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tre todas las llamadas paraciencias, en esta entrega hacen su aparición los famosos discos extraterrestres de Baian-KaraOula y juega un papel clave en la resolución del misterio el espiritismo. Pese a todo lo anterior, el principal motivo de mi rechazo a esta serie de novelas está en la descripción de los protagonistas escogidos, muy lejos desde luego del Club de los Cinco de Enyd Blyton y similares. Entiendo que los tiempos han cambiado, pero no me agrada que el autor no tenga nunca palabras amables hacia sus protagonistas, cuyos únicos puntos favorables son, apenas, sus "super-poderes" específicos. Se trata de tres hermanos y una prima acogida en la familia tras la terrible muerte de sus padres (el típico secreto que se nos va revelando en pequeñas dosis a lo largo de los relatos). Sus relaciones, por decir algo, son siempre a base de enfrentamientos y gritos (EN MAYÚSCULA) y muy raramente trabajan como un equipo. Son todas habilidades personales, diseñadas demasiado a medida. La prima, Adèle, aporta el elemento emotivo, porque encuentra su primer amor; aparte es políglota y ello, asociado a una edad que la permite hacerse pasar por adulta, facilita al autor poder desplazar por toda Europa a sus protagonistas menores de edad, sin mayores problemas (ni siquiera de dinero). Entre los chicos, tenemos a Tom, al tópico sabelotodo y lector empedernido que será quién resuelva las claves y enigmas o aporte los datos científicos necesarios para avanzar la trama. Su hermano Boris, en cambio, solo sabe emplear el sarcasmo en sus discursos, aunque eso sí, es oportunamente un mago informático capaz de introducirse en los ordenadores y las redes informáticas más sofisticadas. La otra chica, Bea, es una glotona con sobrepeso, pero capaz de abrir cualquier cerradura o falsificar cualquier documento imaginable. Además, es la dueña del quinto miembro del equipo: Nono un suricato demasiado inteligente, por decirlo con palabras suaves. En conclusión, una oportunidad desperdiciada. ¡Y el tercer volumen está dedicado al Chupacabras! Luis R. González Hombres y dioses en la picota. H. L. Mencken Granica Editor. Buenos Aires, 1972 Henry Louis Mencken es un autor casi maldito en el panorama literario norteamericano de entreguerras. Escribió en los principales diarios de su país, fustigando costumbres y supersticiones, y lanzando a diestro y siniestro los latigazos de sus frases contra los charlatanes de la época que tanto abundaban (y que, desgraciadamente, tanto abundan) por esas tierras de ignorancia y fanatismo. Tema principal de sus acerados artículos fueron, como no podía ser de otra manera, las creencias religiosas lo cual, automáticamente, le convirtió en el punto de mira y de animadversión de las personas biempensantes y conservadoras de los Estados Unidos que sentía en sus carnes los dardos del periodista. Con un ingenio mordaz y sarcástico, heredero de Mark Twain y Ambrose Bierce, y remontándonos en la historia, de los ilustres Swift y Voltaire, escribió páginas llenas de ácido humor, cual ortiga dolorosa, contra muchas de las más queri- das y entrañables costumbres de esa enorme nación. Pesimista como Jonathan Swift, su sonrisa es amarga. No participa de la benevolencia de Twain ni tampoco, todo hay que decirlo, está a la altura literaria de estos ilustres escritores. Pero es un dignísimo periodista cuyos vuelos quedan "reducidos" a las hojas sueltas de los diarios de la época pero que todavía se lee con gusto y que casi tres cuartos de siglo después sus comentarios y estocadas están en plena vigencia. ¡Qué enemigo más poderoso debe ser la superstición, la Hidra de las cien cabezas, que ha sabido sobrevivir a tantos y tantos genios de la literatura! Pero no olvidemos que este enemigo lo tenemos dentro de nosotros: es nuestra propia naturaleza. Lo normal debe ser la superstición, que es lo fácil e inmediato, lo difícil y costoso es la ciencia y la racionalidad, edificio construido por unos pocos que hay que cuidar constantemente. Como esos palacios construidos en la selva, al menor descuido, son enterrados de nuevo por la fronda y desaparecen. Volvamos a Mencken. Diríamos para simplificar que Mencken está a medio camino entre un Martin Gardner, luchador infatigable contra los mesías de las nuevas religiones y un Jonathan Swift que, como chorro de vitriolo rebajado con la calidad literaria, satirizó a todo lo establecido en su época. Hombre rompedor y a contracorriente a quien, por eso mismo, se ha tratado de ocultar y enterrar por los estamentos oficiales. Las ediciones de sus artículos son escasas y bastante difíciles de rastrear. Es gracioso sin embargo que el primer contacto que tuve con este escritor fuese en el montón desordenado de libros que, a modo de saldo, se vendían en una gran superficie, cual bragas o calcetines se tratara. Mi inveterada afición a la lectura hizo que ojeara algunos de ellos, y - ¡oh milagro! - mis ojos se detuvieron el sugestivo título de uno en concreto, de autor desconocido (hasta el momento) Prontuario de la estupidez humana. ¿Cómo podía resistirme a tomarlo entre mis manos, abrirlo y ojearlo? Lo poco que leí en esa improvisada sala de lectura no me dejó indiferente; antes al contrario conectó con muchas de mis inquietudes consuetudinarias y lo compré al precio de saldo que marcaba. Cuando por fin, al cabo de un tiempo lo leí al completo, Mencken pasó a ser autor prioritario y buscado por las librerías de lance. No fue fácil conseguir éste que estamos comentando, pues como