual y afán por aprender, y esto son especies en peligro de extinción en nuestras escuelas. Pero, desde luego, el adoctrinamiento ideológico y religioso que con la excusa el escéptico el que en la ciencia empírica hay demostraciones de teorías sobre entidades inobservables) a pesar de todas las prevenciones del autor para que no lo tomemos como tal. ¿A cuento de qué viene, por tanto, el reconocimiento de que «no estamos haciendo ciencia»? Creo que la razón es, fundamentalmente, que Küng quiere curarse en salud para poder desviar algunas críticas basadas en argumentos de tipo científico, como los que veremos a continuación («al fin y al cabo --diría-- yo sólo estoy haciendo filosofía»), y además, quiere predisponer a los lectores hacia su tesis, haciéndoles creer que tienen algo importante que hacer al seguir sus argumentos, además del mero hecho de creérselos o no. Precisamente esto tiene que ver con el segundo error al que me refería. Sencillamente no es verdad (o sólo lo es en un sentido trivial) que en la decisión de aceptar lo que Küng dice «esté en juego toda la persona», o esa decisión tenga una particular relevancia moral, más que meramente epistemológica. Por ejemplo, Küng afirma: «Hoy, en el horizonte de la cosmología científica, creer en el Creador del mundo significa afirmar desde la confianza ilustrada (?) que el origen último del mundo y el ser humano no queda inexplicado, que el mundo y el ser humano no son arrojados absurdamente de la nada a la nada (?), sino que, en cuanto todo, tienen sentido y valor; que no son caos, sino cosmos, porque en Dios, que es su fundamento originario, tienen una "seguridad primera y última" (?). Es necesario subrayarlo de nuevo: nada obliga a una persona a aceptar esta fe. ¡Puede decidir al respecto "con toda libertad"!» Pg. 128 (signos de interrogación míos). Pues bien, yo, al menos, no puedo decidir si me creo una cosa o me creo otra. Yo no puedo dejar de creer «por mi propia voluntad» que llevo puesto un chándal ahora mismo, y no puedo creer, aunque quiera, que delante de mis narices hay una lagartija morada. Tampoco puedo dejar de creer que diez por quinientos es cinco mil, que la tierra gira alrededor del sol, que la materia está formada por átomos y moléculas, o que existe el planeta Neptuno. Un cerebro sano funciona precisamente eliminando la mayor cantidad posible de interferencias entre el sistema encargado de generar nuestras creencias y el sistema encargado de generar nuestros deseos y decisiones. Si cualquier animal pudiera decidir qué creer, duraría poco entre los vivos: lo bueno de nuestro sistema de creencias es que, con la mayor frecuencia posible, funcione de Los físicos aportan cada día más pruebas a favor de la interpretación de los mundos multiples --en contraposición a la interpretación de Copenhague. La computación cuántica está detrás de este nuevo interés por la teoría. En la imagen, ejemplo de generación de mundos múltiples en un artículo de Max Tegmark en Nature 448, 23-24 año 2007. Según algunos autores la existencia de mundos múltiples generados desde el principio de la cosmología con características muy distintas invalidarían el llamado «principio antrópico» (Nature) descubrimiento en la ciencia empírica. No podemos, por ejemplo, demostrar la existencia de los protones, pero su existencia con ciertas propiedades es «la mejor explicación» que tenemos para miles de fenómenos experimentales, y esa es toda la razón que hay (y no es poca) para creer en la existencia de los protones o algo parecido; lo que pasa es que, como estas razones no son perfectamente concluyentes (pues siempre cabe la posibilidad de que nuevos experimentos la refuten y hagan necesario inventar otra hipótesis mejor), el aceptar la validez de aquella es teoría es fruto de una decisión (o algo parecido). Si son válidos los argumentos de Küng a favor de que la hipótesis de Dios es la mejor explicación de la existencia del universo y de sus maravillosas cualidades (en particular, las cualidades que permiten la existencia de seres humanos, y de teólogos en particular), entonces lo que tenemos ante nosotros es una «demostración científica» de la existencia de Dios (en el sentido en el escéptico 56 tal modo que sean los hechos, y no mis deseos, los que determinen en último término mis creencias. Nadie decide creer en Dios después de leer los argumentos de Küng; como mucho, si los argumentos tienen éxito, el lector terminará creyendo en Dios, o con su creencia previa reforzada, pero la idea de que «lo ha decidido libremente» sólo constituye una burda estrategia retórica para hacerle pensar al lector que su creencia tiene un «valor añadido» por ir más allá de lo que es razonable creer (en