Este librito no es un alegato contra las brujas, lo que sería absurdo, ni tampoco pretende disuadir a nadie sobre la inconveniencia de creer en ellas, si le consuela hacerlo. Las brujas son uno de los frutos más tenaces de la imaginación. Están en la historia, en el folclore, en las modas culturales, en las finanzas (aquí son brujos), en la televisión, en innumerables comercios de remedios alternativos e incluso, desde Harry Potter, en los currículos de enseñanza media. Adheridas al lenguaje desde los primeros balbuceos, comparecen apenas se las menciona.
Podemos preguntarnos qué dimensiones tiene en nuestra sociedad la creencia en las brujas. Lo lógico sería contestar que no mucha. El incremento exponencial del conocimiento científico y su divulgación en amplias capas sociales debieran dejar poco espacio a las fuerzas ocultas, pero este negocio no funciona así. Lo oculto, en este caso, no significa lo desconocido sino lo que no se debe conocer; no es una circunstancia pasajera sino una categoría perenne, una especie de reserva espiritual para momentos de crisis. Las brujas colonizan los espacios donde termina el sentido de la realidad y esta posición les permite esquivar todas las pruebas verificables existentes en su contra. La ciencia es lenta, dubitativa y elitista mientras que la brujería es ágil, asertiva y democrática, y la tentación de sustituir una proposición lógica por un conjuro es irresistible. Lo hacemos a diario, no siempre aposta. Todos hemos oído de alguien que tiene percepciones extrasensoriales. Es una expresión sin sentido alguno y el que la dice sólo espera de su interlocutor que suspenda el juicio y lo crea, sin compromiso. La brujería es siempre una impostura participada; un diálogo en el que la bruja pone en juego sus dotes de manipulación y el pupilo, su credulidad, lo que no quiere decir que no sea un juego consentido, aunque no siempre inocuo. Las brujas son la madre Teresa de Calcuta de las almas desnortadas. No por casualidad el folclore las pinta en una cabaña del bosque a la que llega el caminante...
Las artes brujescas constituyen una actividad menos oculta que privada. Si se realizan alrededor de la mesa camilla de la vidente o dentro del círculo del coven no es porque sean un misterio sino para que lo parezca. Un paso más allá de este teatrillo no hay nada. Este vacío explica que la brujería sea muy gestual pero ágrafa. Los practicantes y los adeptos no están interesados en la teoría sino en los resultados, y un exceso de palabras ocluiría el carácter mediato e intuitivo de los conjuros. La literatura brujeril son los libros de rituales y fórmulas mágicas --los llamados grimorios--, que constituyen un género mixto de misal y recetario de cocina. Algunos ocultistas decimonónicos redactaron algo parecido a un corpus de doctrina mágica, y en el empeño hubieron de enfrentarse al insuperable desafío de construir un mundo de la nada sin que pareciera una ficción, para la que, por otra parte, tampoco estaban dotados. El resultado son unos librotes delirantes cuya única virtud es que se caen de las manos del lector con relativa prontitud. Por lo demás, las brujas son mudas como la lechuza de la que reciben el nombre.
El autor, Manuel Bear.
Lo que sabemos de ellas lo debemos a creyentes y a aficionados externos: teólogos, antropólogos, folcloristas y escritores. Los testimonios que nos cuentan qué cosa son las brujas y a qué se dedican son de cuatro tipos:
- las fábulas del folclore,
- las confesiones arrancadas bajo tortura a las acusadas de la Inquisición y los correlativos delirios de los demonólogos medievales,
- las elaboraciones posteriores de historiadores y folcloristas que creen a pie juntillas en la literalidad de aquellas confesiones,
- las invenciones de los autores modernos en la materia.
Así que, alrededor de la inanidad de la brujas, se ha formado una burbuja retórica de dimensiones regulares de la que se nutren los aficionados al género y que examinaremos en las páginas que siguen.
Lo que intentamos en este libro es una síntesis de la figura de la bruja a lo largo de la historia, y a este propósito podemos adelantar algunos aspectos de la cuestión:
- La bruja es desde su origen en la Antigüedad un arquetipo misógino. Una mujer de rasgos bestiales, nocturna, ajena al hogar y guiada por propósitos asesinos; a menudo, un vampiro femenino. Los poderes mágicos que se le atribuyen fueron una aportación posterior del folclore para justificar la imputación de delitos que manifiestamente no podía haber cometido.
- Este arquetipo sirvió de coartada en la Edad Moderna para un gigantesco ajuste de cuentas de los poderes civil y eclesiástico con las sociedades tradicionales al objeto de implantar modelos de estado centralizados, absolutistas y homogéneos en lo religioso e ideológico.
- Las mujeres que fueron perseguidas por brujería no eran poseedoras de saberes ancestrales ni seguidoras de ningún culto arcaico a la fertilidad. La acuñación de estos tópicos fue, en primer término, obra de escritores románticos de raíz populista y antiilustrada, y más adelante, ya en el siglo XX, el fruto de un equívoco inducido por el conocimiento de las formas de vida de las sociedades llamadas primitivas en los territorios de ultramar de los imperios europeos.
- Las brujas actuales, cuyos manifiestos tienen una generosa presencia en Internet, son herederas de la idea romántica que las pinta como una hermandad de mujeres rebeldes, sabias y solidarias, en contacto directo con las fuerzas de la vida y de la naturaleza. Esta versión de la brujería ha abandonado los elementos fálicos del ritual antiguo --el satanismo es machista-- y ha entronizado junto al viejo cabrón jefe del aquelarre a una deidad femenina que tiende a ser preponderante. El nuevo retablo está estofado con pinceladas típicas de la sensibilidad postmoderna --eclecticismo, tolerancia, buenos sentimientos, narcisismo y magia blanca en dosis homeopáticas-- que hacen que los conventículos brujeriles parezcan clubes de autoayuda. A esta brujería organizada se suma la oferta libre de un sinnúmero de consultoras esotéricas, practicantes de mancias y expendedoras de talismanes, gemas de la felicidad, aceites aromáticos y velas propiciatorias, que conforman un folclore urbano de domingo por la mañana.
El contenido de este libro, que no aspira a ser original, lo debe todo a un puñado de autores que han estudiado la brujería histórica y de los que se han tomado los datos y en ocasiones también las ideas. Todos ellos aparecen referenciados en la bibliografía, pero mi deuda mayor, y también mi admiración, van dirigidas especialmente a Julio Caro Baroja y Norman Cohn, cuyas obras, desde perspectivas diferentes, contienen todo lo que hay que saber sobre este asunto. Las páginas que siguen debieran leerse como una introducción a esa literatura mayor.
Y ahora, chisst... escuchen cómo vuelan.
Este artículo es un extracto a modo de presentación del libro Las Brujas ¡Vaya timo! de Manuel Bear.