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editorial Los tres pilares s tiempo de que asuman su poder, hagan frente a su responsabilidad y entreguen su conocimiento al mundo que los aguarda. Los destinatarios de este mensaje fueron los asistentes a la 151ª asamblea anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia; el emisor, un doctor en Medicina y antropólogo de fama mundial por ser uno de esos autores cuya nombre en la portada de un libro es sinónimo de éxito de ventas: Michael Crichton. No le falta razón al autor de Parque Jurásico. Uno de los lastres más pesados de la sociedad de fin de siglo es el analfabetismo científico, sobre el que, sin duda, se ha levantado buena parte del éxito de la pseudociencia. Es hora, efectivamente, de que los científicos bajen a la arena; pero no sólo para divulgar su trabajo, sino también para poner freno a la pseudociencia y a las perversiones que han surgido a la sombra de la torre de marfil en la que han vivido encerrados demasiado tiempo. Hasta hace relativamente poco, la mayoría de los hombres de ciencia vivía de espaldas a la sociedad, y sólo un puñado asumía la divulgación como una parte más de su trabajo. Y menos aún los que, además, han comprendido que enfrentarse al pseudoconocimiento es algo en lo que nos va el futuro y para lo que no basta con decir que tal o cual cosa es un disparate, sino que hay que dar argumentos, tal como hace Richard Feynman en este mismo número de EL ESCÉPTICO. Así, sacar a relucir los puntos débiles de la astrología exige contraponer a sus mágicos postulados fundamentos de astronomía, física, estadística...; diseccionar la homeopatía conlleva poner en el otro platillo de la balanza química y biología; excavar en la arqueología fantástica requiere echar mano de la historia, la geología, el arte... Con lo que se demuestra que la buena crítica de la pseudociencia tiene un valor añadido: va acompañada inexorablemente de divulgación de la ciencia y puede servir para atraer al auténtico conocimiento a lectores extraviados. Pero no recae únicamente en los profesionales de la ciencia la responsabilidad de popularizar el conocimiento científico y exponer engaños. Aunque su papel es importante, no son más que uno de los tres pilares sobre los que ha de cimentarse la alfabetización científica. Divulgar requiere sacrificar la precisión en aras de la inteligibilidad, rebajar lo suficiente el tono del discurso como para que sea accesible al ciudadano medio, y eso es algo que hacen a diario los periodistas, que actúan como intérpretes entre quien quiere transmitir un mensaje y su audiencia potencial, que traducen la realidad al lenguaje del hombre de la calle. Son el segundo pilar, los intermediarios que saben cómo presentar las cosas de forma seductora sin tergiversar. Algunos profesionales de la comunicación conocen el mundo de la ciencia -por desgracia, el periodismo especializado es todavía en España una rara avis-, otros muchos no; pero todos cuentan con los medios adecuados para llegar al gran público. El problema estriba en que todavía son demasiados los periodistas que 4 el escéptico (Primavera 1999) E Sin joven savia acrítica, sin periodistas `amables' y sin científicos condescendientes, la pseudociencia retrocedería suspenden el juicio crítico ante las afirmaciones sorprendentes y que no aplican la misma vara de medir a la hora de contrastar afirmaciones provenientes, por ejemplo, de un político o de un científico que de un charlatán. Curiosamente, los engañabobos gozan en la prensa de una especie de bula, y es habitual que sean objeto de un tratamiento amable. Si a eso se añade que la mayoría de los informadores científicos piensa que ocuparse de la pseudociencia, aunque sea en tono crítico, supone rebajarse, nos encontramos con que la pata periodística cojea ostensiblemente cuando se trata de poner en su sitio a la falsa ciencia. Por ello, si hay algo urgente, es concienciar a este colectivo de que la denuncia de la pseudociencia forma parte de la divulgación científica -que, además de su carácter terapéutico, sirve para transmitir conocimiento- y que cerrar los ojos ante la superchería ni acaba con ella ni impide que encuentre nichos en los medios audiovisuales y escritos desde los que analfabetizar a la población y predicar la desconfianza hacia el método científico y la indagación racional. Lo mismo hay que hacer con los educadores -el tercer pilar-, animándoles a que no esquiven el tratamiento de ciertos asuntos en clase diciendo: Eso es una tontería. No; ésa no es la vía. Así, se arroja a los alumnos curiosos en brazos de los mercaderes de misterios cuando podríamos aprovechar tales ansias de saber para potenciar el espíritu crítico, como se apunta en dos artículos de este número. Animar a los jóvenes en la escuela a enfrentar las creencias mágicas al escrutinio de la razón sirve para que saquen sus propias conclusiones. Se fomenta así la indagación directa, se mina el falso mito de la cerrazón de la ciencia oficial y se pone en guardia a las nuevas generaciones frente a la irracionalidada anticientífica. Sin joven savia acrítica, sin periodistas amables y sin científicos condescendientes, la pseudociencia retrocedería terreno y la cultura avanzaría. Para ello, es imprescindible el compromiso activo de educadores, comunicadores y científicos, tres colectivos que, en la lucha contra la superchería, no han pasado, en la mayoría de los casos, de las buenas intenciones, pero que cuentan ya con una revista, ésta, y con una entidad, ARP, en las que apoyarse para poner freno a la superchería.