vez de tener un valor cognoscitivo menor, precisamente por culpa de eso) y que su propio valor como persona moral se ha incrementado gracias a haber sido víctima del argumento. Por otro lado, ¿qué razones da Küng para afirmar que su examen de la ciencia proporciona una «confianza ilustrada» en la existencia de Dios? Básicamente son dos (las mismas viejas dos razones de casi siempre): primera, que la existencia del universo, que es una realidad «precaria» (pg. 44), requiere como causa una realidad «absoluta»; segunda, que el hecho de que el universo tenga exactamente las leyes físicas que hacen posible nuestra existencia exige que haya sido creado con la «intención» de albergar vida mental como la de los humanos (o, con un lenguaje un poco menos directo, aquel hecho permite afirmar «que el universo no carece de sentido», pg. 148). Vayamos a lo primero. Aquí se está repitiendo la sobada pregunta de Leibniz («¿por qué existe algo, y no más bien nada?»), que Küng califica como «el misterio originario» y «la pregunta humana por excelencia», una pregunta «por la relación básica del mundo con un posible fundamento, sostén y meta-principio de esta realidad; una pregunta que no se le plantea al científico, sino a la persona en cuanto tal» (pg. 87). No deja de ser curioso el hecho de que, aunque Küng, como la mayoría de teólogos, reconozca que esta pregunta es exactamente igual de misteriosa con total independencia de cuál sea la teoría científica que describa mejor las propiedades de la naturaleza (sea la mecánica cuántica, la cosmología ptolemaica, la teoría del Big Bang, la macroeconomía keynesiana, o cualquiera), al autor le pongan especialmente nervioso más algunas teorías que otras (p.ej., la teoría de los universos múltiples, según la cual puede haber leyes físicas por las que unos universos den lugar a otros, según un proceso mediante el cual aquellos universos que posean propiedades más proclives a generar otros, terminarán siendo mayoritarios --una especie de darwinismo cosmológico; cf. pg. 72). En fin, de cualquier modo lo importante es que nos demos cuenta de la razón por la cual, como mostraré a continuación, nuestra «pregunta por excelencia» no es más que una mera ilusión cognitiva, que, en cuanto reconocemos como tal, pierde la urgencia por una contestación imposible (aunque no deja de maravillarnos por eso, como las buenas ilusiones ópticas). Se trata de lo siguiente: cuando preguntamos por la razón de un hecho, podemos estar preguntado dos cosas distintas; una, ¿cuál es el mecanismo físico --o de otro tipo-- del que dicho fenómeno --p.ej., el arco iris-- es el resultado?, y la «La existencia del universo» no es algo de lo cual podamos buscar una explicación, pues no hay ningún proceso o mecanismo del que podamos dar una descripción y cuyo resultado sea la existencia del universo". otra, ¿con qué intención se ha producido lo que queremos explicar --p.ej., un asesinato? En realidad, no es que ambas cosas sean totalmente diferentes, pues, en el fondo, el que ciertas cosas se produzcan como resultado de la intención de alguien, no es más que un tipo particular de mecanismo o proceso natural; podemos decir, por lo tanto, que la forma fundamental de explicación de un hecho consiste en mostrar de qué modo ese hecho es resultado de algún proceso. (Hablamos también a menudo de «explicaciones funcionales», como cuando se explica una característica de un ser vivo a partir de la función que esa característica posee en su biología; estas explicaciones eran, antes de Darwin, poco más que un tipo de explicaciones intencionales --la función era la intención con la que el Creador había diseñado el órgano--, pero el darwinismo nos enseñó cómo reducirlas a explicaciones mecanicistas). Dicho aún de otra manera: «explicar» no es algo diferente de «describir». Naturalmente, explicar un cierto fenómeno (p.ej., los eclipses, o las propiedades del agua) no es lo mismo que describir ese fenómeno; ¡pero sí que consiste nada más que en describir otros hechos! (p.ej., explicamos los eclipses describiendo los movimientos de la tierra, la luna y el sol; explicamos las propiedades del agua describiendo las interacciones entre sus moléculas). Una vez aceptado esto (que al explicar algo sólo estamos describiendo el proceso del cual es resultado), vemos que «la existencia del universo» no es algo de lo cual podamos buscar una explicación, pues no hay ningún proceso o mecanismo del que podamos dar una descripción y cuyo resultado sea la existencia del universo (cuestión distinta es si decimos que este universo procede de otros, como en la teoría de los universos múltiples; pero en ese caso estamos hablando de «universos» en plural, de los cual el