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Magia y tecnología
MIQUEL BARCELÓ
esde que Isaac Newton formulara sus famosas leyes de la mecánica celeste, parece que el número tres resulta especialmente adecuado para establecer un grupo de leyes relacionadas entre sí. Otro Isaac, el divulgador científico y escritor de ciencia ficción Isaac Asimov, también dejó en tres su primera formulación de las leyes de la robótica. Arthur C. Clarke, de nuevo divulgador científico y escritor de ciencia ficción, dispone a su vez de tres curiosas leyes, formuladas esta vez en torno a la ciencia y la tecnología. La primera de esas tres leyes de Clarke, expresada a principios de los años sesenta en el libro de ensayos Perfiles del Futuro (1962), nos dice: "Cuando un científico famoso, pero ya de edad, dice de algo que es posible, es casi seguro que esté en lo cierto. Cuando dice que es imposible, probablemente se equivoca". Más agresiva, la segunda ley de Clarke reza: "La única manera de encontrar los límites de lo posible es yendo más allá de esos límites y adentrarse en lo imposible". Mucho podría decirse sobre tales proposiciones y la ciencia que en cierta forma describen, aunque no es ahora el momento de hacerlo. Quisiera centrarme hoy en la más famosa de esas formulaciones, la conocida como tercera ley de Clarke. Fue establecida bastante más tarde que las otras dos y ha sido muchas veces citada y repetida. Con aplastante seguridad, nos dice Clarke que: "Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia". Es de suponer que, al formular esta tercera ley, Clarke tenía en mente cualquier civilización avanzada extraterrestre o incluso una civilización humana del futuro. Se trata de civilizaciones que han podido disponer de mucho tiempo para desarrollar una nueva tecnología, cuyos principios y bases teóricas han de quedar por fuerza muy lejanos de lo que hoy sabemos. Es fácil, entonces, que dicha tecnología pueda ser vista por un observador como nosotros de forma que se confunda con la magia y lo sobrenatural. Desde el famoso Un yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain, la capacidad especulativa típica de la mejor ciencia ficción ha imaginado a menudo este tipo de situaciones. Como era de esperar, el yanqui de Twain aprovecha sus conocimientos tecnológicos del siglo XIX que los contemporáneos del rey Arturo han de ver inevitablemente como magia.
D
La obra más conocida de Arthur Charles Clarke ha sido, sin duda, 2001, una odisea en el espacio.
Es algo parecido a lo que le sucedería a un hombre inteligente de, pongamos, la época del Imperio Romano si pudiera ver lo que la tecnología nos permite hacer hoy: volar a grandes velocidades o alcanzar la Luna, comunicarnos con el otro extremo del planeta de forma instantánea, curar enfermedades que para él serían mortales de necesidad, disponer de armas de altísimo poder destructivo, y un largo y casi interminable etcétera. Aunque después pudiera abordar un largo proceso de estudio para saber el porqué de tales portentos, lo cierto es que, en un primer momento, el pobre romano traspasado a nuestro tiempo creería encontrarse ante la más poderosa de las magias. Falto de la explicación científica y natural que el saber acumulado de los últimos dos mil años nos ha proporcionado, seguramente achacaría esos portentos hoy cotidianos a fuerzas sobrenaturales y del todo incomprensibles. El problema es que esa perplejidad del romano traído hasta hoy resulta seguramente compartida con muchos de nuestros contemporáneos. En rea(Invierno 2000)
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lidad, poca gente de hoy en día conoce los fundamentos científicos y tecnológicos de nuestro presente. Vivimos en un mundo sumamente tecnificado, elaborado producto de la ciencia moderna, aunque muchos no deseen ser conscientes de ello. Stanley Schmidt -en el editorial de la edición de septiembre de 1993 de la revista Analog: science fiction science fact- podía decir parafraseando a Clarke: "Para muchas de las personas que la utilizan, nuestra propia tecnología ha venido a resultar indistinguible de la magia". Y es cierto. Para mucha gente, el uso de la más variada tecnología se reduce a apretar un botón y ver cómo, casi por arte de magia, lo más imposible se hace realidad. Ya no se trata de complejos sortilegios o conjuros, el abracadabra o el ábrete sésamo se reducen a apretar un botón, girar un dial o mover una palanca. Por desgracia, la ciencia y la tecnología, tan omnipresentes en nuestros días, resultan para la gran mayoría, en sus razones y conceptos últimos, tan ignotas e inexplicables como la magia. Se confunden. Tras cinco mil años de historia, sólo en los últimos siglos la humanidad parece haber encontrado explicaciones y certezas -aunque sean sólo provisionales, como deben ser siempre las científicas- en la práctica del racionalismo. Pero, a la vista de este agitado final de milenio, el irracionalismo que denunciara Lukács en El asalto a la razón (1954) no ha sido todavía vencido. Parece que mirar al mundo con los ojos de la razón, en lugar de ser nuestro mayor éxito como especie, no genera en todos la confianza que algunos esperamos.
En estos tiempos de finales de milenio, parece haber rebrotado con fuerza el irracionalismo de la magia. Se abren paso las explicaciones más irracionales y se nos dice que, incluso en el ámbito de los negocios, abunda el recurso a adivinos y echadoras de cartas. Aún siendo ridículo, es como si al finalizar el siglo que mayores avances tecnológicos nos ha proporcionado, la ignorancia acudiera a refugiarse en los elementos mágicos más tradicionales. Un comportamiento que, como la incomprensible pervivencia de los horóscopos en los periódicos y revistas de mayor tirada, se ha hecho habitual en un mundo que parece tener mayor interés en creer en la magia y en la ayuda de los poderes sobrenaturales que en el esfuerzo, el trabajo y la tecnociencia. El hecho es grave. Muchas de sus más peligrosas manifestaciones nos resultan casi del todo inadvertidas. Así lo constata el famoso escritor de ciencia ficción Orson Scott Card, cuando nos recuerda la dudosa moralidad de una película tan famosa como La guerra de las galaxias (1977): al final, en el momento crucial, el bueno de Luke Skywalker es llamado a desconectar su ordenador -renunciar a la tecnología-, y abandonarse al socorro de La Fuerza -acoger esperanzado la solución mágica al margen de la tecnología-. Da que pensar... Y, en realidad, es terrible. ¿O no?
MIQUEL BARCELÓ es profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña y autor de Ciencia ficción. Guía de lectura.
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