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experimentos de Benjamin Libet en el siglo XX, Holbach postula que no tenemos libre albedrío. Pues, así como la naturaleza es una gran máquina regida por secuencias causales, nuestra conducta no escapa a este patrón. Todos nuestros pensamientos y acciones están determinados por la actividad del cerebro, y en vista de que no existe el alma como una entidad inmaterial que permita escapar a esta determinación, no podemos considerarnos propiamente libres. La postura de Holbach vendría a ser llamada hoy determinismo duro o determinismo incompatibilista. Pero esta postura ha sido criticada por varios filósofos que, con todo, aceptan el determinismo. Uno de los grandes ateos de la actualidad, Daniel Dennett, ha escrito varios libros a favor del compatibilismo, la postura que señala que, en efecto, somos determinados, pero con todo, podemos considerarnos libres, pues esa determinación procede de nuestro fuero interno, y no de un agente foráneo. En definitiva, Cartas a Eugenia, y la obra de Holbach en general, es una contribución sumamente pertinente para la discusión de dos de los grandes temas que han vuelto a resurgir en el tapete respecto a las creencias religiosas: dios y el libre albedrío. Por otra parte, los hispanos hemos quedado un poco acomplejados, pues siempre ha existido la opinión de que las grandes obras de la Ilustración se escribieron en francés e inglés, mientras que en castellano se escribían más bien apologías de la Inquisición y del fanatismo religioso. Por ello, para superar este complejo, sería estimable que, en un futuro, la colección Los ilustrados de Laetoli, incorpore a figuras como Jovellanos o Miranda. Gabriel Andrade tero, pero sus efectos posteriores son tan dañinos, que no vale la pena perseguir ese placer. De la misma manera, para buscar nuestra felicidad duradera y a largo plazo, debemos cooperar con los demás y buscar la felicidad de los otros. También dirige Holbach argumentos en contra de la vida después de la muerte, la misma coherencia del concepto de Dios, el pacifismo cristiano, la exaltación del sufrimiento; y también señala el modo en que la religión ha servido para que los gobiernos ejerzan control sobre los ciudadanos (algo así como un antecedente de la religión es el opio del pueblo de Marx). En la historia de la filosofía, Holbach ocupa un segundo plano frente a gigantes como Voltaire, Rousseau o Diderot. Pero, irónicamente, es probablemente el más actual. Hoy han generado mucha discusión los llamados cuatro jinetes del apocalipsis del ateísmo angloparlante, Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, con sendas obras que atacan frontalmente, no solo a la religión institucionalizada, sino a las creencias religiosas en general. Pues bien, muchos de los argumentos de estos autores ya fueron expuestos por Holbach de forma muy elocuente. Y adelantándose a su época, Holbach ha venido a ser célebre por tratar uno de los problemas más difíciles de toda la historia de la filosofía: el libre albedrío. Mucho más que por sus críticas a Dios y la religión, Holbach es conocido por su crítica al libre albedrío (en realidad no se ocupa sustancialmente de este tema en Cartas a Eugenia, pero sí lo hace en el Sistema de la naturaleza). En adelanto a los famosos Las manchas del leopardo. Brian Goodwin Tusquets, 1998. 308 páginas. Título original: How the leopard change its spots. Traducción: Ambrosio García Leal. A veces uno lee cosas con las que está básicamente de acuerdo, pero la manera de explicarlo del autor hace que solo te salten pegas. Te produce la sensación curiosa de estar atacando tus propias ideas por culpa de otro. Algo así me ha pasado con este libro. La premisa básica es que los genes no lo explican todo. Los organismos se mueven en un entorno que determina la posible funcionalidad de los mismos, así que en muchas ocasiones un gen se limita a dar unas instrucciones cuyo resultado sufrirá muchas variaciones dependiendo de como se desarrolle. Hoy en día, con el genoma de muchas especies completamente secuenciado y con la epigenética en auge, es algo que se da básicamente por supuesto. Las instrucciones del ADN no solo se complementan con las restricciones físicas, también hay genes que se activan o no dependiendo de las células de la madre, los recursos disponibles, etcétera. En este aspecto podemos decir que el autor tenía razón hace ya 13 años. Sin embargo, las razones que expone no son convincentes y, en algunos casos, incluso son bastante criticables. Llega a afirmar lo siguiente: Los nuevos tipos de organismos simplemente irrumpen en 75 el escéptico la escena evolutiva, persisten durante periodos de tiempo variables y luego se extinguen. Así pues, el supuesto darwiniano de que el árbol de la vida es consecuencia de la acumulación gradual de pequeñas diferencias hereditarias no parece estar sustentado por una evidencia significativa. Algún otro proceso debe ser el responsable de las propiedades emergentes de la vida, los rasgos distintivos que separan un grupo de organismos de otro --peces y anfibios, gusanos e insectos, colas de caballo y gramíneas--. Queda claro que falta algo. La teoría de Darwin parece ser válida para la evolución a pequeña escala: puede explicar las variaciones y adaptaciones intraespecíficas responsables del ajuste fino de las variedades a los diferentes hábitats. Pero las diferencias morfológicas a gran escala entre los tipos orgánicos, que son el fundamento de los sistemas de clasificación biológicos, parecen requerir otro principio distinto de la selección natural que opera sobre pequeñas variaciones, algún proceso que haga surgir formas orgánicas claramente diferenciadas. El problema es cómo surgen las estructuras orgánicas innovadoras, el orden evolutivo emergente, que ha sido siempre un foco de atención primario en biología. No es el primero en criticar a Darwin, ni será el último, pero no da muchos argumentos para desconfiar del mecanismo aceptado de la evolución. Si a esto le sumamos un tonillo de vender la moto, el total nos deja un libro que defiende cosas correctas por los motivos equivocados y que, aun siendo interesante de leer, deja bastante que desear. Juan Pablo Fuentes el escéptico 76