nuestro sería sólo una pequeña parte, mientras que ahora 57 el escéptico nos referimos a la totalidad de la naturaleza). Si queremos afirmar que la existencia de Dios explica la existencia del universo, eso sólo sería una verdadera explicación si lo que se nos ofreciera fuese una descripción de cómo algunas acciones de Dios producen como resultado la existencia del universo. Negarse a dar esa descripción equivale a quedarse con la desnuda afirmación de que «la existencia del universo (de la totalidad de la naturaleza) es el resultado de algún proceso que desconocemos»; lo cual es bastante paradójico si implícitamente suponemos, como parece que debemos hacer, que por «la totalidad de naturaleza» hay que entender precisamente el conjunto de todos los procesos y mecanismos. Además, la afirmación se basa en la hipótesis de que cualquier hecho es resultado de algún proceso, pero de la validez de esta hipótesis no tenemos ninguna garantía. Es más, la mecánica cuántica está llena de sucesos que no son resultado de nada. ¿Ganamos algo suponiendo que al buscar una explicación de la existencia del universo lo que queremos es buscar el sentido de su existencia? La facilidad con la que se deslizan Küng y tantos otros desde el concepto de explicación al de sentido hace pensar que para ellos se trata de lo mismo. Pero los beneficios son aún menores en este caso, pues el único significado científicamente legítimo que tienen las palabras «sentido» e «intención» es el de referirse a ciertas propiedades de ciertos sistemas físicos (esto es, algunos seres vivos; entre ellos, nosotros, y seguramente todos los mamíferos y aves, y tal vez muchos más animales, pero no las plantas y los hongos, p.ej.). «Tener intenciones» y «actuar movidos por sus intenciones» son cualidades que algunos seres vivos poseen, como (algunos) poseen la facultad de segregar veneno, o la de sumergirse hasta 1 000 metros de profundidad en el océano, o la de realizar la fotosíntesis. Es decir, la capacidad de tener intenciones y actuar en consecuencia es una cualidad enteramente biológica, y afirmar que la existencia del universo es el resultado de «una intención» es tan grotesco (insisto, ¡exactamente igual de grotesco!) como afirmar que el universo es el resultado de una reacción fotosintética, que es una secreción, o que es el resultado final de un proceso digestivo (o, perdón por la expresión, que el mundo es una mierda). Pues bien, volviendo a Dawkins tras este largo excurso, el biólogo británico presenta otro argumento demoledor contra la presuposición de que la existencia de Dios explica algo. En lugar de la «precariedad» del universo como algo que requiere un «fundamento», pero muy relacionado con aquella, Dawkins señala hacia otro aspecto con el que solemos relacionar el concepto de explicación: el el escéptico 58 del motivo por el que ciertas cosas parece que nos están «pidiendo» ser explicadas con más insistencia que otras. El hecho es que buscamos explicación principalmente de aquellos hechos que nos sorprenden, es decir, aquellos de los cuales tenemos razones para esperar que no deberían ocurrir, o suceder como suceden (de ahí el «más bien» de la pregunta leibniziana: a priori, parecería más probable que el universo no existiera). Esto se relaciona con lo que dijimos anteriormente sobre los mecanismos, porque cuando mostramos que el extraño fenómeno que queremos explicar se sigue de un proceso bien conocido (nos sorprende lo que no sabemos cómo funciona), o que es muy general (no sorprende lo infrecuente), o que es muy simple (nos sorprende lo complicado), entonces deja de ser tan extraño. Cuando pensamos que algo necesita una explicación, es porque, aunque aceptamos que es real, lo consideramos muy improbable. La ilusión de que Dios puede constituir una explicación de la existencia del universo se ve reforzada por la apariencia de que, aunque el mundo es muy complicado (y por ende, muy improbable), si logramos derivar su existencia de una sola causa muy simple (Dios), tendremos la mejor explicación posible (por citar una última vez a Küng: «Si Dios existe, resulta perfectamente posible contestar la pregunta por la procedencia última de las constantes cosmológicas, por la proveniencia de la materia y la energía, y por ende, del cosmos y del ser humano», El principio de todas las cosas, pg. 91). Dawkins, en cambio, explica por qué esto es una ilusión: «Un Dios capaz de monitorizar y controlar continuamente el estado individual de cada partícula en el universo no puede ser simple. Por derecho propio, su existencia va a necesitar una explicación del tamaño de un mamut. Peor aún: las otras partes de la gigantesca conciencia de Dios están simultáneamente