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bre las virtudes y en definitiva, el discurso ético- se vuelve insulso y vacío". (Tejedor, op. cit: 14). La única forma de evitar los peligros del tolerantismo es vincular la tolerancia con la dignidad humana, entendida como un universal, pero eso es precisamente lo que niega el relativismo posmoderno: que pueda hablarse de universales tanto éticos como científicos. La propia idea de dignidad y los derechos humanos a ella asociada o en ella fundamentadas, son etnocéntricos, son eurocéntricos u occidentalistas, y no sirven fuera de ese contexto cultural. El relativista posmoderno puede estar de acuerdo en no permitir la ablación del clítoris de las mujeres occidentales, pero no encuentra forma de protestar ante la misma ablación en otras sociedades. Tejedor y Bonete reflexionan sobre los límites de la tolerancia: "¿qué es lo que no debemos tolerar?" se preguntan (pág. 137). En su teoría sobre los límites señalan varias exigencias que consideran básicas y de las cuales destacamos una de ellas: la publicidad de las razones. "Sólo es aceptable aquello que podamos concebir como razonable, públicamente aceptable y comprensible. Este requisito exige la capacidad de hacer plausible, en forma de un ejercicio público de racionalidad, el sistema de razones que abonan que determinado comportamiento, acción, creencia, expresión, demanda, pueda encontrar cabida en la vida social (...) no podemos hablar de tolerancia cuando una demanda no es susceptible de ser públicamente defendida y aceptada, es decir, si las razones de tal demanda de tolerancia no son aceptadas como si hubieran pasado por la criba de su publicación" (Tejedor, op. cit.: 139-140, cursiva en el original). Pero la publicidad de las razones implica un criterio universal para ser juzgadas, que no puede ser otro que el de la razón entendida como una capacidad universal y no solo occidental. El relativismo posmoderno niega ese criterio universal y reivindica publicidad sin la contraprestación de racionalidad: las opiniones pueden expresarse y las acciones pueden realizarse sin más, porque interpretan que cualquier crítica a ellas sería etnocéntrica o intolerante. El único argumento válido para el posmoderno es que una opinión, acción o costumbre es de alguien, y en ese sentido ya basta para ser tolerada, independientemente de quién sea o de su contenido, porque todas son iguales y todas valen igual. Los dos autores muestran las consecuencias de este relativismo en la enseñanza, y con esta reflexión terminamos: "Buena muestra de ello es la relajación que ha sufrido la enseñanza en nuestro país. El profesor ha perdido autoridad sobre los alumnos, que con frecuencia acuden al tópico relativista: "lo que usted nos cuenta es sólo su propia opinión; yo tengo la mía" (...) El profesorado pierde la capacidad para determinar lo que debe y no debe hacerse, lo tolerable y lo no tolerable. Deja de estar legitimada cualquier intervención "dogmática" que pueda alterar el curso normal de los acontecimientos en la clase. Bajo la égida de una educación abierta y tolerante se instaura así un permisivismo relativista que amenaza con deponer los valores y las virtudes que han de regir el proceso educativo" (pág. 13-14, cursiva en el original). Andrés Carmona Campo (filósofo y antropólogo). el escéptico 76 otoño-invierno 2012