digo, sobre el bueno de Henry Louis Mencken se ha tratado de extender como una sábana de silencio que ocultase sus críticas sobre las religiones de todas clases y pelajes. Solo se le encuentra en ediciones a cargo de editoriales marginales y de claro signo progresista. Ésta que nos ocupa es la recopilación de artículos que se fueron publicando a lo largo de su carrera (nació en 1880 y murió en 1956), y que llevan como común denominador el ataque a las religiones, supersticiones y otras "costumbres de mal vivir". Hay en el libro pasajes deliciosos llenos de ingenio de la mejor ley y dignas de repetirse como en labradas en piedra. Mencken tiene razón, la Humanidad es en su conjunto estúpida, acomodaticia y abocada al más rotundo fracaso a no ser por unos, muy pocos, que enderezan el rumbo de esta nave de locos. El hombre como especie hace tiempo que habría desaparecido devorada por otros animales más capaces, a no ser por esos pocos que van aportando lo justo para se71 el escéptico guir en este planeta rodeados de peligros sin fin. Esas pocas personas son los científicos (en toda la enorme extensión de esta palabra), y otras pocas de buen juicio que admiten los consejos de ellos. El dios que, según los deístas, hizo este universo, ese dios todopoderoso, creador de las estrellas gigantes rojas, de los lejanos quásares, de los agujeros negros, de las fantásticas galaxias, de ese universo que nos anonada y nos maravilla... ese dios que, como sutil relojero, ajustó todas las piezas ¡qué digo al milímetro! ¡al quántum! Ese dios digo, debió sentirse terriblemente cansado tras el colosal parto y debió delegar el mantenimiento de la gran obra a diosecillos, inferiores en categoría, que se vieron abrumados por tanta responsabilidad y todo comenzó a hacer aguas y a fallar lamentablemente. Como el jefe que delega en subsecretarios. Y estos dioses menores o personal contratado y subalterno, como digo, no estuvieron a la altura de la monumental obra. Basta dar un vistazo a nuestro alrededor y ver el desastre por doquier. Claramente se les va de las manos y no dan abasto. Cual torpes fontaneros, los desagües y tuberías, ya viejas y mohosas seguramente están para cambiar, pero ¿quién las cambia, dónde está Dios? Ese Dios grande, el de verdad, el poderoso, está desaparecido y no se le encuentra. Las exclamaciones, exhortaciones, las incluso imprecaciones, los rezos y alabanzas, en fin, el griterío que sale de este pequeño planeta y que exhala la doliente humanidad se pierde en el vacío. Él, el grande, el poderoso, sigue en su lejano y desconocido mundo, ajeno a todo. Y los pequeños diosecillos, en su ímproba tarea de hacer chapuzas aquí y allá, no tienen tiempo de acudir a las llamadas. Como los bomberos en el terremoto de San Francisco que incapaces de dominar los varios incendios, optaron por acabar con todo quemando la totalidad de la ciudad. ¿Pero podía ser de otra manera? ¿Quiénes somos, qué es eso que llamamos pomposamente Humanidad? ¿Qué derecho tenemos a que se nos trate como algo distinto a, por ejemplo, un vencejo o una comadreja? Según Mencken en una graciosa metáfora, la Humanidad es una enfermedad, una costra, un desecho de la Creación. Al igual que el herrero al forjar sudoroso una pieza de hierro, expende en su alrededor un arco de chispas brillantes y fugaces, a las que por otra parte, no presta la menor atención pues su interés está en lo que tiene entre las manos, es decir lo principal, asimismo a Dios en su Creación, Dios el verdadero, el todopoderoso (no confundir con el diosecillo subalterno), en su gran obra también se produjeron unas chispas fugaces, como excrecencia o subproducto, indignas de cualquier atención: ese accidente, esa morralla es lo que nosotros llamamos Humanidad. Admitamos por lo tanto que la Creación se ha degradado. Se ha subcontratado en exceso. El gran arquitecto hizo el diseño: Bien. O casi Bien. Mas, incapaz de descender a los pequeños detalles, por no querer o no saber, o por cansancio, o por ¡yo qué sé!, delegó en otras pequeñas compañías que a su vez lo hicieron en otras más pequeñas y así hasta el simple albañil o peón caminero. Estas subcontratas cada vez de peor calidad ha hecho que lo que nos rodea vaya de mal en peor y de vez en cuando se nos venga el mundo encima. Volviendo al libro que nos ocupa diremos que al ser recopilación de artículos distantes entre sí en tiempo y lugar, hay repeticiones frecuentes de ideas y conceptos. Pero da igual. El libro es estimulante, es aire fresco que entra por las ventanas que abre a los horizontes y da nuevas perspectivas al ya muy manoseado tema de las religiones y otras supersticiones cuyos argumentos en pro y en contra ya están casi agotados. Desde ese punto de vista siempre he sostenido que hace más mella en el adversario una pulla bien puesta, una carcajada a tiempo que muchas tesis doctorales. Al fin y al cabo se lucha contra un fantasma hecho de humo. Más fácil es disolverlo con el aire exhalado por una oportuna cuchufleta que con el sesudo golpeteo del martillo académico. José Luis Gracia Baranguá The Yes Men Andy Bichlbaum, Mike Bonanno, Bob Spunkmeyer. Traducción de Gemma Galdón Editorial El Viejo Topo Uno de los aspectos más interesantes que plantea el estudio del triunfo mediático y social de las pseudociencias es el del nivel de análisis crítico que puede encontrarse la colectividad. Lo que los estudiosos de los clásicos conocieran como autos epha o ipse dixit (algo así como "es verdad porque lo ha dicho él" o, como decía el inmortal Tip "cuatro el escéptico 72