preocupadas por los hechos, emociones y oraciones de cada ser humano --y de cualquier otro extraterrestre que pudiera haber en otros planetas en esta y en los otros cien billones de galaxias--. Él tiene incluso que decidir continuamente no intervenir milagrosamente para salvarnos cuando tenemos cáncer (...Estas explicaciones) confunden lo que significa explicar algo, y parece que tampoco entienden lo que significa decir que algo es simple». El espejismo de Dios, pgs. 164-5. Podemos ilustrar esta crítica de Dawkins con un ejemplo. Imaginemos que encontramos un reloj de cuerda en una playa (como en el viejo cuento de William Paley); puesto que es un objeto muy complicado, su existencia exige la de alguien lo suficientemente inteligente para haberlo creado. Ahora bien, ¿cómo de inteligente? (esta es la maliciosa pregunta que formulara el viejo zorro de David Hume). Pues... bastante; es más, la existencia del reloj requiere la existencia no sólo de un individuo inteligente (el relojero), sino de toda una sociedad en la que pueda darse la división del trabajo necesaria para que haya relojeros especializados, y en la que se haya dado una acumulación de conocimientos técnicos y matemáticos muy considerable. El reloj no es la creación de un relojero, sino de toda esa sociedad. Y esa sociedad es bastante compleja. («¡Muy bien! --diría Paley-- pues ella también requerirá un diseñador»). Pero, antes de seguir por el camino hacia el que nos atraen los teístas, hagamos un par de modificaciones en el ejemplo. ¿Qué conclusión sacaríamos si lo que halláramos en la playa fuese, no un reloj de cuerda, sino una punta de flecha de piedra? También concluiríamos que ha habido una sociedad responsable de su creación; pero esta sociedad será seguramente menos complicada que la que produjo el reloj. ¿Y si encontrásemos una gigantesca infraestructura científica como el Gran Telescopio de Canarias? Obviamente, en este caso la sociedad que lo ha creado debe ser mucho más compleja que la que fabricó el reloj. o el universo, eran tan complicados que necesitaban una explicación. Por lo tanto, si Dios es muy complejo, eso implica que Dios también requiere de una explicación; de hecho, implica que la existencia de Dios requiere de una explicación en mayor medida que la existencia del universo. Además, esto también implica que Él no puede ser su propia explicación, pues si pudiera serlo, entonces también el universo, que es menos complicado, se podría «autoexplicar». Estos dos últimos errores, el que hemos señalado al hablar de la errónea utilización del concepto de «sentido» en el libro de Hans Küng, y esta confusión sobre lo que necesita una explicación y por qué, se pueden resumir en parte a través de una reflexión con la que cerraremos este apartado: el pensamiento teológico está engañado por el espejismo de que «el orden procede de la inteligencia», pero lo que la experiencia de la naturaleza nos enseña es más bien lo contrario: es la inteligencia (la única que conocemos: de las especies biológicas que la poseen) la que procede del orden, a saber, del orden de las leyes naturales que rigen el comportamiento de las moléculas que forman los organismos de aquellas especies. 5. La religión como homeopatía, o «la gran ofuscación». Apartado de los combates viscerales entre teístas y ateos, el libro La gran transformación de Karen Armstrong, la famosa historiadora de las religiones, ofrece una visión mucho más sosegada, y sobre todo, menos embebida en el espíritu evangelizador de unos y otros. Hay que decir que el objetivo principal de la obra no es el de ofrecer una «teoría de la religión» que oponer a otras (es en esto un libro mucho menos beligerante, o masculino, en el mal sentido de la palabra, que los que hemos comentado hasta aquí), sino sencillamente el de relatar y contextualizar la situación social y cultural en la que emergieron las grandes tradiciones religiosas en Grecia, Israel, India y China. Y considerado en cuanto exposición histórica, el libro es no sólo muy ilustrativo, sino que posee incluso el excelente hilvanado de las novelas en las que varias tramas, aparentemente independientes entre sí, van entretejiéndose de modo inesperado. Teniendo en cuenta este carácter, se entenderá que el motivo por el que lo traigo a colación en este artículo no es el de comentar sus cualidades como investigación histórica, que, repito, son excelentes (muy al contrario del simple amontonamiento erudito de referencias que constituye la urdimbre básica del libro de Hans Küng). Más bien lo que pretendo es contraponer la concepción de la religión que se desprende del libro de Armstrong con la de Dawkins. La 59 El pensamiento teológico está engañado por el espejismo de que «el orden procede de la inteligencia», pero lo que la experiencia de la naturaleza nos enseña es más bien lo contrario: es la inteligencia la que procede del orden". De aquí se sigue que, si, como quiere Paley, inferimos a partir de la existencia del universo (que es más complejo que el reloj) la existencia de un diseñador del universo, puesto que el cosmos es muchísimo más complejo que el Gran Telescopio de Canarias, el responsable de la creación del universo debe ser muchísimo más complicado que el responsable de la creación del GTC (es decir, nuestra sociedad global). «¿Y qué?», dirán muchos teístas, «al fin y al cabo, Dios es grande». Pero el problema viene porque hemos llegado a la existencia de Dios a partir de la premisa de que un reloj, el escéptico moraleja que podemos extraer de la detallada historia que cuenta la primera es la de que todas las grandes religiones (y la filosofía griega, podemos suponer, con Sócrates y los dramaturgos clásicos a la cabeza) surgen del descubrimiento psicológico del «mundo interior», de las profundidades de nuestra la mente consciente, que nos hace percibir nuestra relación con la realidad, y con nuestros semejantes en particular, en términos de una armonía fundamental. Cada una de las tradiciones entendió esta armonía profunda mediante metáforas distintas, y dio lugar a ritos y mitologías muy distintos, pero en el fondo todas ellas se reducirían a la sencilla Regla de Oro, la compasión: «trata a los demás como desees tú ser tratado». Esto es así porque todas estas concepciones surgieron, según Armstrong, como respuesta de ciertos sabios o profetas ante la visión de la violencia extrema en que se habían sumido sus respectivas sociedades. El sentimiento religioso fundamental (el amor y el respeto hacia los demás y hacia el universo) vendría a ser una especie de antídoto contra el virus de la violencia, y su descubrimiento, y el proyecto de crear seres humanos psicológicamente distintos, en los que la compasión sea algo consustancial, es en lo que consiste la «Gran Transformación» a la que se refiere el título del libro. Los fundamentalismos son una perversión de ese sabio proyecto. Dawkins, en cambio, describe a la religión más bien como fuente de violencia. No es sólo que, en sus manifestaciones más virulentas, la fe religiosa pueda producir fenómenos como la Inquisición o los terroristas suicidas, pero que ello se deba a una contaminación del mensaje religioso fundamental. Es la propia estructura cognitiva de la religión, basada en la creencia de que la aceptación de los dogmas de la fe está por encima de cualquier discusión racional, la que promueve aquellas explosiones de violencia extrema, una vez que los lazos de la disciplina de la razón se han roto. Si el mensaje fundamental de cualquier religión es el de amarse los unos a los otros, parece que ha elegido un formato para ser expresado con el que resulta demasiado fácil dejar de oírlo, o uno en el que rápidamente se transforma en el mensaje de «odia y fulmina a los que no tienen la misma fe que tú». La religión ha impulsado a muchos millones de personas a respetar a sus semejantes, y también ha atraído a un número nada desdeñable hacia expresiones de odio visceral y de crueldad sin límites. ¿Por qué el mismo «mensaje» ha podido ser entendido de dos maneras tan distintas?". Resulta paradójico que pueda haber dos visiones tan radicalmente opuestas sobre la religión, sobre todo porque no se trata (o no se trata solo) de visiones acerca del valor moral de la religión, sino de descripciones de su influencia en el comportamiento humano. Naturalmente, las dos concepciones se apoyan firmemente en hechos históricos indudables: es verdad que la religión ha impulsado a muchos millones de personas a respetar a sus semejantes, y también es verdad que ha atraído a un número nada desdeñable hacia expresiones de odio visceral y de crueldad sin límites. Pero, si esto es así, ¿cómo ha sido posible? ¿Por qué el mismo «mensaje» ha podido ser entendido de dos maneras tan distintas? Y sobre todo, si las grandes religiones se fundamentan en la compasión hacia los demás, y son, como sugiere Karen Armstrong, un remedio para la violencia social, ¿por qué han sido tan vergonzosamente ineficaces en conseguir aquello que se proponían alcanzar --la paz? Pues las matanzas y crueldades posteriores a la época de la «Gran Transformación» no han sido menos frecuentes ni perversas que las anteriores, tal vez al contrario. Quiero apuntar aquí la hipótesis de que la causa de esta ineficacia no ha sido otra que el error de interpretar el contenido del mensaje como un contenido religioso, es decir, como algo que tiene que ver con algún tipo de realidad espiritual. Nótese que no estoy afirmando que el carácter espiritual de las ideas religiosas sea el La paloma de la paz tiene un origen religioso judeo-cristiano. Representa la capacidad de la religión para evitar la violencia y se basa en la paloma del antiguo testamento que señalaba a Noe el fin del diluvio. El diseño que conocemos, pertenece a Pablo Ruiz Picaso. (Archivo) el escéptico 60 responsable de la violencia cometida en su nombre. Creo más bien que la violencia es tan consustancial al ser humano como el mal olor de las axilas, comparación que muestra que no por ser consustancial es inevitable, pues, al igual que el mal olor, la violencia se manifestará, o no, dependiendo de las circunstancias. El ejemplo también ilustra el hecho de que existen circunstancias que dejan manifestarse en mayor medida esa tendencia natural, y otras circunstancias que la pueden eliminar en parte, o al menos la disimulan más. De hecho, las sociedades occidentales del último medio siglo han sido completamente atípicas, no sólo por la drástica reducción del nivel de violencia que se ha dado en ellas (pese a las quejas de muchos jeremías), sino sobre todo por el grado de rechazo a la violencia y a la discriminación que hemos conseguido instilar en las mentes de nuestros conciudadanos. Es cierto que en otras partes del mundo el valor de la vida y la integridad física y moral de los individuos sigue siendo muy bajo, a menudo con la complicidad de las «potencias occidentales», pero lo que quiero señalar no es en qué medida la reducción de la violencia se ha extendido por todo el mundo, sino el hecho de que, donde efectivamente se ha reducido, no ha sido gracias a la religión, pues las religiones de los países occidentales son ahora prácticamente las mismas que hace cien o doscientos años. Lo que ha cambiado drásticamente en este último medio siglo ha sido, más bien, el nivel de bienestar material y la extensión de las libertades políticas y económicas. Este bienestar ha roto (es difícil saber si de manera definitiva) el círculo vicioso del que estábamos prisioneros desde el origen de nuestra especie, y del que muchos aún lo están: el círculo violencia miedo violencia. Nuestro sistema de bienestar permite que la gente se enfrente a la vida sin ese miedo primordial que, haciéndonos percibir nuestra propia existencia y la del mundo como «precarias», nos impulsaba por una parte a considerar a los extraños como enemigos, y por otra parte nos conducía a poner nuestra esperanza en un mundo ficticio, más perfecto que el manifiestamente mejorable en que habitábamos. Una vez roto el miedo, el deseo de responder a la violencia con violencia (incluso de modo preventivo) ha disminuido drásticamente, sobre todo por el miedo a perder nuestro bienestar por culpa de una escalada de agresiones y venganzas, y especialmente si la escalada ocurre cerca de nuestras casas. Así pues, el fin de la violencia (o su radical atenuación) viene de donde menos se lo espera: de nuestro haber convertido en valores supremos el confort, la comodidad y la seguridad material, bienes tan exquisitos que estamos dispuestos a renunciar a A pesar de sus esfuerzos y la búsqueda de la no-violencia. Gandhi no consiguió la reconciliación entre las diferentes sociedades y religiones de la India. Su intento de eliminar tanto el sistema de castas como las diferencias sociales acabó con durísimas luchas de religión y la partición final del estado. (Archivo) nuestras ganas de pelea con tal de conservarlos. Esa actitud ante la vida, la del consumidor apacible, es la que está cambiando el mundo, y gracias a ello lo espiritual está quedando relegado a su lugar correcto: los libros de historia-ficción y algunas series de la tele. Cuando la sociedad pretendió resolver sus problemas invocando el espíritu (ya fuera el del Creador, el de los propios fieles, o el de los antepasados), el resultado fue el mismo que el de las curas homeopáticas: ninguno, o, como mucho, un pequeño efecto placebo. El error de autores (y lectores) como Armstrong es el pensar que, por debajo de los rituales y los odios interculturales, las grandes religiones tienen un mensaje común que es válido en cuanto mensaje religioso. No debemos buscar, como ella afirma, «la esencia de la religión» como una forma de búsqueda espiritual, sino darnos cuenta de que, una vez descubierta esa esencia, la mejor forma de ponerla en práctica es olvidar por completo que el fundamento de su validez consista en una realidad transcendente, para poder disfrutar sin remordimientos del hecho de que nuestra pretendida y consumista «falta de valores» es precisamente lo más parecido que nunca podremos tener a un paraíso en la tierra. 61 el escéptico